Inicio Foros Historias y gestas Crónicas del Espectro de la Horda Negra

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    • Dhurkrog
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      Los árboles pasaban a su lado a toda velocidad. A penas los percibía en la oscuridad de la noche. Las ramas asemejaban garras que intentasen retenerla a como dé lugar. No sentía el dolor de los cortes. El sudor que goteaba por su frente se le metía en los ojos, haciendo aún más difícil ver en la oscuridad. Tropezó y cayó al suelo cuan larga era. Sin embargo, no tenía tiempo de permanecer en el suelo. A penas caída, dio una vuelta sobre sí misma y se reincorporó para seguir corriendo. Se dio cuenta de que era inútil, la sangre de los cortes realizados por las ramas sangraba, acelerando el corazón de los huargos que la perseguían e indicándoles su posición como si fuese un faro en medio de la noche.

      Sintió más que vio como una sombra se abalanzaba sobre ella por la izquierda. Había escuchado los aullidos de las malditas bestias más lejos hace unos segundos, lo que la había tranquilizado. Tarde comprendió que en realidad se trataba de una artimaña para hacer que se confiase, justamente lo que había pasado. Sin detener su carrera, se lanzó a la derecha, alzando las manos para cogerse de una rama baja perteneciente a un roble de grueso tronco. Sin perder el impulso, dejó que el balanceo la elevase, soltándose en el último momento y levantando las piernas para girar en el aire. Apretó los dientes, furiosa. Probablemente moriría allí, pero se llevaría a algunos de esos malditos chuchos.

      El huargo, gruñendo en silencio, pasó justo debajo de ella en el momento en el que realizaba el giro. Calculando los segundos, fue más suerte que habilidad lo que hizo que cayese justo encima del lomo de aquella bestia. Eso, o el instinto que siempre la había acompañado. A penas iniciado el contacto, descendió el torso sobre el cuello del animal, impidiendo que este la desmontase con su sorprendido zarandeo. Sin perder un momento, puesto que sabía que el animal solo tenía que lanzarse sobre su espalda para aplastarla contra el suelo, adelantó el brazo derecho con el cuchillo empuñado. De un fugaz vaivén de la mano, cercenó el gaznate de la criatura quien no pudo detener su carrera y se empotró contra otro árbol.

      En la lejanía escuchó los cuernos de los orcos que perseguían a los fugitivos de la caravana, adelantados por sus huargos como si fuesen perros de caza. Dogga no entendía cómo aquella manada se había rendido al poder de los orcos. Generalmente solían formar asociaciones con los hijos de gurthang, demostrando siempre su inteligencia y astucia tan distinta de los lobos ordinarios. Sin embargo, aquella manada se había mostrado desde el principio como subalternos de los orcos y habían sido la carne de cañón.

      Su Lanista la había enviado a ella con algunos Maestros de armas para reclutar nuevos gladiadores de una remesa de esclavos capturados a las afueras de Ishalona. Mientras se disponían a marchar con su botín, fueron emboscados por un centenar de orcos liderados por un chamán Kobold. En principio los oficiales que se encargaban de dirigir a los mercenarios que debían de proteger la caravana, pensaron que se trataba de un ataque de la horda a resultas de la guerra existente entre estos y el Imperio. Mientras ordenaban a los gladiadores y a los prisioneros retroceder, para dar un rodeo hacia el sur y oeste de Ishalona mientras el ataque al pueblo tenía lugar, Dogga vio como los orcos apuntaban sus arcos y hondas hacia ellos, y supo que el objetivo no era aquel pueblo de mala muerte, sino ellos. El Oficial Mnenak, mano derecha de su Lanista, lo comprendió también.

      La comitiva se componía de 6 de los mejores gladiadores del Lanista Nuevededos, quienes se encargarían de realizar pruebas básicas a los prisioneros para catar el nivel de la remesa. De entre ellos, Dogga era la más joven por lejos. Entre sus guardianes, se contaban 100 mercenarios de la guardia personal de Nuevededos, junto con 2 sargentos con 50 soldados a su mando cada uno, y el Capitán Menak. 8 cocheros tenían carros a su disposición en los que llevaban 105 prisioneros comprados a un acaudalado noble del imperio que necesitaba más el dinero que sirvientes a su cargo.

      Según las leyes del coliseo de anduar, cada Lanista podía tener únicamente un máximo de 300 soldados a sus órdenes, entre rasos y oficiales, para impedir que pueda surgir alguna monopolización de los gladiadores. Las batallas entre Lanistas eran bastante frecuentes, pero generalmente había ciertas reglas de honor que debían cumplirse. Aquella compra había sido muy importante, por lo que Nuevededos había mandado a poco más del 30% de sus hombres para defender su propiedad. Sin embargo, nadie se esperaba ningún ataque a gran escala. Máxime algunos bandidos, quienes se desalentarían rápidamente por el tamaño de la guardia, pero poco más. Aquello era completamente inesperado.

      — ¡Levanten los escudos! – Ordenó Menak al mismo tiempo que se colocaba frente a los gladiadores, quienes montaban en caballos independientes frente a los carros. Los mercenarios, que llevaban ya tiempo siendo soldados de Nuevededos, rodearon la comitiva con los escudos alzados. El problema radicaba que a causa de que no habían estado preparados para un ataque de esa envergadura, los soldados estaban demasiado dispersos para organizar una defensa apropiada. Los soldados de reserva, que se encontraban entre los carros para vigilar a los prisioneros mientras conversaban entre sí, empuñaron los arcos y tensaron las cuerdas con una sorprendente velocidad. Nuevededos solo contrataba a los mejores.

      Dogga vio salir del carromato central, donde pernoctaban los oficiales, a un alto humano vestido con una sencilla túnica marrón. A pesar de sí misma, levantó las cejas con sorpresa. Cada Lanista podía poseer un máximo de 3 magos contratados, 1 por cada centenar de mercenarios. En todo el tiempo que había durado la travesía, no había visto a Rendran. Sin embargo, algo andaba mal. El rostro del mago parecía una mezcla de furia, sorpresa, y miedo. No había detectado el acercamiento de los orcos. Nuevededos solo contrataba a los mejores.

      Escuchó el tañer de las armas a larga distancia del enemigo, al mismo tiempo que Rendran conjuraba una cúpula translúcida por encima de sus cabezas. La cúpula solo protegía de los proyectiles que lograsen elevarse por encima de los escudos de los soldados, pero también impedía a sus propios arqueros devolver el fuego.

      Dogga movió las muñecas de tal forma que dos dagas cayeron sobre las palmas de sus manos al mismo tiempo que desmontaba. Mnenak, a pesar de la sorpresa y del ceño que dirigió rápidamente hacia el mago, parecía confiado. Eran solo un centenar de orcos, y el chamán podría ser neutralizado por Rendran. Este último giró la cabeza hacia el sur, hacia el camino imperial que llevaba a la clausurada metrópoli de Dendra al mismo tiempo que gritaba una advertencia. Mientras tanto, los orcos al norte iniciaban su carga.

      Cuando la goblin miró hacia donde apuntaba el mago, vio que, en la carretera, vacía hace solo unos segundos, se materializaban otros orcos vociferantes que cargaban hacia ellos. Mientras los mercenarios de la retaguardia daban media vuelta para enfrentarse a la amenaza, a ambos costados se materializaban medio centenar de babeantes huargos que se lanzaron contra los soldados de la primera línea. Todo iba demasiado rápido. Uno de los sargentos ordenó a los arqueros disparar contra los huargos del oeste, con la intención, supuso Dogga, de abrirse paso hacia allí y salir de la emboscada, impidiendo que los mantengan rodeados.

      sintiendo cada latido del corazón, Dogga corrió hacia el pescante más cercano, elevándose sobre el campo de batalla para tener una mejor perspectiva. Tum. Justo para ver cómo, tanto desde el sur como desde el norte, serpenteantes relámpagos volaban hacia ellos y chocaban contra la cúpula que los protegía de los proyectiles. Tum. Rendran Se estremeció, aguantando varios segundos, hasta que por fin no pudo soportarlo más y la magia se rompió en translúcidos fragmentos de etéreo cristal. Tum. El mago levantó las manos, dispuesto a devolver el fuego, cuando Dogga divisó a tres sombras acercándose a él por la espalda.

      Tum. Contando aún cada latido del corazón, la goblin tomó impulso y se lanzó hacia allí, al mismo tiempo que las dagas giraban entre sus dedos y eran lanzados justo en el contratiempo entre dos latidos. Tum. Una de las figuras se agarró la garganta, cayendo hacia atrás. Tum. Otra de ellas se había girado un poco, por lo que la daga se clavó en el hombro derecho. Tum. Dogga aterrizó justo detrás del mago, parando la estocada mortal de la tercera figura con la pulsera de metal que recubrían sus muñecas. Tum. Girando sobre sí misma, y con dos nuevas dagas empuñadas con fuerza en sus manos recubiertas por negros guantes, la goblin se enfrentó al último asesino.

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