Inicio Foros Historias y gestas Intentando no perder el norte… en el norte

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    • leiriel
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      Puente sobre el Río Derebar
      Lo que antaño fue la débil y endeble pasarela del río Derebar es hoy un puente en condiciones. El Sendero de la Negra Sangre se ensancha para abarcar toda la magnificencia de un
      puente de piedra de unos ocho metros de longitud, que apenas llega a levantarse un metro y medio sobre el nivel del sendero. Bajo el puente puedes ver el río Derebar, cuya muerte
      en el lago de Cristal se produce en dirección noreste, a escasos metros de aquí.
      Argan está en cuarto menguante.
      Velian está en cuarto menguante.
      Las lunas con su escasa luz rielaban en las aguas del río cuyo nombre ignoraba. Leiriel estaba sentada sobre el muro del puente, de espaldas al bosque por el que había transitado mientras lucía el sol. En realidad, no sabía cómo podían llamar bosque a semejante erial de árboles muertos y cenizas. Bien mirado, tampoco era de extrañar habida cuenta de los habitantes que poblaban la fortaleza de Golthur y los alrededores. Sin pretenderlo, se había metido en ella buscando resguardo de una granizada, y entre fascinada y asqueada, había recorrido sus pasillos en busca de no sabía qué.

      El lugar era horrendo, aunque contaba con espacios de una casi incoherente magnificencia. Por primera vez vio a los orcos y recordó las chanzas que el semielfo le había dirigido en su encuentro de hacía unos días en Anduard. No terminaba de comprender su misión, su presencia, aunque, sorprendentemente, entendía algunas palabras de su gutural idioma. Los tenía por seres infames de insaciable sed de sangre y, sin embargo, parecían defender aquel bastión de a saver qué o quiénes, y no le habían causado ningún daño, solo la miraban, no sabía si con desdén, lascivia o rencor.

      Ciertamente, todo era relativo en la forma de ver la realidad, Leiriel se daba cuenta de ello, y este conocimiento complicaba todavía más el poder comprender de qué hilos estaba hecha la verdad que andaba buscando.

      Recorrió la fortaleza, finalmente extraviada, en su afán de conocer. Subió a torres y bajó a catacumbas y finalmente, la necesidad de volver al exterior se convirtió en urgencia, asfixiada de olores repugnantes, desorientada por sonidos que ponían los pelos de punta y con la vista saturada de imágenes sangrientas.

      Se apresuró por los corredores laterales, espiando la posición de los pocos rayos de luz que penetraban en aquel sitio de por sí oscuro para orientarse y consiguió por fin dar con la salida norte.

      Corrió en busca de lo que había oído nombrar como Bosque Baldío, pero resultó ser un paraje tan desolado como la propia fortaleza sucia y medio derruida por uno de sus costados. Aquello le dolía, le dolía como si le asestaran una puñalada. Era naturaleza muerta, ahogada, sofocada de gris y negro, si bien era cierto que había sido asolada por una gigantesca naturaleza viva, el volcán que humeaba al este y que por lo visto lo había destrozado todo hacía tiempo. Reconocer aquel poder en cierto modo la ayudó a congraciarse con la desolación que la rodeaba. Leiriel contempló el río, resuelta a no dormirse en aquel sitio, sentada allí, abrazada a sus rodillas.

      Fue por eso que los pensamientos volvieron como una avalancha. Rememoró el encuentro con Gyrlass. El semielfo había pasado de la actitud amenazante a una cercanía poco natural, o cuando menos, suficientemente extraña como para que ahora ella se estuviera haciendo preguntas insidiosas. ¿Por qué alguien que la incitaba a matar, a odiar, a no creer en nada de lo que llevaba mucho intentando asimilar y comprender, incluso formar parte de ello, se mostraba tan cercano? ¿Por qué compàrtía con ella sus objetivos, sus intenciones? ¿Era acaso porque pretendía convertirla en algún tipo de herramienta? ¿Quería captarla para sus propósitos? Se lo había dicho llanamente: puedes unirte a la lucha. ¿Por qué quería que luchara contra algo que ni siquiera conocía? Sí, de nuevo sus pasados tenían paralelismos que no se podían eludir pero, ¿bastaba eso para dejarse llevar por alguien con quien apenas llevaba unos momentos hablando?

      Leiriel negó con la cabeza. En algo tenía razón: la ciudad no era su lugar, pero ¿y todas sus restantes aseveraciones? Ella no deseaba odiar sin motivos, no quería convertirse en una renegada, si era esa la palabra con que los demás definían a personas como Gyrlass. Por unos instantes se había dejado llevar al sentir que él comprendía sus sentimientos acerca de la comunión con la naturaleza, no solo que los entendía sino que parecía darles respuesta, dotarlos de la explicación que andaba buscando, respondiendo las dudas que se había planteado al respecto. Había sido como una de esas imágenes que se reflejan en las superficies cristalinas de las aguas, hermosa solo por ser capaz de reflejarse en ellas, pero que siempre siempre se rompen, se dispersan en miles de pequeños pedazos hasta desaparecer.

      Ahora, con la noche alrededor, ya nada tenía el mismo sentido, la imagen de Gyrlass se rompía y desaparecía junto con sus palabras. Leiriel se pasó la mano por la frente y se estremeció. Aquel roce con los labios la había catapultado a su más tierna infancia. Quizás su madre había sido la única persona en toda su vida que la había besado y para ella, un beso, era algo casi sagrado. Ahora tenía como la sensación de haber recibido una baya desconocida que es mejor no saborear. El contacto de las manos de Gyrlass en sus hombros y su beso la habían dejado sin palabras, casi intimidada. Nadie podía tener la libertad de tocar así a otra persona solo por haber cruzado unas cuantas frases.

      Se acordó de Avendrok, que tampoco tuvo reparo en sujetarle las manos y que, además, le había hablado de un tal Gyrlass. Había intentado tocar la mano que le tendía, había rozado el hombro de Gyrlass en un esfuerzo por saber cómo se sentía aquello, cómo era comunicarse a través de la expresión del tacto. Ella siempre había sido reacia al contacto físico, y ambos hombres la habían tocado sin apenas conocerla. Le vino a la mente la imagen de Alembert. Él nunca había hecho algo así y parecía comprenderla sin más, sin tratar de imponer sus criterios sobre la vida o sobre lo que debía o no hacer.

      Hacía bastante frío, pero Leiriel sintió la necesidad de sumergirse en el río. Saltó al suelo y exploró los alrededores. No había nadie. Poco a poco se fue desnudando bajo la suave luminosidad nocturna. Dejó la ropa bien colocada en el muro, calculó la profundidad del agua observando las sombras y los contornos del cauce y se zambulló. El río la abrazó, se sintió revivir, y mientras pudo mantenerse bajo el agua, permaneció allí, moviéndose solo lo necesario para que la escasa corriente no la alejara del lugar, disfrutando de la caricia en su cuerpo. Cuando emergió, sintiéndose renovada y limpia, vio que no podría subir al puente y nadó hasta conseguir la orilla. Fue allí donde descubrió un fardo medio roto. Volvió a estudiar el entorno pero no vio a nadie y, tiritando, lo tomó para revisarlo.

      Ya en el puente, vestida, y cuando dejó de temblar de frío, estudió el contenido del hatillo. Había una especie de puñal que parecía de buena manufactura, un pergamino cuyas runas era incapaz de descifrar y otro documento muy parecido al que le entregaron cuando consiguió comprar su bote. A la escasa luz, comprobó que era una escritura, en efecto, y asimismo parecía la de alguna especie de navío.

      Leiriel lo guardó todo mientras tomaba una decisión. Si al amanecer nadie aparecía buscando o reclamando algo perdido, ella sería la propietaria de lo que había encontrado.

      Recuperó su lugar sobre el muro, volvió a abrazarse las rodillas y se empeñó en practicar adurn para no dormirse.

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