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La familia Thrixius, de la que Sirix es el único descendiente vivo, era una pacífica familia takomita. Durante los primeros 8 años de su vida, el pequeño Sirix era feliz. Sus
padres, fervientes adoradores de Eralie, educaban a su hijo con todo el amor que cualquier niño pudiera desear.
Pero una fría noche de invierno, mientras la familia contaba historias junto al fuego, la puerta de la modesta casa en que vivían súbitamente salió disparada en pedazos y por el
hueco dejado por ella entró un ser de tamaño descomunal. Un demonio menor había logrado entrar a Takome. Uno particularmente cruel y con ganas de divertirse.
Los padres de Sirix corrieron hacia el monstruo, intentando interceptarlo, pero este, con un simple gesto de una de sus afiladas garras, lanzó una flecha de fuego directamente
hacia ellos, sin dejar más que restos carbonizados. El niño observaba todo petrificado, sin poder reaccionar. El demonio se acercaba a él y lo único que podía hacer era mirar
horrorizado lo que quedaba de sus padres. De repente, como salido de la nada, un rayo de cegadora luz himpactó en la espalda del horrible ser, haciéndolo caer hacia adelante.
-No podré controlarlo mucho tiempo, huye! -Gritó una voz familiar. Era uno de los aclamados cruzados de Eralie. Sirix no lo pensó mucho. saltó por la ventana y corrió hasta perder
de vista su casa, a la que jamás volvería.
Se acurrucó en un frío y oscuro callejón, temblando, creyendo ingénuamente que allí el demonio no podría alcanzarlo. Pero, aunque no tenía forma de saberlo, ya había huido de los
cruzados y había vuelto al bolcán que era su hogar. Intentó conciliar el sueño, pensando que así al menos por una noche dejaría de recordar la horrible muerte de sus padres,
dejaría de torturarse con el sentimiento de culpa que lo abrumaba cada vez más, de sentir la impotencia que le pproducía no haber hecho nada para intentar salvarlos aún sabiendo
que un niño de 8 años nada habría logrado contra el poder de un demonio. Pero de nada servía. Ellos jamás volverían. Comprendió que solo una cosa podría alibiar al menos un poco su
carga. Los vengaría. Se entrenaría hasta conseguir ser lo suficientemente fuerte para matar a ese monstruo, aunque fuera lo último que hiciera! Cuando al fin después de largas
horas logró dormirse, volvió a vivir en sueños todos los sucesos de la noche anterior…
el niño despertó sobresaltado al oír fuertes pisadas detrás de él. Asustado, se volvió hacia el sonido. Lo reconoció por la armadura y su montura, un enorme león de batalla. Era un
paladín de la poderosa fortaleza de Poldarn, un amigo de su padre.
-¿Sirix? -Preguntó sorprendido al reconocerlo. -¿Qué haces ahí? Deberías estar en tu casa, con tus padres. Los cruzados dicen que vieron a un demonio por las calles, no es seguro
que estés al descubierto…
-se calló al ver la repentina palidez del niño que, intentando contener las lágrimas, le contó lo sucedido.
-Quiero ir contigo a la fortaleza terminó, con una expresión de rabia a penas incontenible. Quiero convertirme en un paladín. Quiero vengar la muerte de mis padres y evitar otras,
defender el reino de los demonios.
Diez años después Sirix era, a pesar de su juventud, uno de los mejores soldados de Poldarn. Se había entrenado con más pasión que cualquier otro y se decía que vencerlo era
imposible. Aún así, nadie había logrado entablar amistad con él. Solo Eralie hacía desaparecer su frialdad. Rendía al dios el mismo culto que sus padres y era su fé lo único que
hacía que los sacerdotes lo respetaran, ya que nadie más que sí mismo podía saber en ningún momento qué pensaba, nada más que indiferencia podía verse en su rostro y muchos dudaban
que él realmente quisiera convertirse en un paladín. Solo su procedencia, la amistad de sus difuntos padres con quien lo había llevado a la fortaleza y su increíble habilidad como
esgrimista, que le daba mucha importancia en el ejército, lo mantenían en Poldarn.
Pero la opinión de todos sobre él tuvo que cambiar para bien…
Un día, decidió que había llegado la hora de la venganza. Su único propósito, la meta por la que había entrenado tan duramente y por tanto tiempo. Sabiendo que de ninguna forma el
capitán pondría en riesgo a uno de sus mejores soldados, escapó de la fortaleza al anochecer, cuando la oscuridad no dejaría ver sus movimientos, esquivando con fría cautela
centinelas y caballos. Su león de batalla, ya equipado, lo esperaba en la muralla, que saltó ágilmente y en silencio.
Después de largos días llegó a su destino, el bolcán que habitaba el demonio que tanto sufrimiento le había causado. Pero cuando ya estaba en la entrada frenó en seco. Una criatura
de tamaño descomunal lo esperaba sonriendo malébolamente.
-Alchanar -susurró. La expresión de fría determinación se desvaneció de su rostro, reemplazada por un paralizante terror. elrobador dealmas, el general de los demonios… el que
había permitido que sus padres murieran a manos de uno de sus soldados.
Este pensamiento fue suficiente para sacarlo de su parálisis. Cegado por la hira y aún sabiendo que esa temeridad podría costarle la vida, desenvainó su espada y, extendiendo
silenciosas plegarias a su dios, corrió hacia él.
Varios minutos de lucha encarnizada fueron suficientes para darse cuenta de que era imposible para él vencer al demonio. Solo su agilidad, extraña en alguien de su tamaño, le
permitía esquibar sus constantes ataques. Intentando engañarlo, fingió saltar hacia atrás para evitar sus garras y dio hacia adelante los pocos pasos que lo separaban de la enorme
criatura. Pero no fue lo suficientemente rápido y una de las afiladas garras rasgó su mejilla derecha. el dolor nubló su vista por unos segundos que le habrían costado la vida de
no ser porque sus rezos fueron escuchados. Su brazo derecho se movió a una velocidad inhumana, descargando una letal estocada que, dejando una luminosa estela, decapitó al demonio.
Se dejó caer en el pedregoso suelo, agotado y aún incapaz de creer lo que acababa de pasar. Eralie había tomado posesión de su cuerpo. Lo había salvado de la muerte, matando a su
peor enemigo.
Sonrió, por primera vez en años. La herida en forma de garra ardía en su mejilla y sus músculos estaban poco acostumbrados a sonreír. Pero no le importaba. Se arrodilló y, con
expresión de infinito agradecimiento, juró terminar con su entrenamiento y luchar contra el mal, proteger a quienes como él se veían indefensos ante su amenaza. Juramento que,
hasta ahora, nunca ha dejado de cumplir.
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