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    • Nherzog
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      Gohla se personó ante su comandante dispuesta, como de costumbre, a acometer toda misión que le fuera encomendada. Guerrera de renombre entre las filas de la Santa Cruzada de Eralie e integrante de los afamados Cuerpos de Reconocimiento y Exploración de la misma, se distinguía por su osadía y obstinación cuando de cumplir el cometido estamos hablando.

      • He recibido su citación, mi Comandante ¿cuándo desea que partamos?
      • Con calma mi fiel Gohla –dijo a la par que sonrió levemente apaciguando los ánimos de la guerrera-…me temo que esta vez la expedición debe ser algo más “discreta”, contigo será suficiente.
      • Entiendo -asintió, recomponiéndose-, se podría decir que si me interceptan esta conversación no ha tenido lugar ¿correcto?
      • Digamos que ningún miembro de la Cruzada ha sido autorizado para incursionar en la zona en cuestión… pero en caso de hacerlo, deberá buscar la senda más discreta para llegar al Bosque Impenetrable a través de Wareth Oriental.

      La joven hizo una profunda reverencia y se retiró a sus aposentos, con el fin de preparar sus pertenencias, pues no sería la más arriesgada de las misiones, pero tal vez si la más tediosa y solitaria de ellas.

      Al alba, con la puesta de una menguante Argan y una Velian que se resistía a abandonar el firmamento, partió del Bastión de Plata, bordeando su costado occidental hasta desaparecer en el cercano Bosque de Orgoth.

      Apenas 15 jornadas transcurrieron desde su partida, encontró un rastro en algo que antojaba ser una senda, unas huellas que por profundidad y tamaño parecían de un ser liviano, de estatura superior a la suya y una zancada considerable. Por la zona debía de tratarse de un humano, o raza de origen élfico y por lo descuidado en ocultar sus marcas, sin duda no estaba familiarizado con el arte del subterfugio. Transcurridas dos noches, consiguió avistar una sombra, junto a unos frondosos árboles, en un improvisado claro, en las cercanías de una pequeña hoguera. Sin duda era un semi-elfo, demasiado escueto para ser un elfo, demasiado alto para un humano, con una serie de ropajes de piel y apenas un par de floretes en su cinto como único equipaje. En menos de un parpadeo una afilada hoja rodeaba su cuello y la respiración de Gohla se entrometía en el pabellón auditivo de tan esbelto varón.

      • Tus armas, al suelo, despacio y sin alardes, o no vivirás para presenciar otro amanecer.
      • No tengo intención de causaros mal –respondió en un perfecto adurn el semi-elfo-.
      • Entonces simplemente tíralas y arrodíllate.
      • Como desees –añadió mientras cumplía con las demandas de la humana y retiraba sus ropajes para dejar sus sables, dejando entrever un pequeño broche pardo con forma de hoja-.
      • Ese –acertó a decir mientras reconocía a la perfección el broche- … ¿Eres seguidor de los caminos de la luz?
      • Eralie guía mis pasos, si es lo que cuestionas.

      Gohla retiró el arma de su pescuezo y ayudó al joven a incorporarse.

      Tras ese primer encuentro fugaz, Gohla y Hagalnae –que así se llamaba el mestizo- acordaron proseguir su camino de manera conjunta, en tanto los fuera posible seguir con sus respectivas misiones. Su relación se fue haciendo cada vez más estrecha y la soledad del bosque propiciaba un marco singular para que su relación discurriera por nuevos derroteros.

      Pasaron los largos días de verano y ya lejos parecían sus objetivos, con Gohla en avanzado estado de buena esperanza, cuando se toparon con una majestuosa ciudad en medio de la espesura del bosque. Hagalnae sonrió al reconocer tan espléndida estampa. Apresuraron su caminar con intención de entrar en la ciudad, cuando dos guardias se interpusieron ante ellos, el semi-elfo se adelantó a Gohla, y con expresión pausada se dirigió al encuentro de los elfos, quienes tras reconocerlo relajaron su pose. Tras conversar y discutir airadamente con ellos, el joven se volvió con rostro contrariado, a la par que los guardias retornaban a sus posiciones.

      • Me temo que no somos bien recibidos en estos momentos –dijo tratando de ocultar sus emociones-.
      • Se debe a mi condición ¿no es así? ¿Una humana no tiene cabida en sus muros? Pues proseguiré con mi camino sin necesidad de su hospitalidad –añadió enfurecida, aunque con apreciables gestos de malestar por el peso adicional en su vientre-.
      • En realidad, de eso tenemos que hablar…. No te ofrecerán cobijo en su ciudad, pero tampoco permitirán que vuelvas para revelar su ubicación. Son conscientes de tu estado y te han ofrecido protectorado en uno de los poblados cercanos, allí estarás a salvo y podrás vivir en paz, lejos de las disputas de los humanos.
      • ¿Podré? ¿Acaso esto –señaló a su abdomen- es solo asunto mío?
      • Me temo que parte del acuerdo incluye mis servicios como contrapartida, sin embargo, volveré y en mi ausencia un buen amigo cuidará que no te falte de nada, tomando a esa criatura como propia llegado el caso. Ten esto, –acercó el broche en su mano-, espero que el tiempo hasta mi regreso se haga más llevadero con el símbolo que nos unió.

      Gohla tomó el broche y sin mirar atrás, se dirigió al bosque, siguiendo las indicaciones que le había proporcionado, tras a ella, apareció la silueta de un ágil edhil que descendió de una de las copas más frondosas.

       

       

      Elaissidil correteaba ociosa por la aldea junto a otros niños, con unas pequeñas armas de madera que Gohla le había confeccionado y que junto a Kaeledhil –su marido- utilizaban para entrenar a su pequeña. Diestra en el uso de las armas, desde tan temprana edad, sigilosa y escurridiza como una ligera brisa y de carácter tempestuoso como el ojo de un huracán, se podría decir que no cabía duda que era hija de sus padres.

      De repente, una bandada de pájaros sobrevoló el poblado, como huyendo de algo o tal vez de alguien. Un ensordecedor ruido metálico, grave, proveniente de la parte noroccidental se fue haciendo cada vez más patente. Un silbido, señal de alarma para estas situaciones, se dejó escuchar en toda la zona y todos allí entendieron la situación. El avance del ejército imperial se había intensificado en las últimas fechas y era solo cuestión de suerte que esquivaran el poblado en su avance hacia el sur. Los más hábiles con los arcos tomaron posiciones elevadas, sobre los frondosos árboles de hoja perenne, mientras que los guerreros buscaban sus más mortíferas armas. Kaeledhil fue de los primeros, equipado con su arco gran de dura madera. Gohla, de los segundos, pero consiguió posponer su incorporación a las defensas lo justo para dar las últimas instrucciones a la joven Elaissidil.

      • Sabíamos que esto podía pasar cualquier día, así que actúa como hemos ensayado, sin distracciones.
      • Pero yo también puedo…
      • Tú también nada –interrumpió tajante-, ponte a salvo y aplica nuestras enseñanzas.
      • ¿Vendréis?
      • Haremos todo lo posible porque así sea, pero si no lo es, toma, lleva esto contigo –sacó del interior de su capa un pequeño objeto metálico, con forma de hoja y color parduzco-, dirígete al sur y mantén siempre el río cerca de tu camino. Cerca de las costas sabrás que hacer con esto –miró por última vez el broche con nostalgia-.
      • De acuerdo. Os esperaré… acabad con esos malditos dendritas –gritó en un arranque de carácter-.

      Gohla elevo su mirada al cielo, como buscando el beneplácito de un ser superior, contempló los últimos pasos de Elaissidil antes de introducirse en la espesura del bosque y, agarrando sus armas con determinación, se dirigió a las barricadas.

       

      Cuando abrió los ojos, habían pasado varios días, sus maltrechos ropajes reposaban en un jergón, junto al catre improvisado de la pequeña vivienda. Rápidamente, y contra lo que su cuerpo le pedía, se incorporó para inspeccionar su desgastada capa, palpando el forro en el costado derecho hasta encontrar una pequeña hendidura, de ella, pudo sacar con facilidad un pequeño broche metálico.

      Al escuchar cierto movimiento, una anciana con ligeros aires élficos se introdujo en la cabaña, para comprobar el estado de la pequeña. Sin duda sorprendida por verla en pie, se apresuró a comprobar que se encontraba bien, pues solamente podía apreciar su figura desde su parte trasera.

      • Niña, debes descansar.
      • ¿Qué hago aquí…? –trato de articular Elaissidil- mientras intentaba ocultar el broche, pero con cierto tono de verosimilitud en sus palabras, pues no lograba recordar cómo había acabado en aquel cuarto-.
      • Te has desplomado ante nuestro poblado, con claros síntomas de desnutrición y alguna que otra herida de mal aspecto. Será mejor que descanses.
      • Me encuentro bien, solamente con algo de hambre y un ligero dolor de cabeza.
      • Me alegro, eso podemos solucionarlo en la cantina, acompáñame.

      Elaissidil siguió a la anciana cuando de repente, al salir de la cabaña contempló un gran árbol en el centro del poblado, de una gran belleza, pero lo que más le impactó fue la forma y color de sus hojas, que se esparcían por el suelo en sus cercanías. Rápidamente tomó su broche para verificar que se trataba del mismo tipo de hoja. Este impulsivo gesto había despertado la curiosidad de la anciana, que, tras contemplar con detenimiento, se vio sobresaltada al ver el broche.

      • Ese broche… Ese broche es el viejo símbolo de los emisarios del poblado, únicamente ellos portaban esas piezas ¿dónde lo has obtenido? –preguntó a medio camino entre el recelo y la curiosidad-.
      • Mi madre me lo entregó, me dijo que perteneció a mi padre, que me garantizaría un lugar seguro en su aldea natal, pero no logro entender… mi padre creció en nuestra aldea…
      • Cambio de planes, la comida tendrá que esperar, debemos presentarnos sin más dilación ante la alcaldesa del Poblado, ella sabrá cómo tratar este asunto.

      El funcionario dio paso a las dos semi-elfas a las estancias reservadas para el Consejo, allí Elarin les esperaba, ávida de conocer que asunto requería de sus conocimientos.

      • Saludos alcaldesa, perdone la molestia, pero creo que tengo un asunto del que debe conocer.
      • Saludos Anhakl, no es necesario que te disculpes, mi labor es para servir al poblado en lo posible. ¿De qué estamos hablando pues?
      • Esta joven se presentó hace unos días en nuestras puertas –indicó señalando a Elaissidil -que se mantenía en su retaguardia- casi desnutrida, en un estado bastante lamentable y fue atendida por nuestros guardias.
      • Entiendo ¿conocemos su procedencia o qué asuntos la traen por estos parajes?
      • Ese es precisamente el motivo de nuestra visita, cuando nos disponíamos a comer algo en la taberna, la chica, al contemplar las hojas sacó un broche –Anhakl indicó a la joven que mostrase el objeto a Elarin- que de seguro le es conocido.
      • La Hoja! –exclamó- esa hoja es el antiguo símbolo de los emisarios, únicamente tres personas han portado estos broches y a dos de ellas las he enterrado con mis propias manos. Puedo asegurar que ese broche pertenece a nuestro consejero Hagalnae Wyn’ryel, ahora en misión diplomática.
      • A eso iba –interrumpió la anciana-, esta joven asegura que el broche se lo dio su madre indicándole que era de su padre…
      • ¿Su padre? Acércate –inquirió a la joven-. ¿Qué edad tienes?
      • Aún camino de la decena –dijo con pueril bravuconería-.
      • Si fuera cierto esto que afirmas… Hagalnae…su misión en la tierra de los elfos… Esperaremos a su llegada para ver que luz puede arrojar sobre este asunto, mientras tanto, te proporcionaremos todo lo necesario para que crezcas como cualquier otro joven del poblado, en Veleiron nadie es forastero si viene con buenas intenciones.

       

       

      Elaissidil pasaba sus días en los viñedos haciendo pequeñas incursiones en las malvadas tierras de los espantapájaros, golpeando a los mismos con sus inseparables cadenas hasta hacerlos perecer. Era común verla junto a un joven con el que había entablado cierta amistad, un semi-elfo que solía portar una espada que casi duplicaba su tamaño, con un toque cómico a la par que letal. Crysgath, que así se hacía llamar, fue de los primeros en acoger con los brazos abiertos a una joven y desorientada semi-elfa que había aparecido en el poblado como por arte de magia. Se ofreció para entrenar junto a ella en la academia de la guerra, practicar la fe en la pequeña capilla del pueblo al menos un par de veces por semana y visitar de cuando en vez la pequeña taberna.

       

      Poco a poco se fueron haciendo inseparables compañeros de escaramuzas, ambos con un sigilo impropio de un ser que camina, más bien parecía que flotasen por la levedad de sus pisadas y el silencio que dejaban a su paso. Compaginaban sus aventuras con pequeños encargos en los viñedos, el muelle o incluso en la orilla del río, junto a su desembocadura.

       

      Un día gris de invierno, vieron llegar al puerto un pequeño velero, sin muchos ornamentos, pero de noble madera y que portaba una pequeña hoja como emblema en su vela mayor. Los chicos se apresuraron a correr al muelle, como de costumbre, para matar la curiosidad de quién habría llegado al poblado y si lo conocerían.

       

      Un joven semi-elfo se encontraba con rostro serio en el cantil, cuando otro semi-elfo, de edad avanzada, se acercó a él y lo estrechó entre sus brazos. Éste había descendido por la pasarela del velero hasta juntarse con él y fundirse en la ya mencionada escena. Ambos aparentaban tensos y, desde la distancia, los jóvenes consiguieron ver un intercambio de reproches y respuestas, sin llegar a conseguir descifrar a qué se estaban refiriendo.

       

      Al día siguiente, Elaissidil fue convocada por Elarin al domicilio de los Wyn’ryel, una gran casa situada en la zona sudoeste del poblado, perteneciente a una acaudalada familia de artesanos que habían ostentado durante generaciones el honor de servir a su pueblo en calidad de consejeros y diplomáticos. Al llegar fue recibida por los dos semi-elfos que había presenciado en el muelle. Al llegar, Elarin alzó la voz.

       

      • Saludos Elaissidil, me alegra disfrutar nuevamente de tu presencia, únete a nosotros.
      • Saludos, también me alegro de que volvamos a vernos.
      • Este es… mi hijo, Kelshsil,–dijo el semi-elfo de más avanzada edad, mientras los cuatro se adentraban en el patio interior, camino de una pequeña sala más íntima- afamado guerrero danzante, y orgullo de los nuestros –añadió finalmente fijando sus ojos en la ya no tan pequeña joven-.
      • Un placer conocerle -dijo Elaissidil mientras hacía una ligera reverencia hacia el joven semi-elfo.
      • Y este, Elaissidil -prosiguió Elarin- es nuestro consejero… Hagalnae Wyn’ryel.
      • Entiendo –respondió con tono solemne Elaissidil, mientras escudriñaba cada gesto del avejentado bardo-.
      • Intuyo por tus palabras que has entendido el motivo de mi invitación, aunque sabes que siempre eres bien recibida en mi hogar.
      • Supongo que estamos aquí para esclarecer por qué yo tenía… bueno o soy…
      • Mi hija –dijo Hagalnae, interrumpiendo bruscamente las duditativas frases de Elaissidil-. Mi hijo me ha puesto al tanto de tu situación, pero sin duda, ese rostro, no necesito ver ningún broche, ninguna hoja ni documento para identificar la viva figura de tu madre en tu cara.

       

       

      Crysgath repasaba la situación una y otra vez en su cabeza, a la par que recolocaba cada objeto de la estancia con claro gesto de desaprobación. No tardaría en llegar Elaissidil y la ocasión no merecía fallos. A lo lejos escuchó a una vecina saludar y, conteniendo sus nervios, apretó sus nudillos, tragó saliva y se colocó frente a la puerta.

      Elaissidil entró en su casa, como de costumbre, portando una cesta con algunos alimentos. La estampa que contempló pue la de un apuesto semi-elfo, tembloroso, sudando, hecho un manojo de nervios rodeado de flores en medio de su salón. No dudó en emitir una sonora carcajada que descompuso la expresión de Crysgath, más preocupado por las formas que por su mensaje en estos momentos.

      • ¿Pero esto qué es?
      • Pues…pues … yo … quería saber si…
      • Espera, ¿esta es tu idea de una declaración romántica….?
      • Sabes que a mi estas cosas…-dijo mientras parecía cambiar su tono de nerviosismo por decepción-.
      • Tranquilo, sé que estas cosas no son “nuestras cosas” –se acercó con una mirada cómplice al joven explorador, tratando de tranquilizarlo-.

      Él ayudó con la carga a la joven, mientras ella se volteaba para cerrar la puerta, evitando así las indiscretas miradas de algún curioso que pudiera estar al acecho.

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