Inicio › Foros › Historias y gestas › Historia de Drabak, sus inicios
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Golthur Orod es un gran asentamiento dominado por un gremio comunal: La Horda Negra, donde habitan razas de las distintas fortalezas: Mor Groddur y Ancarak. Cada bastión está gobernado por un jefe Tirano, considerado el más fuerte de la tribu y por tanto el único con derecho a tener esposas. Cuando el jefe del bastión empieza a ser considerado débil o viejo, es retado a muerte por un aspirante. De ser derrotado, es reemplazado por el más joven, adquiriendo sus derechos. Por encima de todos ellos está el Gran Caudillo.
Drabak no era absolutamente nadie, ni tan siquiera un orco con oficio dentro de la ciudadela. Pasaba sus días buscando bayas y alimañas muertas en el bosque Baldío para calmar su apetito, merodeaba por los alrededores de la fortaleza y de tanto en tanto vagabundeaba por dentro como una sombra, completamente desapercibido por el resto, como un transeúnte perdido en un mercado.
Cierto día caminaba entre los largos corredores del segundo nivel de Golthur sin preocupación alguna, con temor en su mirada. El resto de guardias lo observaban como el que ve un perro pulgoso acercarse, con desprecio e indiferencia. Drabak se dirigió a la zona sur, cerca de la prisión. Observaba a los maestros esclavistas azotar con rabia a seres de otras razas, le gustaba oir el crujir de huesos y los trozos de carne salir volando a cada latigazo. Los gritos resonaban en la bóveda como corales de espíritus perdidos en aquel lugar.
Tras unos estantes que alcanzaban el techo de aquel lugar oscuro y húmedo puso su atención en un guardia que parecía dormido. En su cinto tenía envainada su arma, una cimitarra larga. Drabak se imaginó con la cimitarra en mano, blandiéndola cual héroe, asustando a sus enemigos y decapitando adversarios.
Poco a poco la tentación le pudo y se acercó sigilosamente a aquel vigilante de yelmo oxidado y mirada caída. Roncaba. Con ambas manos se acercó a la empuñadura de su arma y con sumo cuidado la deslizó por la vaina hasta extraerla.
La sospesó, la empuñó con fuerza y una sonrisa estúpida se le dibujó en el rostro. Poco le duró aquel momento de gloria cuando el guardia se despertó y observó a Drabak con el arma en frente de él. El guardia hizo el amago de intentar desenvainar su arma, pero se dio cuenta de que no la tenía.
Drabak, asustado y temeroso de las consecuencias por aquel acto, apretó la empuñadura de la cimitarra y rajó el cuello del vigilante sin que este tuviera tiempo de pronunciar una sola palabra. El frío metal le entró por la yugular, soltando un chorro negro como la muerte, ahogándole completamente en su propia sangre.
Nuestro orco no era estúpido y sabía perfectamente que aquello que había hecho no tenía marcha atrás. Ideaba un plan… esconder el cadáver y huir.
Segundos más tarde uno de los tiranos de la fortaleza, Razzork, giraba esquina y caminaba lento, con el cinturón ceñido y la mirada roja como el magma clavada en Drabak. Se acercó y observó el cadáver del guardia. Miró a Drabak como si dos flechas incendiarias le atravesaran hasta la pared contraria y luego de darle una patada al cadáver, aún sentado, mandándolo unos metros más allá como un saco de trigo deforme, le dijo con voz similar a la de un trueno…
- ¿¡Qué diantres haces ahí parado?! ¿¡Vas a ocupar su lugar aquí (señalando el lugar de guardia) o allí?! (señalando el cadáver).
Tembloroso, Drabak agarró el yelmo, sostuvo su espada con ambas manos y se puso en el lugar del ex vigilante (ahora un saco de carne negra cuyos ojos están siendo devorado por las alimañas y moscas).
Razzork pasó de largo.
Drabak permanecía inmóvil, sudoroso. Minutos más tardes apartó el cadáver tras unas cajas, confianza que ratones y cuervos harían el resto. Ocupó su lugar y así empezó a formar parte de la guardia negra de la torre. Había adquirido un oficio y un lugar allí, sin entrevista, sin selección. De la manera más cómoda.
Creía que era cuestión de tiempo que alguien le hiciera lo mismo. Que alguien acabara abalanzándose sobre él en cualquier momento por mera venganza. Pero los días pasaban y poco a poco fue despreocupándose de esa idea. Su sueño se había cumplido y había que vivir-lo mientras durara.
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Las guardias eran largas como un día sin comer. Quitándose la mugre de las uñas con la punta de su cimitarra oxidada, Drabak pasaba las horas contando los gritos de dolor de los esclavos del pasillo de los tormentos. Cuando un grito cesaba por un buen rato decía: Uno más. Luego hacía una pequeña muesca en la pared.
Cuando se aburría sostenía su arma entre sus manos y la blandía contra enemigos imaginarios. La verdad, muy hábil no era… pero qué importaba. Las sombras movidas por el baile de las luces de las velas en aquellas paredes de roca húmeda eran suficiente para hacer volar su imaginación. Trols, Orcos, Gigantes… todos aquellos seres eran diminutos comparado con la grandeza de su creatividad.
Cierto día, un orco de mayor tamaño que el resto, parche en el ojo y mandíbula sobresaliendo de su cuello se presentó en los barracones. Al grito todos los allí presentes formaron y Drabak, por pura imitación, hizo lo mismo.
La vida en el cuartel no era tan complicada. Solo debía hacer todo lo que le gritaba el “Mayor” y asentir gritando con un: ¡ Zi mi Zenior!, como si quisieran que se le oyera desde Eldor. Claro que él no era muy listo y no sabía donde estaba Eldor, pero… entendió el mensaje a la perfección.
En ocasiones, debían superar pruebas físicas. Y era allí donde Drabak demostraba que nunca había recibido instrucción alguna, sin embargo, eso no parecía importarle lo más mínimo al Mayor.
Mayor: ¡Eh tú, miserable Orco! ¡Sube rápidamente allí arriba!
Drabak hacía todo lo posible para alzar su pesado cuerpo y trepar por una baliza de maderas mal construida, pero efectiva. Agarrándose al palo más alto y moviendo sus piernas como un gato zarandeándose de la rama más alta.
Mayor: ¿Me estás tomando el pelo?! ¡Si allí arriba hubiera una fémina orca perderías el culo por subir?! ¡MUEVE TU PESADO Y GRASIENTO CULO MALDITO SOLDADO!
Drabak, en un intento por no perder algo más que el trasero, tomó impulso y rodó torpemente hacia el otro lado de la baliza, cayendo estrepitosamente en el fango, salpicando todo. Se incorporó rápidamente y siguió su camino….
En otra ocasión, el Mayor les ordenó a todos formar y sostener su arma con la mano derecha.
Drabak, que nunca fue a la escuela… lo hizo obviamente con la izquierda.
El Mayor se acercó en silencio, con los brazos tras su espalda. Se giró rápidamente y observó a Drabak con una mirada fulminante, para luego susurrarle en voz baja…
Mayor: ¿Me estás diciendo que eres lo suficiente estúpido para no diferenciar la derecha de la izquierda, soldado…?
Drabak respondió, según la costumbre: ¡Zeñor, Zi señor!
La vena del mayor se hinchó y le arremetió con un tremendo tortazo que casi le gira la cabeza 90 grados.
Mayor: ¿!A ver Zoldado, en que lado fue, derecha o izquierda?!
Drabak, con la lagrimilla: En la izquierda zenior…
Mayor: Muy bien…. [Propinándole otro tremendo tortazo en el otro lado], ¿Y ahora?
Drabak: ¡Zenior, en la izquierda zenior!
Mayor: ¿!Entonces me estabas tomando el pelo soldado?!
Drabak: ¡Zenior, no zenior!
Mayor: ¿Me estás diciendo que lo hiciste a posta maldito gusano?!
Drabak: ¡Zenior, no zernior!
Mayor le propinó una tremenda patada en el estómago a Drabak, el cual cayó de rodillas, con los ojos entrecerrados y la boca aún abierta por el dolor.
Mayor: ¡Esto pasa a los que deciden tomarme el pelo!. ¡Ahora, levántate como si fueras algo más que un miserable orco y sigamos, ya perdí bastante tiempo contigo!
Hay que decir que el instructor tenía tan poca misericordia como cerebro. Pero contra más duro fuera el entrenamiento, mejor sería el resultado. Drabak no esperaba que aquello fuera tan duro y seguramente, de haberlo sabido… no hubiera elegido aquél camino. Pero claro, tampoco pudo hacerlo.
Con el tiempo fue adquiriendo fuerza, resistencia, habilidad y cierta atracción por el uso de la cimitarra. Su vieja cimitarra oxidada, robada. Su amiga, su confidente, su arma. Estableció un vínculo especial con ella y por las noches, la miraba al reflejo de las luces de luna que entraban por las ventanas de la fortaleza hacia su litera.
Pasaron los meses, y Drabak pasó de ser el recluta estúpido, a simplemente “el recluta”. Los golpes no parecían doler tanto, el tablón debió bajar de altura, las carreras se hacían más cortas y su cimitarra parecía haberse vuelto más liviana.
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El titán impenetrable
No puede saberse exactamente cuando sucedió. Solamente, que era una noche clara y Velian lucía plena e imperiosa en el cielo.
Drabak montaba guardia en uno de los pasillos del segundo nivel de Golthur Orod. Arrastrando su vieja cimitarra por el suelo para ahuyentar a las ratas, vagaba de un lado a otro, sin preocupaciones. La humedad y el silencio carcelario de aquellos pasillos solo se veía interrumpido por el tintineo de alguna gota de humedad.
Finalizó su ronda y se dirigía su madriguera, cuando algo llamó su atención. Unas figuras de piel oscura vestidas con túnicas bordadas parlaban con ciertos Tiranos de Golthur Orod cerca de la entrada al gremio de la Horda Negra. El guardia, Olog-Hai, mantenía firme su mandoble en su espalda y observaba la situación con atención, como si siguiera la conversa.
Allí estaba ella, una Orga de pelo azabache, ojos claros, colmillos perfectos, manos grandes y bastas. Perfectamente acicalada, con túnicas de borde dorado bien decoradas. Drabak la observaba como un idiota observa a una Diosa ascender de las aguas de un lago.
Se escondió en una esquina y no le quitaba ojo de encima. Al poco rato, los 3 cónsules de Ar’kaindia entraron en el gremio junto con los Tiranos.
Drabak se dirigía a su madriguera y no podía quitarse de la cabeza aquella Orga y su belleza. Era perfecta. Su rostro le parecía tallado por los mismos ángeles… o como se dice en Golthur, por los mismos arcontes de Gurthang. No sabía bien qué hacía allí, pero… de algún modo debía averiguarlo.
Al anochecer siguiente nuestro orco terminó su ronda antes de tiempo y fue rápidamente hacia la horda negra. Allí volvió a verla. Altiva, perfecta. Pero había un problema… ella no sabía que Drabak existía. Un imperioso sentimiento de soledad le llenó el corazón al pensar eso. ¿Cómo podía llamar su atención…? Él no sabía leer ni escribir… y mucho menos establecer una conversa en su idioma. No importaba, observar-la era suficiente por aquél entonces. Tenía ganas de verla y de haber sido necesario, hubiera abandonado Golthur para ir a buscarla a Ar’Kaindia. Aunque no fue necesario.
Las noches siguientes no hubo reunión alguna. Drabak preguntó a algunos compañeros disimuladamente por “los invitados orgos” que vinieron a hablar. Uno de ellos, un orco jorobado, malhumorado y apestoso le respondió con claridad:
- No ze zabe, aunque creo que… lo máz zeguro que los hayan decapitado. Golthur y Ar’Kaindia eztan en guerra ahora.
¿Guerra…? Drabak no se lo podía creer. No es que los orcos sean una raza especialmente inteligente… pero Drabak lo era lo suficiente como para darse cuenta que acaban de perder a los últimos aliados que tenían en Eirea. Y con ello, a su querida Orga. Se acabaron sus sueños de visiar AR’kaindia, de volver a verla… Y la imagen de su cabeza clavada en una pica le encolerizó hasta el punto de perder el control. Lanzó su cimitarra contra la pared y un grito resonó por toda la fortaleza. Su vieja cimitarra, su oxidada y bien cuidada cimitarra, amiga y compañera, se resquebrajó del impacto. Pero ya no importaba… había un vacío en su interior, un sentimiento que jamás había sentido y que ahora no podría llenarse.
Se arrodilló, golpeó el suelo con furia hasta malmeterse sus manos y maldijo a Golthur, al Caudilo y a sus mandatarios.
Se levantó, cogió su cimitarra oxidada y se dirigió hacia la puerta oeste de la fortaleza. Sus ojos estaban inyectados en sangre y su mano apretaba la cimitarra con tanta fuerza que sus dedos quedaron marcados en la empuñadura. Se dirigió hacia el sur y decapitó como mantequilla a unos pocos Lobos negros y algún kobold despistado que merodeaba clavando picas cerca de la entrada de Ancarak.
Cuando los últimos atisbos de furia dejaron de recorrer sus venas y el cansancio fue mayor que la sensación de odio, cayó rendido. Respiraba agotado. Y el odio, se convirtió en impotencia.
Ya no quedaban aliados en Golthur. Todo se redujo a muerte y destrucción. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta de que sin aliados no se puede vencer ninguna guerra contra los reinos. El odio de caudillo y su locura, habían traído a Golthur, de lo que en su día fue un reino unido con Dendra y Ar’kaindia, a un bastión de soledad. Drabak le hubiera gustado remediar esa situación con sus propias manos, pero no era rival para ocupar su puesto.
Se giró, y observó la fortaleza desde lejos. Aquella fortaleza que le dio la oportunidad de convertirse en soldado. Allí donde le habían dado palizas, golpes, insultos… hasta convertirlo en lo que era entonces, un soldado defensor de una idea que ni él mismo entendía.
Aquella masa de Metal, piedra y inmundicia negra impenetrable se alzaba, como un Tirano autosuficiente amenazando el horizonte. Inmóvil, esa era la palabra. Un monolito gigantesco de muerte absurda confinado en un rincón remoto de Eirea. Ahora, perdido.
No sintió ningún aprecio por aquello. Se levantó, tragó saliva y resignado, volvió hacia la fortaleza. Tampoco tenía donde ir… por ahora.
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Arad Gorthor
Drabak despertó con la primera luz de luna. La luz de luna se filtraba entre las rejas de su madriguera y le recordaban que, si bien nunca llegó a conocerla, fue lo más cercano a el querer que pudo haber llegado a sentir en aquel lugar frío y violento.
Se incorporó lentamente y decidido, con una fuerza nueva, coraje o hasta cierto punto inconsciencia, se puso su armadura, sus botas, su cinto… y se dirigió hacia el tercer nivel de Golthur Orod. Allí se encontró con El Principal.
Este último se interpuso entre el orco y el cuarto nivel. Con una voz tétrica le advirtió:
- Solo los mandatarios pueden acceder al último nivel.
Drabak gritó desde su posición: ¡BAJA! ¡ESTOY AQUÍ, COBARDE…!
Los gritos resonaron por el cuarto nivel como un eco fantasmal. No recibió respuesta alguna.
Impaciente, desenvainó su arma y ante la amenaza, el principal empezó a formular un hechizo. Drabak le acometió con una jugada de lo más sucia, típica de los Gragbadur, dejándolo aturdido en el suelo, tiempo suficiente para colarse y ascender hacia el cuarto nivel.
Allí empezó a buscar por todas las estancias, pero no aparecía. Como un cementerio abandonado, el polvo y el olor a muerte eran los únicos compañeros para aquel lugar negro, húmedo y frío como un mausoleo.
Drabak gritaba, desesperado y confiado, cada vez con más fuerza.
De repente, una sombra se alzó tras el cómo un dragón acechando su presa. Era el Caudillo.
Sus ojos, rojos como el magma e inyectados en cólera lo observaban mientras blandía su Ira Sangrienta y su estoque. Alzó los brazos en Cruz y su hercúlea figura tapó prácticamente todo el pasillo, evitando salida posible. Drabak temblaba, pero sabía que aquello era inevitable y que la muerte aguarda a todos por igual, así que haciendo de tripas corazón, sostuvo su arma con ambas manos, en señal amenazante.
Se precipitó. Golpeó con la furia de un auténtico Gragbadur al Caudillo, el cual recibió una herida en el costado de su armadura de Curgrim. Este, sorprendido, se tocó la herida y observó sanger en ella. Furioso, le lanzó una estocada firme y rápida atravesándole el hombro. De la fuerza del impacto, Drabak retrocedió varios metros. Se incorporó tambaleandose y detuvo el ataque descendiente del gigantesco enemigo con su cimitarra, saltaron chispas que iluminaron la estancia por momentos y el choque de ambas armas resonó por toda la fortaleza. Drabak le propinó una patada desestabilizando al gigantesco orco, pero el dolor en su hombro era tal que bajó la guardia y éste último le propinó un tremendo golpe con el mango de su ira, dejándolo extendido en el suelo.
Drabak, adolorido y desesperado, lanzó restos de mugre a los ojos del Caudillo, táctica que había aprendido en la escuela de combate. Este se tapó los ojos en señal de dolor y gritó como un dragón muriendo por su tesoro. Drabak se arrastraba hacia una esquina del corredor. El caudillo, aun cegado, corrió furioso hacia su enemigo, lo agarró con ambas manos y lo arrojó contra un desagüe. La fuerza del impacto fue tal, que rompió la rendija en la pared, quedando a Merced de la corriente del riachuelo de agua negra que desembocaba ahí. Luego, el Caudillo le propinó una tremenda patada y Drabak, semiconsciente, cayó en la oscuridad de aquel agujero para perderse en lo más profundo de los desagües de Golthur Orod, muriendo ahogado probablemente.
No recuerda más, solamente la luz al principio del túnel hacerse cada vez más y más pequeña mientras descendía hacia las profundidades de aquel lugar. Su única salida era aquel infinito haz de luz arriba del todo, cada vez más lejano. Entendía que había llegado su hora y ya nada importaba.
Adolorido, poco a poco abrió los ojos. Observó a su alrededor, estaba rodeado de pequeñas figuras completamente negras con ojos rojos. El cielo era de color del atardecer, anaranjado. Se incorporó, las figuras se apartaron. Estaba sentado entre restos de viejas armas, aguas negras y chatarra varia. Era un páramo similar, como un vertedero de residuos de la fortaleza. Las figuras, lentamente, se giraron y poco a poco se fueron alejando de él, rebuscando entre la basura. Desperdicios orgánicos de la Fortaleza Negra, un cementerio de las muy numerosas y variadas armas de asedio de los Golthur-hai… era todo lo que allí le envolvía.
Había perdido su arma. Allí estaba… en Arad Gorthor.
Mitad leyenda, mitad realidad. Un páramo anaranjado y cálido de suelo completamente negro. Lleno de figuras de ojos rojos que lentamente rebuscaban entre los despojos algo de valor.
Lo más importante era que seguía vivo. ¿Sería verdad la leyenda? ¿Existiría algún vestigio de Dircin’Gah…?
Se incorporó tambaleándose, con alguna costilla fracturada. Y allí, como si hubiera coexistido con aquellas criaturas toda la vida, empezó a rebuscar algo de utilidad entre los residuos. No podía volver… todavía.
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Aquel páramo desolado de cielo rojizo y tierra negra recordaba a una ciénaga fantasmal. Toda figura oscura que por ahí merodeaba se movía lentamente.
En aquel punto no se diferenciaba ya un ser vivo de un espectro o un espejismo.
Drabak hurgaba con sus manos entre hierros viejos y mugre de dudosa textura. De haber encontrado algo que llevarse a la boca no hubiera sido realmente meticuloso, pero las condiciones de aquel lugar hacían difícil de hallar algo para calmar su hambre.
Desconsolado, nuestro protagonista caminó perdido por aquellas tierras salvajes, de suelo firme y resquebrajado, sin saber bien hacia dónde. Pero una cosa la tenía clara, era dirección opuesta a la fortaleza. Armado con una vieja cimitarra obtenida de entre los escombros se dirigía hacia un lugar mejor que aquel erial yermo y enfermizo, habitado por sombras y seres que no mostraban el más mínimo sentimiento en sus rostros.
Caminó durante días, perdiendo la cuenta de estos. Por las noches, buscaba cobijo en algún orificio, cueva, cavidad rocosa…, bebiendo agua de algún riachuelo y alimentándose de bayas o alguna alimaña que pudiera sorprender. Perdido, con el corazón consumido por la incertidumbre y el dolor, caminaba sin saber a dónde.
Fue durante las primeras horas del alba, cuando de rodillas cerca de un arroyo tuvo una sensación extraña. Gotas de agua cristalina cayeron de entre sus dedos y antes de que estas golpearan el pequeño riachuelo con calma, un silbido seco acabó en un grito de dolor a la altura de su tobillo. Una flecha.
Una red le sorprendió, dejándolo indefenso. Incapaz de moverse y de desenvainar su arma, luchaba con las pocas fuerzas que le quedaban por liberarse de aquella situación, en un instinto de supervivencia.
Unas figuras humanas, vestidas con armaduras de cuero y armadas con Arcos salieron de entre los árboles y la maleza, caminando lentamente, con precaución, apuntándole en todo momento.
Hablaron un lenguaje extraño, miraron aquella figura inválida, indefensa, con sorpresa. Discutieron y finalmente, uno de ellos le propinó un tremendo golpe en la cabeza a Drabak, dejándolo al borde de la inconsciencia. Éste fue maniatado y cargado como un saco en un caballo de crin plateada, piel blanca y ojos grisáceos, bello como nunca antes fuera visto un animal similar.
Uno de ellos llevaba un estandarte de poca altura con la figura de un caballo, decorado con ribetes de oro.
Como una pesadilla en medio de la niebla, Drabak solo percibía imágenes difusas. Un caballo… jinetes… páramos… gritos… choques de espadas… sangre….
…
Un cubetazo de agua helada en toda la cara despertó a nuestro protagonista. Seguía maniatado por las muñecas y los pies. Un hilo de sangre ya seca le caía por el rostro.
Estaba dentro de una especie de tienda de acampada improvisada con pieles de buey y troncos de madera, iluminada tenuemente por un par de velas. El suelo, cubierto con pieles de animales. Allí había ante él tres hombres. No eran los que le habían acechado en el río… ni tampoco portaban símbolos de caballos. Vestían completamente de negro y tenían sus rostros tapados con bufandas del mismo color. Iban bien armados.
El más alto dio un paso y se puso de cuclillas frente a Drabak.
- Hombre misterioso [Dendrita]: ¿Harusunahs dendrhhtsh? ¿Mehsh ehtedhnnds?
Drabak no hizo un solo gesto. No entendió absolutamente nada de lo que dijo.
El hombre misterioso miró a uno de sus compañeros, volteó la cara hacia el orco y le dijo….
Hombre misterioso [En negra]: ¿hablas?
Drabak, aun medio aturdido, asintió con los ojos entrecerrados.
Hombre misterioso se quitaba la mugre de las uñas. Luego dijo con voz serena y un acento poco elaborado….
- Hombre misterioso: Mis amigos preguntan, qué hacías con Eldorians. Dónde ibas, tú.
- Drabak: Me capturaron… no sé dónde me llevaban….
Se hizo un instante de silencio. Parece que el hombre misterioso meditaba cada palabra que había salido por la boca de nuestro joven orco.
- Hombre misterioso: ¿Capturar…? Dónde y qué hacías allí, tú. Los orcos no vienen aquí. No creo que ellos ir a Golthur.
- Drabak: Fui expulsado de mi ciudad… vagué perdido y me capturaron… creo que tendrían las mismas preguntas que tú… pero ellos no sabían negra. ¿Cómo tu sí?
- Hombre misterioso: Aquí yo hago preguntas.
Una voz en un idioma extraño llegó de fuera de la tienda. El hombre misterioso se alzó, cruzó unas palabras con sus compañeros (los cuales se sentaron arma en mano y se pusieron a vigilar) y se marchó de la estancia. No sin antes girarse y decirle a nuestro orco:
- Hombre misterioso: Bienvenido a Shaunt… Orco.
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