Alzó la mirada al frente de la empalizada, mientras sacaba con mimo el polvo del pequeño ópalo que ensombrecía la playa de su distinguido anillo, cogió aire con ímpetu y se dirigió a sus compañeros de armas de una manera pausada, dándole el peso necesario a cada verso de su prosa:
- Esas criaturas que se amontonan a vuestro frente, acumulando fallidos intentos de intrusión entre nuestras murallas, esos seres miserables, que tratan de hacer claudicar la palabra de nuestro Señor ante la rabia ciega de quien fue hijo de Paris en vida, esos… no tendrán cabida en nuestro reino. Nuestro señor es bondadoso y su palabra conciliadora con aquellos seres del bien, pero nuestros martillos y escudos deben ser implacables a la hora de acallar esos guturales gruñidos, ese atisbo de batalla y finalizar de manera indolente con sus míseros destinos –hizo un breve silencio, tragando saliva ante la atenta mirada del resto de la orden-. Vivimos días de lucha, días de penurias físicas, que nos servirán para reafirmar nuestras creencias, consolidar nuestras doctrinas y construir nuestra tan deseada paz en los reinos… no diré que serán días fáciles para todos nosotros, algunos no llegaréis a contemplar ese futuro, pero confío con que en el fragor de la batalla tengáis en mente que nuestro sacrificio será recordado y agradecido en los tiempos que vengan. Alzaos orgullosos, Templarios!!
Acto seguido, se acercó a su montura -una fiera y majestuosa leona- acarició su frente y, tras montar sobre ella, alzo el brazo a la vez que emprendió el galope contra el grueso de las fuerzas que circundaban el castillo, desvaneciéndose en la polvareda…