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AnónimoInactivo3 enero, 2020 a las 21:41Número de entradas: 77
Historia introductoria de mi personaje.
http://www.youtube.com/watch?v=ImzpdBj3QEk&feature=youtu.be
Adjunto el enlace.
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AnónimoInactivo9 enero, 2020 a las 11:42Número de entradas: 77
Posibilidades
Gillius y otros cinco mineros golpeaban fuertemente la roca en aquel angosto y oscuro túnel. Sus picos chocaban contra la piedra maciza en harmonía mecánica, como una máquina vaporizada. El primer “clonk” era seguido por un estallido de golpes y unos segundos de descanso. El minero jefe marcaba el ritmo y si él se detenía, lo hacían todos los demás en señal de sorpresa.
Y así fue, el último golpeo marcó una pausa para todos ellos. El Jefe minero, un enano viejo, barbudo y no menos malhumorado apoyó su pico en el suelo, entrecerró sus ojos y tal como apunta un cazador al horizonte miraba la jaula de cobre colgada a su derecha. Allí dentro yacía un jilguero muerto.
“¡Gaaaas!” – Gritó abriendo sus ojos como platos -,
Todos los mineros arrojaron sus picos , fardos y cualquier cosa que pudiera representar un peso muerto y empezaron a correr dirección a la única salida posible. Sin embargo, la advertencia no fue suficiente, pues el chocar de un pico de otro grupo vecino causó una tremenda explosión, un golpe seco, como un rayo, azotó las mentes de todos ellos dejándolos completamente aturdidos. Eran incapaces de oír más que un pitido y percibir la estancia difuminarse y dar vueltas a su alrededor.
Cuando recuperaron la conciencia era tarde. Estaban los 5 sepultados en aquel tramo de túnel. Era cuestión de horas de que se quedaran sin oxígeno.
Cuando los 5 recuperaron la conciencia y tomaron control de la situación, el más joven de todos ellos habló:
- Cojamos los picos y piquemos la pared, abramos de nuevo el túnel.
El jefe, un hombre más sabio por viejo que por enano respondió:
- No, si lo hacemos moriremos. Agotaríamos todo el oxígeno aquí dentro en cuestión de minutos por el esfuerzo y moriríamos ahogados. La mejor opción es ahorrar aire y esperar que vengan a por nosotros.
El viejo jefe apagó todas las velas y pidió a todos que se tumbaran en el suelo, respirando lentamente. A oscuras y sin ningún tipo de conversación la espera se hizo eterna. Los minutos parecían horas y el tiempo jugaba en contra de ellos.
Cada cierto minuto, el más joven de ellos preguntaba: ¿Cuánto ha pasado? ¿Cuánto debemos llevar aquí?
El viejo jefe, conociendo la desesperación de la situación dijo ante la oscuridad y el tintineo de pequeñas gotas de agua impactando en el suelo:
- Tengo un pequeño reloj de arena en el bolsillo. Lo iré girando y escucharé el caer de la arena, marca media hora. Cada media hora os avisaré.
El viejo giró el reloj y calculo su primera media hora. Luego, lo volvió a girar… pero esta vez, dejó que pasaran 45 minutos en lugar de 30. Nadie percibió la diferencia.
Al cabo de otros 50 minutos aproximadamente, volvió a girarlo, y así sucesivamente. Avisaba que habían pasado 30 minutos cuando en realidad habían pasado más. Era la mejor forma de convencerles que tenía una posibilidad de sobrevivir antes no se acabaran las 3 o 4 horas de oxígeno de aquella cámara.
Pasaron las horas y finalmente, el sonido amable de los golpeos abrió un hilo de luz y esperanza en ellos. Viero por primera vez una señal de esperanza y un brizno de aire fresco entró en aquella cámara acorazada.
Poco a poco, manos de enanos separaron las gruesas rocas que allí sepultaban a nuestros amigos. Se levantaron, derribaron el resto y se abrazaron con sus amigos y familiares.
Todos ellos habían sobrevivido. Todos menos uno. El Jefe. Yacía muerto con su reloj de arena en mano.
Todos aprendieron una gran lección. Esta es la fuerza que tienen las creencias en nuestras vidas. Lo que creemos, puede condicionar lo que podemos llegar a hacer. Cuando confiamos en poder seguir adelante, nuestras posibilidades se multiplican.
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AnónimoInactivo10 enero, 2020 a las 13:22Número de entradas: 77
El Herrero
Gillius Thunderhead caminaba lento por las calles comerciales de Anduar, sin buscar nada en particular, pero atento a todo aquello que pudiera llamar su atención. Obviamente, ni los ropajes de seda o lino, o tan siquiera los ungüentos milagrosos le hacían detenerse como sí lo hacían las armas, armaduras y el tenderete de comida.
En el mercado se intercambiaban todo tipo de productos, tanto con el entorno rural como con las ciudades próximas en los “mercados semanales” o “diarios”, pero sería el comercio a larga distancia, es decir la Feria de Anduar, las que permitía el crecimiento económico de esta.
Gillius se detuvo tras un cordón de gente alrededor de un herrero ambulante. Abriéndose paso toscamente (debido a su baja altura) entre la muchedumbre a base de algún codazo y empujón de hombro, se situó en primera fila. Allí había un herrero con un tremendo Yunque, un carro con dos bueyes y una estantería torpemente decorada con cortinas rojas, llena de armas y armaduras.
- ¡Tengo las mejores armas del continente! – predicaba a grito abierto.
- ¿No lo creen? ¡Fíjense en esta lanza… es tan afilada que podría atravesar cualquier cosa, hasta la mismísima piel de un Dragón negro!
La gente la observaba con asombro. Incluso alguien de entre el público, expectante, se atrevió a agarrarla con ambas manos y tocar la punta. Si parecía realmente afilada.
Gillius hizo un gesto de poca aprobación y le preguntó al tendero…
¿También haces armaduras?
- ¡Un enano! Maestros de la forja, usted sabrá apreciar bien la calidad y la mano de obra de mis piezas, tome… observe este escudo…
Gillius agarró un escudo corporal y lo observó entre sus manos. Parecía sólido. Acero fundido con algún otro metal de bajo coste para crear falsas vetas y sobre costearlo. Remachado con clavos de hierro y listones de madera común. Lo sospesó, se lo encajó en el brazo y gesticuló algún movimiento con él.
- Gillius: ¿Es seguro que esto va a protegerme?
- Vendedor: ¡Señor! La pregunta ofende. Es irrompible, ¡indestructible!, de acero y mithril fundidos, podría detener cualquier cosa, su vida está asegurada con él.
Gillius hizo una pequeña reflexión. Dejó con sumo cuidado el escudo en su lugar y le preguntó por último al herrero….
- Oye… ¿qué pasaría si tu mejor lanza impactara contra este escudo…?
Y el herrero… no supo qué responder.
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AnónimoInactivo12 enero, 2020 a las 15:04Número de entradas: 77
Nunca supo qué explicar
Era invierno. El viento del norte azotaba las copas de los abetos sacudiéndolos con fuerza. Un frío seco y brusco como el crepitar de una brasa hacía sonar la madera de las casas y agitaba alguna ventana mal ajustada.
La expedición había terminado su jornada laboral en unas las minas de la meseta del volcán de Ak’anon. Vagonetas cargadas de carbón y metales valiosos se acumulaban en la entrada de ésta.
Unos cuantos enanos de rudas manos y larga barba cargaban los pesados sacos en bueyes de carga. Un par a cada lado.
Gilius apoyó su pico en la entrada, se secó el sudor de la frente y observó al jefe de la expedición poniendo ambas manos en la empuñadura del pico y recostando su mentón en él.
El jefe, un enano viejo de larga barba blanca, sombrero rojo, camisa verde y pantalones azules anotaba en una libreta y murmuraba cálculos en voz baja. Contaba con los dedos y seguía anotando.
- Bien – Dijo en voz alta dirigiéndose a los mineros de la entrada.
- A ver, Thorak, Gilius y… Ramdir, acompañareis a la transportista hasta Kheleb. Thorak irá delante, Ramdir en medio con ella y Gilius al final. Salís en 2 relojes de arena.
No hacía falta dar más explicaciones. La cantidad de carbón y metales que se extraía de la mina era tan grande que necesitaron alquilar bueyes de carga extra. La transportista no era alguien especialmente conocedora de los secretos de la mina, ni tan siquiera de la ruta. Pero tenía bueyes. Los prestaba, los acompañaba durante el viaje y cobraba el 25% de la riqueza entregada. Sus animales recibían comida y hospedaje gratuito así que… no era tan mal negocio, a fin de cuentas.
Partieron hacia Kheleb Dhum y Thorak iba delante. Thorak era un enano de mediana edad, pero gran conocedor de la mina y de los prados. Leía los senderos y las señales del bosque como si de un mapa se tratara. Sabía cuando parar, qué ruta elegir y orientarse perfectamente ante la niebla y las tormentas de nieve, habituales en aquella época del año.
El paso era lento. El peso del cargamento y el fuerte viento glacial hacia balancearse los bueyes de lado a lado.
Llegando al camino que evita el bosque de XXX, Thorak hizo una señal y la hilera de animales se detuvo. Gilius salió de la hilera con su pony y alzando lo más que pudo su cuello observó a Thorak bajarse del suyo. Se quitó el cinto y alzó su puño en alto. Permaneció así inmóvil.
Ramdir se adelantó y preguntó: ¿Qué ocurre?
Thorak señalo la cima de una meseta y allí una sombra negra a caballo los observaba.
Thorak: Cazadores furtivos. Renegados. No responden a mi señal de amistad… preparaos…
Ante el grito de Thorak, Ramdir y Gilius pusieron rápidamente los bueyes en círculo, tumbados, tras los sacos de mineral a modo de escudo. Ellos se parapetaron dentro, ballesta en mano y hacha cerca.
Gilius le dio una ballesta de mano con una sola flecha a la transportista. Ella le dijo que no sabía disparar, a lo que Gilius le contestó:
- Es para ti. Si ves que todos fallecemos ya sabes lo que has de hacer. Será mejor que lo que esos asesinos puedan llegar a hacer contigo.
Las manos de la transportista temblaban. Cogió la ballesta entre lágrimas y la sostuvo torpemente entre sus manos.
El sonido de caballos al trote se acrecentaba. El impacto era inminente. Los virotes se cruzaban en ambos sentidos, como dardos invisibles pero mortales peinando el aire que separaba los asaltantes de ellos.
Algunos caballos de los propios asaltantes cayeron al tropezar con madrigueras, rocas y vegetación escondida por la nieve. Virotes impactaban contra los sacos, perforándolos. Alguno dio directamente a un buey, provocándole la muerte y en el peor de los casos, el descontrol del animal.
Cuando estuvieron lo suficiente cerca, Thorak gritó: ¡Ahora! Y los enanos saltaron tras los restos de animales muertos y sacos, hacha en mano y se abalanzaron sobre sus asaltantes.
Gilius, con la mirada enfurecida, rebanó las piernas de un caballo que se dirigía hacia él. Su jinete cayó y se desnucó instantáneamente por el impacto. Luego, giró su hacha sobre su propio eje y la arrojó sobre otro asaltante que bajó de un salto, cimitarra en mano, para degollarlo por la espalda.
Los enanos lucharon de forma feroz en batalla. Thorak recibió un flechazo en el hombro y otro más en las piernas, murieron por la hemorragia y el cansancio de la batalla, no sin antes haberse llevado por delante unos cuantos hombres.
Ramdir decapitó a unos pocos hasta que finalmente fue atravesado por una lanza que vino desde su espalda. Sin embargo, tuvo la suficiente voluntad como para en un último intento, arrojar su arma y clavársela ante lo que pudo haber sido el líder, entre ceja y ceja.
Los asaltantes, viendo la cantidad de bajas, los bueyes muertos y entendiendo que con tanta pérdida (y más la de su líder) no iban a ser capaces de aprovechar botín alguno, se retiraron finalmente de allí.
Gillius se arrodilló con el rostro manchado de sangre seca, suspirando agotado. Un último caballo sin jinete se acercó a él galopando lentamente. A su altura, un jinete escondido en el lomo derecho se incorporó y le propinó un tremendo mazazo en la cabeza que lo dejó inconsciente.
El jinete paró, se bajó del caballo y se acercó al enano. Le agarró del yelmo roto con la intención de degollarlo. Entonces, Gilius le atravesó el cuello con un trozo de lanza que había recogido del suelo mientras se hacía el dormido. Un chorreo de sangre le salpicó la armadura y el asaltante murió intentando taparse la vena del cuello en un grito gutural ahogado.
Gilius se incorporó y observó la masacre: Sus dos hermanos de batalla muertos, los animales…
De repente corrió hacia el círculo de sacos y observó dentro. Allí estaba la guía. Con una flecha de ballesta atravesando su cráneo. Lo hizo.
El enano respiró profundo, se sentó allí y cabizbajo esperó a la siguiente expedición que pasaría por allí en unas horas. No sabía bien cómo explicarles lo ocurrido.
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AnónimoInactivo14 enero, 2020 a las 13:44Número de entradas: 77
Quien sabe…
Ghyrd Girlhim no solo se encargaba de perforar las minas de Kheleb Dhum, hacer de mula de carga y fundir el mineral en la forja para obtenerlo puro. En algunas ocasiones, durante la hora de la cena, se armaba una pequeña hoguera cerca de la entrada de su clan y allí mismo se sentaba junto niños y niñas enanas a su alrededor, hijos de vecinos o amigos, a contar historias. Esta es una de ellas…
Ghyrd se sienta en un tocón de roble y le sirven un cuenco lleno de estofado con cuchara de madera. Y así es, en casa del herrero… cuchillo de palo. Va comiendo su estofado mientras unos cuantos niños y niñas observan impacientes para ver cual será la última cucharada antes de empezar su historia.
Ghyrd: Bien, esta historia pasó hace mucho tiempo, yo era joven.
Cerca del campamento de Kattak, hace muchos años, vivía un campesino humano junto a su único hijo. Los dos se pasaban las horas cultivando el campo sin más ayuda que la fuerza de sus manos. Se trataba de un trabajo muy duro, pero se enfrentaban a él con buen humor y la verdad… nunca se quejaban de su suerte.
Cierto día, un caballo salvaje apareció por allí. Era un bello ejemplar de piel marrón y crin negra, seguramente… vendría de Anduar o más allá. El hijo del herrero se asombró, lo cogió por la crin y lo llevó ante su padre. Así le dijo….
- Padre, ¡menuda suerte!… ¿Viste que caballo más hermoso he encontrado?
A lo que el padre, que era un hombre sabio, le respondió…
- Buena suerte… o mala suerte…, quién sabe.
El chico no acabó de entender la respuesta de su padre, pero tampoco le importó mucho.
A los pocos días empezó a montarlo, a dar paseos cortos… por los alrededores de la muralla. ¿Y sabéis que sucedió?
(Ghyrd aprovechó la pregunta para tomar otra cucharada de estofado, a toda prisa). Aún con la boca medio llena, dice….
- El joven se cayó del caballo y se rompió una pierna.
Los jóvenes niños se miraron entre si atónitos. Algunos de ellos reían ante la estupidez de la situación.
El joven pasó días con la pierna vendada y decía a su padre….
- Padre, me he roto la pierna… que mala suerte hemos tenido.
A lo que el padre, le respondió de mismo modo…. “Buena suerte… o mala suerte, quién sabe”.
Parece que las palabras de aquel hombre empezaban a tener sentido. (Ghyrd hace una parada y toma unas cucharadas más de estofado, chupando la cuchara y haciendo bastante ruido).
Al cabo de unos días… apareció por allí un coronel de la Alianza de Takome. Venía a reclutar soldados para la guerra de Orgoth… todos los jóvenes debían alistarse y partir.
Un viejo campesino le dijo a nuestro herrero… “Mi hijo irá a la guerra. Yo soy demasiado mayor… pero él…, No se si regresará. El tuyo está herido y no irá. ¡Menuda suerte!”.
¿Y sabéis que respondió el herrero…?
Niños: ¡Buena suerte o mala suerte, no se sabe!
Ghyrd: Sí, bueno… más o menos, sí, eso.
Ghyrd deja de comer, se queda pensativo y dice por último…
Este cuento nos enseña que nunca se sabe lo que la vida nos depara. A veces nos pasan cosas que parecen buenas… pero que al final se complican y nos causan problemas. Y al revés, cosas que parecen horribles acaban teniendo un final feliz. Nunca se sabe.
Y así pasaron las horas, entre cocidos, cuentos y luces y sombras en las paredes dibujadas por el movimiento de las antorchas.
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AnónimoInactivo18 enero, 2020 a las 14:27Número de entradas: 77
El oro
El sonido mecánico y repetitivo de los picos impactando contra la fría y dura roca producía una harmonía perfecta, medida al segundo. El primer golpeo del capataz jefe daba la salida y le seguían los otros, cada uno en un intervalo de tiempo aleatorio, pero siempre igual. Creando en cada expedición una melodía distinta pero métricamente perfecta. Cuando alguien se detenía y le dejaba el lugar a otro, el nuevo escuchaba los impactos y añadía su instrumento en esa harmonía. El silencio de uno de los instrumentos o un movimiento fuera de lugar era motivo para que todos se detuvieran a observar qué había ocurrido. Así trabajan los enanos en las minas, en perfecta sintonía y coordinación. Como una orquesta improvisada de músicos experimentados.
Los angostos túneles, oscuros y tenuemente iluminados por lámparas de aceite no eran impedimento. Si tenían que construir una empalizada de maderas para alcanzar el punto más alto de la caverna y impactar en las posiciones más incómodas, lo hacían. Eran como un sistema de seres vivos propio de la montaña. Como hormigas en su propio hormiguero acomodando su casa. Buscando en aquella ocasión, oro.
Luego de duras y duras horas escarbando las entrañas de aquel lugar sin resultado aparente, uno de ellos golpeó algo más blando que la simple roca, en un estallido breve de chispas. Sopló, apartó el polvo con la mano y ahí lo descubrió. Una veta de oro.
El simple hecho de detenerse fue suficiente para que todos pararan y preguntaran qué ocurría. ¡Oro! Exclamó el joven enano. Gritos de alegría y felicitaciones sonaron por un breve momento en aquella cueva y pareció que todo el esfuerzo y sudor no fue en vano.
Ahora, con más fuerza y motivación, todos siguieron picando de nuevo, esperando su recompensa. El joven enano excavó y excavó, arrancando trozos de oro y depositándolos en un saco. Cogió uno y lo observó. Sus luces relucientes doradas, sus pupilas reflejadas en aquel metal tan precioso y dorado de brillos uniformes… sus ojos se engrandaron y algo que no había sentido nunca se apoderó de él.
La veta no era muy grande, pero lo suficiente como para llenar un saco del tamaño de una cabeza humana. Eran unos buenos quilos de oro, alguien pagaría una gran suma de dinero por ello. Pero él no pensaba en dinero, pensaba en las luces relucientes.
Sucumbió a la codicia. Cuando acabó de extraer el mineral de aquella veta, bajó deslizándose de la empalizada de madera y agarró el saco con ambas manos. Observó la salida y empezó a correr hacia la salida.
Todos los enanos lo vieron, pero ninguno hizo ningún gesto de asombro. ¿Pero y el saco?
El jefe de la expedición y Ghyrd, que andaban en la parte media, se miraron a si mismos y bajaron de su empalizada. Sin dejar sus picos empezaron a correr tras el joven enano al grito de: ¡Eh!, Espera, ¿dónde vas?
El joven no se detuvo, no dejaba de correr. Salió de la mina y continuaba corriendo, como una madre que huye de un peligro con su hijo en brazos. Los otros dos enanos corrieron tras él.
Llegaron a un bosque y sin perderle de vista, con el vapor de aire dibujándose tras cada exalación por el frío, se dividieron. Ghyrd siguió tras él y el jefe se desvió por la derecha. Saltando entre raíces, maleza y esquivando ramas y charcos, finalmente el viejo perro de mina (no sabemos cómo) se pudo adelantar al joven desertor y con el mango de su pico, le propinó un tremendo golpe en una de esas en las que se giró para ver a su persecutor, sin dejar de correr.
El joven enano cayó al suelo soltando su saco y poniendo ambas manos en su nariz. Ghyrd llegó, le puso el pie en el pecho y apuntándole con su pico minero, le dijo:
- ¿Qué diablos haces? ¿Pero como diantres pretendías robar el Oro si todos estábamos mirándote?
A lo que el joven respondió…
- Estaba tan cegado por el oro… que no vi a nadie más.
El viejo, apoyando ambas manos en la base de su pico y con la espalda curva dijo: La codicia a veces no nos deja ver más allá y que destruye nuestras relaciones, al impulsarnos a hacer cosas que no están bien.
Ghyrd: ¿Qué hacemos con él jefe? ¿Lo enviamos ante Durin a que explique su actitud?
Jefe (Observando al joven enano): No se… sería perder un buen minero y ganar un mejor preso. También podríamos hacerle cargar todas las vagonetas como castigo y esperar que esto no vuelva a suceder.
Ghyrd: ¡Levanta!, dijo apartando su pie.
El enano, avergonzado, regresó a la expedición con la cabeza agachada.
El resto de enanos lo vieron, apartaron la mirada y continuaron con sus labores. Solo uno de ellos preguntó: ¿Qué ha pasado?
A lo que Ghyrd contestó:
Nada, que le dio un apretón y tuvo que ir a soltarlo.
Enano minero: ¿Y el saco?
Ghyrd: ¿A caso has visto papel tú por algún lugar de aquí? ¡Deja de preguntar y sigue picando, leches!
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