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    • athaelae
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      Me desperté sobresaltado en medio de la oscuridad. Al principio no entendía qué estaba sucediendo, pero pronto escuché el sonido de las espadas y las voces de los soldados gritando.

      Yo había pasado los últimos años luchando contra las huestes de Seldar, el dios del Mal, por lo tanto ya estaba acostumbrado a asedios enemigos al castillo de Poldarn.

      Así que me puse mi armadura y monté a mi hipogrifo marrón. Mi fiel compañero de batallas piafaba nervioso a mi lado, listo para entrar en combate.

      “Tranquilo, amigo. Eralie está con nosotros, ¡él nos hará triunfar!”, le dije mientras acariciaba sus plumas.

      Tomé mi lanza, la Esperanza, y mi escudo, el Escudo de la Templanza, y volé hacia el campo de batalla.

      Allí, el Lord Nardiel, el comandante del castillo, me esperaba con su gata Mo a su lado. Él también llevaba su armadura y su espada, listo para luchar.

      “¿Milord, me podrías decir qué está pasando?”

      Nardiel se volvió hacia mí, sus ojos reflejando rabia.

      “Los malditos seguidores de Seldar, otra vez nos están atacando”.

      Mi corazón se hundió en mi pecho. Seldar y sus seguidores habían sido nuestros enemigos durante siglos, y siempre habíamos logrado mantenerlos a raya. ¿Cómo habían logrado infiltrarse en el castillo sin ser detectados?

      El lord me dio unos prismáticos y me señaló a una oquedad en la pared.

      “¿Cuántos son?”, le pregunté mientras me puse a observar el movimiento.

      “60, aproximadamente”. Nardiel se acercó a la oquedad y también se puso a mirar a la agitación. «Son paladines y sacerdotes de Seldar. Han venido a destruir nuestras provisiones. Ya lograron robar oro y alimentos y matar algunos animales”, dijo con una expresión grave en su rostro.

      “¿Y en cuantos estamos?”, pregunté.

      “Actualmente no tenemos muchos en el castillo. El invierno está llegando y la mayoría de los caballeros viajó a por más dinero y comida. Hoy tenemos a 40, listos a luchar”. Nardiel llevaba una expresión seria y a la vez preocupada.

      «Debemos defender el castillo y proteger a los niños y mujeres», dijo el Lord Nardiel. «Nos quedan muy pocos hombres, pero debemos luchar con todas nuestras fuerzas. ¿Estás conmigo, Aelfperd?»

      «Siempre lo estoy», le dije con determinación. «Lucharé hasta el fin para proteger a nuestro hogar en el nombre de Eralie.»

      El Lord Nardiel asintió y gritó órdenes a los soldados que nos rodeaban. Yo volé hacia el frente de batalla, junto con el Lord Nardiel y los demás paladines de Eralie.

      La batalla fue épica, con ambos ejércitos luchando con todas sus fuerzas. Los paladines de Seldar eran fuertes y astutos, pero nosotros éramos valientes y determinados, y luchamos con todas nuestras fuerzas. Sus espadas brillaban por la luz del sol que castigaba a nosotros con su calor. Nuestros golpes se mesclaban con relámpagos rojos, verdes y azules de los hechizos lanzados por los sacerdotes. Explosiones, tormentas de fuego… un festival ígneo sin parangón, nuestro pequeño ejército se esparcía y esquivaba de los ataques, mientras intentábamos golpear a la máxima cantidad posible de caballeros. Yo volaba por la altura de sus cabezas, golpeándolos con mi lanza con dificultad de movimiento por el poco espacio que tenía debido a los hechizos y columnas de fuego que me lanzaban a todo el rato. Cuando me encontré a una posición ventajosa: me situé algo apartado de la batalla, observé como los 30 y algunos más que seguían vivos se iban juntándose y les hice a mis compañeros una señal que os rodearan.

      Todo fue demasiado rápido. Los paladines de Eralie se pusieron en posición, y yo volé a toda velocidad con el pico de mi hipogrifo apuntando hacia los enemigos. Cuando los sacerdotes de Seldar se dieron cuenta de la maniobra y alzaron sus calaveras entonando cánticos obscuros y frenéticos, crucé mis brazos a la altura del pecho y a pocos metros del impacto los abrí, haciendo con que una ráfaga de poder saliera de mi arma y los alcanzara de lleno, envolviéndolos en agua y redención sagrada de Eralie.

      Finalmente, logramos repeler a nuestros enemigos y proteger el castillo. Yo me encargué de conferir si todos estaban muertos, y a los que aún agonizaban, les clavé la lanza en la cabeza antes de quemar sus cadáveres para que no posteriormente se convirtieran en muertos-vivientes.

      Cuando todo hubo terminado, el Lord Nardiel y yo nos encontramos en el patio del castillo, rodeados de paladines agradecidos y adoradores de Eralie. Yo desmonté de mi hipogrifo y me quité el yelmo, sintiendo la brisa fresca en mi rostro sudoroso.

      «¡Hemos vencido!», dijo el Lord Nardiel, con una sonrisa de triunfo. «Eralie nos ha protegido y hemos logrado defender nuestro hogar.»

      «Así es. Hemos sido afortunados», dije yo, inclinando la cabeza hacia el Lord Nardiel. «Pero debemos estar siempre preparados, porque Seldar no descansará hasta que tenga el control de todo lo que aún no domine…”

      El suelo seguía encharcado y varios guerreros estaban poniendo las cenizas de los muertos en sacos de tela.

      “Rápido con eso, hombres”, ordenó Nardiel, “cuando hayan limpiado todo, quiero que tiren toda esa mierda en el océano profundo”.

      “Perdón, lord comandante…”, dije mientras me acerqué a él “… ¿pero no será mejor que enviemos a Dendra los restos de sus muertos? Así podemos decirles lo que pasa a quien intente profanar el suelo del bastión del bien y el nombre de su dios”.

      “No eres tú quien ordenas en este castillo, Sir Aelfperd. Pero sí, tienes razón”, el comandante se volvió hacia los que estaban recogiendo los restos de los cadáveres carbonizados, “cuando terminen con esto, quiero que envíen las cenizas a Dendra. Que los opositores del bien sepan lo que pasa a aquellos que desafían a Eralie”.

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