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AnónimoInactivo24 agosto, 2020 a las 23:08Número de entradas: 175
La antípoda oscura es un gigantesco complejo subterráneo donde no llega la luz solar. En ella, las ciudades se alzan como colosos de obsidiana que se pierden en la oscuridad de las galerías subterráneas. Las calles son iluminadas por los fuegos fatuos, dando una falsa apariencia de seguridad. No recuerdo en absoluto ni la imagen ni el olor de aquel lugar y lo poco que se, es por lo que me han contado.
Una familia cayó en desgracia en aquellos tiempos. Esta es su historia.
Todo empezó cuando el patrón de una familia bien situada en la jerarquía social de la ciudad de Ched-Nasad tuvo su segunda hija hembra. Bien es cierto que una hembra es señal de fortaleza para una casa, ya que los varones aspiran a alcanzar las máximas cotas de poder… pero dado el sistema fuertemente matriarcal, estas aspiraciones se ven frenadas drásticamente y se reducen a luchar por ser el mejor en aquello en lo que basan su vida: Luchar. Sin embargo, aquel patrón quería un hijo varón a toda costa, algo que la diosa Lloth aún no le había concedido.
Tal fue el desespero por criar un varón, que decidió acudir a una bruja poco conocida con la esperanza de poner remedio a aquella situación. La invidente hechicera, de aspecto desaliñado y sonrisa torcida, le ofreció un pacto con espíritus del averno al mando de Kiaransalee, la que nunca olvida. Un varón exigía un sacrificio a cambio. Le ofrecía un hijo a cambio de entregar una de sus dos hijas, la mayor o la menor indistintamente.
Enloquecido por la idea el patrón robó por la noche de su cuna a su recién nacida hija y envuelta en paños de lino la llevó a las fosas del olvido, un complejo cavernoso subterráneo lleno de pequeños lagos estancados ocupado por parias, enfermos y saqueadores exiliados, donde el hedor a muerte y traición es tan presente como las miradas a través de la oscuridad. Allí, dibujó un círculo con sangre y pintó runas antiguas en las paredes. Encendió unas antorchas, incienso y abandonó al bebé a merced del mal que se haría presente.
Cuando la matrona de la casa fue avisada por una de sus sirvientas, enloquecida, mandó buscar a su marido y a la criatura. Exploradores y rastreadores partieron de inmediato por toda la cuidad en busca de la pequeña, pero fue uno, el que la halló en las fosas siguiendo el rastro de su padre.
Las luces de las antorchas dibujaban sombras en la caverna y la mirada de criaturas de la suboscuridad se hacía presente en aquel lugar, sin llegar a acercarse demasiado por temor a lo que allí estaba ocurriendo. Las sombras empezaron a tomar forma humana y extendiendo sus brazos, lentamente, se iban acercando a la pequeña.
Fue entonces cuando el aventurado explorador saltó y agarrando con un brazo a la pequeña y con otro una antorcha, blandió el fuego alrededor de ella, ahuyentando las sombras, las cuales temerosas reculaban, pero sin llegar a desaparecer. Sobrevenido por aquella situación, nuestro aventurero arrojó la antorcha y empezó a correr hacia alguna dirección sin concretar, buscando algo, tras las sombras que le perseguían silenciosas.
Cientos de metros de carrera y la fatiga hizo mella en él. Finalmente, llegó a un río subterráneo poco conocido y tras meditarlo, agarró con sus manos una pequeña balsa medio improvisada oculta tras unas rocas de troncos roídos fuertemente atados, puso allí al bebé, rezó a la Diosa Araña y con un suave empujón, se despidió de esta deseándole lo mejor para ella.
Las sombras alcanzaron al explorador en la oscuridad de aquel lugar, introduciéndose por sus orificios nasales, boca, oído, ojos… asfixiándole y provocándole una muerte dolorosa y lenta, absorbiendo toda su esencia y marchitándole la piel como una flor en el desierto.
La familia de la pequeña fue maldita. Él, decapitado en sentencia firme por su acto y por pacto con lo prohibido. La matrona y su hija, asesinadas inexplicablemente en el silencio de la noche por fuerzas incomprensibles, de las cuales ya nadie prefiere recordar. Y es que Kiaransalee nunca olvida una ofensa.
La pequeña navegó a lo largo del río durante horas, hasta desembocar en un lugar completamente cegador. Fue su llanto lo que alertó a una familia humana de pescadores, los cuales la recogieron y al ver su pálida tez y la perfección en su rostro, se sintieron bendecidos por sus dioses con aquella criatura. Nada más lejos de la realidad, se habían arrojado a su propia maldición, pero todavía no lo sabían.
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AnónimoInactivo24 agosto, 2020 a las 23:31Número de entradas: 175
Parte 2. La luz del sol es cegadora.
La luz del sol es cegadora, solía repetir. No era una niña habitual. No solía salir a jugar con los otros niños, permanecía reservada, encerrada en su alcoba. Lo único que le fascinaba del exterior era el vuelo de las mariposas y los insectos en épocas otoñales, cuando el sol no era tan fuerte.
Fue entregada a una joven pareja de pescadores sin hijos como una bendición. Criada bajo la costumbre de los humanos de aquel lugar, aprendió el idioma local. El sacerdote que visitaba la aldea semanalmente, dedicaba unas horas a los menores a enseñarles a leer y escribir. Distinta a las demás de su edad, aprendió con suma precisión y rapidez ambas artes, lo cual no era muy común.
En algunas ocasiones, despertaba en mitad de la noche empapada en sudor y llanto. La imagen de sombras tenebrosas y la mirada fulgurosa de una extraña criatura malvada la atormentaban. Sus padres, corrían hacia su habitación para calmarla entre abrazos y sollozos. Los vecinos, entendieron con el paso del tiempo que quizá no se trataba de una bendición, sino de algo mucho peor. Pero no por ello fue poco amada por su familia, más bien al contrario. Ella, sin embargo, nunca mostró signos de afecto claros o amor hacia sus progenitores adoptivos.
Una noche cualquiera, un rayo impactó en el campanar de la iglesia, creando un pequeño incendio y resquebrajando la campana por completo. Aunque fue algo fortuito y nadie le dio la mayor importancia, el sacerdote lo interpretó como un aviso. Las voces fueron corriendo y lo que en su día fue desconocimiento por aquella extraña criatura, con el tiempo, se convirtió en temor. Y ya sabemos que las personas, cuando temen algo, tienden a destruirlo.
Presionados por los aldeanos y el propio sacerdote, el pueblo incitó a la familia a que abandonaran a la menor o se marcharan con ella. Encendidos por la furia y el temor, con antorchas en sus manos y expresiones de odio infundado, se presentaron en la casa de la familia y los presionaron bajo amenazas. Así fue como la familia de pescadores abandonaron su hogar, el que tantos amaneceres había pintado sus paredes frente al mar de los colores anaranjados y azul del oleaje. Vendiendo lo poco que tenían para comprar un carruaje, emprendieron un viaje hacia tierras más prosperas, hacia el noro-este.
No volvieron a saber de aquel pueblo costero. Lo último que descubrí en mis aventuras, fue un terreno árido y desierto, como si un gran huracán de furia y llama hubiera azotado la zona y barrido con todo. Cerca del mar, entre las escarpadas rocas hay una estatua de roca ya envejecida y llena de moho de una familia abrazando a su hijo con expresión de pánico y desesperación. Nadie sabe que hace allí ni que simboliza. Los aldeanos de los pueblos cercanos no recuerdan ningún pueblo pesquero allí y los más ancianos del lugar… enmudecidos en sus pensamientos, prefieren no recordar. Como si una ventisca de amnesia hubiera barrido el territorio, nadie recuerda nada.
- Aesiria toma con sus dedos un poco de tierra, la deshace entre las yemas de sus dedos y la huele.
Un olor familiar le viene a la mente al cerrar los ojos. El ruido de las gaviotas, la luz del sol cegadora y el olor a salitre. Las velas lejanas de las embarcaciones de la costa y los marineros con sus catalejos buscando nuevas rutas. El color anaranjado del sol poniéndose en el horizonte, ya para nada cegador. El vuelo de algunas mariposas cerca.
Pero allí no hay nada, solo tierra y mar. Se levanta y prosigue su camino, dejando el rastro de sus pisadas en la arena de la playa. Y aquella extraña estatua, demasiado pesada como para ser traída hasta allí y demasiado bien elaborada como para ser esculpida en el agua, en una cala entre las escarpadas y peligrosas rocas costeñas. Mas bien parecían personas desesperadas por huir, convertidas en roca por la mismísima mirada petrificante de algún ser antiguo.
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AnónimoInactivo25 agosto, 2020 a las 13:57Número de entradas: 175
El valor de la palabra
- Aesiria descarga su pesada bolsa de viaje a un lado de la polvorienta carretera y observa la muralla de Anduar. Recorre lentamente el camino que en su día hizo de niña, paso a paso, pisando las mismas baldosas que sus pequeños pies recorrieron.
Aesiria y su familia llegaron a Anduar. La Carabana de alquiler los dejó a escasos metros de la muralla, en una zona poco transitada. Allí, avanzó cogido de la mano de sus padres hacia uno de los arrabales.
La vivienda adquirida no era para nada lujosa, pero les daba para vivir. Durante el día pasaba encerrar en su habitación, leyendo libros de aventuras de autores poco relevantes. Por las tardes, paseaba entre las estrechas calles llenas de tenderetes improvisados de donde colgaban ropas varias de los vecinos.
En una ocasión, dando una vuelta por la muralla exterior, observó una especie de carruaje aparcado a un lado. A unos cuantos metros, un par de guardias discutían con los vigilantes de las puertas. Aesiria, tímida y sigilosa, se acercó dando un rodeo al extraño carruaje de madera de roble y ventanas pequeñas. Quería saber que había en su interior.
Trepó por la Rueda mayor trasera, se agarró a los barrotes de la ventana y al acercar su mirada al interior, unas manos humanas la agarraron de sus ropajes y la sostuvieron en el aire. Tal fue el susto, que Aesiria se quedó inmóvil.
Extraño humano: ¡Eh eh!, ¡no grites!, tranquila… no soy ningún hombre malo. No soy un asesino, solo estoy aquí preso por robar unas gallinas… ¡Gallinas! ¿Condenarías tu a muerte a un hombre por robar para comer?
Otro Extraño de voz grave: Arráncale el cuello a la niña y trae su cadáver… al menos tendremos algo que comer antes de que nos cuelguen…
Extraño humano: No, no les hagas caso… yo no soy como ellos. Oye, me llamo Mecenas. ¿Ves? Ya nos conocemos.
Dijo el extraño humano, soltando lentamente a Aesiria, la cual retrocedió aún con el corazón latiendo a toda velocidad.
Mecenas: Mira, ¿tienes papas verdad? Yo también soy papá de una niña como tú. Me han metido aquí injustamente por robar para llevarle comida. Ayúdame a escapar, te lo pido. A cambio te compensaré. ¡No tenemos mucho tiempo!
Aesiria observaba aquella ventana diminuta y aquellas manos mugrientas y de uñas sucias. Dudaba, pero, por otro lado, su espíritu aventurero le empujaba a cometer aquel acto irracional, de todos modos… ¿qué podía pasar si nadie se enteraba que ella lo liberó? Y la recompensa parecía mucho más motivadora que pasarse los días leyendo libros en su habitación encerrada.
Mecenas: Mira, suelta a los caballos y dales una buena patada, para que salgan corriendo. Los guardias estarán demasiado ocupados persiguiéndolos y ganaremos algo de tiempo. Luego, hay una copia de la llave de la cerradura bajo el asiento del conductor, lo se porque yo antes era conductor, ¿lo sabías?… ¡aprísa!
Aesiria, como un golem mecanizado, desató las riendas de los caballos y con un pequeño alfiler que guardaba en sus ropajes, hirió a uno de los caballos, el cual se posó sobre sus patas delanteras y salió disparado relinchando, asustando al otro.
Los guardias sorprendidos se giraron y raudos salieron corriendo a la caza del animal. Mientras, Aesiria aprovechó el momento para levantar el tapiz del asiento del conductor y allí halló una copia de la llave que abría el carruaje.
Con más maña que fuerza, abrió el candado y cedió la madera que hacía de tope, dejando la puerta libre. En un instante la puerta se abrió y apareció un hombre joven, de cabellos dorados, piel blanca y fina y ropajes sucios. Aparentaba amabilidad en sus gestos y su rostro.
Bajó de allí y cerró la puerta tras él.
Mecenas: ¡Vamos ven, sígueme, te daré tu recompensa por haberme ayudado, pero será nuestro secreto!… ¿vale?… “Dijo tendiéndole la mano a Aesiria”.
Esta se la dio y se introdujo en la maleza del bosque circundante con su nuevo amigo. A los pocos pasos, Aesiria preguntó…
Aesiria: ¿Tu amigo no viene?
Extraño: Ah no, él no es mi amigo… habrá tomado otro camino.
Una vez en la espesura del bosque, Mecenas se aseguró que nadie les seguía. Allí descanso un poco, observó a la niña y su tono cambió de repente.
Se sacó un punzón improvisado de su manga y con mirada fría y pose amenazadora le dijo a la niña….
Mecenas: Lo siento, pero no puedo dejar supervivientes. Entiéndelo, podrías delatarme. Ya me encargué de “el otro”, no es nada personal… pero es tu o yo, y claro… ya se sabe.
Avanzaba lentamente, punzón en mano y brazo extendido. Ella retrocedía lentamente sin atreverse a hacer un gesto raudo, como la presa que espera que en cualquier momento el depredador se abalance sobre ella.
De repente, la mirada de Mecenas se volvió en blanco y escupió sangre. Un reguero de sangre le cayó por la frente y se desplomó ante ella. Tras de él, la figura ensangrentada y moribunda del otro “extraño” apareció.
Extraño sofocado: Hijo de la grandísima Puta… creías que ibas a matarme tan fácilmente y salir de allí sin testigos….
Con una piedra en mano, el extraño empezó a golpear con furia la cabeza de Mecenas, partiéndole el cráneo en añicos en una masa rojiza. Aesiria, impactada por la escena, corrió y corrió… perdiéndose en la espesura de aquel bosque. Habiendo aprendido una valiosa lección. El valor de la palabra y el valor de la mentira.
- Ahora Aesiria pasea por aquella senda, pero no hay rastro ni de la sangre, ni del carruaje ni del cadáver. Solamente espesura y fauna salvaje. Se arrodilla, posa su mano en la tierra y recuerda. Abre los ojos, se incorpora lentamente, y sigue el camino que hizo un día asustada, solo que ahora, confiada y llena de valor.
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AnónimoInactivo25 agosto, 2020 a las 23:04Número de entradas: 175
Hueso Tallado.
De adolescente, una fiebre altísima se llevó al padre de Aesiria. Sin ingresos aparentes y con su madre desconsolada, era cuestión de tiempo que su madre falleciera y no tuviera a nadie a quien encomendarse. Así pues, decidió tomar la iniciativa y con pocos platinos en sus bolsillos y algunos víveres recogidos en su mochila, partió hacia lo desconocido. De todos modos, Anduar no le ofrecía nada que no le pudiera ofrecer cualquier otra ciudad a una vagabunda.
Cuando el cansancio, la hambruna y la fatiga hacían mella en ella, se escondía en algún sendero al acecho de algún mercader o penitente poco cauto. Al principio los asaltaba por dinero, pero poco a poco entendió que era más sencillo registrar un cadáver que lidiar con un indeseable, así que perfeccionó su técnica de puñalada por la espalda. Tal fue la costumbre de aquel acto, que cuando alguna de sus víctimas se giraba y la apuñalaba de frente, como se diría comúnmente: con honor, hacía una mueca de desaprobación.
Pero aquel acto tenía un problema. ¿Y si la víctima escapaba?, ella no quería ser reconocida.
Fue en un tenderete de antigüedades de unos mercaderes nómadas donde removiendo telas, ropajes, capuchas y atuendos varios descubrió algo un tanto singular… una máscara completamente blanca, como tallada en marfil. Una horrible máscara hecha de hueso pulido. Sólo tres orificios adornaban el objeto misterioso: una enorme boca en forma de media luna girada, siempre sonriente y dos agujeros a la altura de los ojos que rezumaba una densa oscuridad. Algo ideal, pues causaba temor a quien pudiera llegar a verla.
Aesiria la tomó con ambas manos y se la puso. La mirada tras la máscara de niña inocente cambió por la mirada fría de una cruel asesina sin valor por la vida ajena. Pagó el precio del utensilio y lo guardó discretamente en su mochila.
Por las noches, se sentaba junto al río y observaba su nueva adquisición sosteniéndola con ambas manos, bajo el reflejo perpetuo de la luna. Había un vínculo con aquel objeto más allá de lo material, una fuerza nueva que lo envolvía… pero no sabía qué, ni como controlarlo. Cuando las manchas de sangre salpicada eran notables, limpiaba su máscara en las aguas cristalinas del rio. Veía fluir la sangre de nuevo, río abajo.
Fue en una de esas ocasiones, en plena oscuridad de la noche, cuando percibió ciertas sombras que la acechaban desde pocos metros. Valerosa, se puso su máscara y desenfundó muy lentamente sus dos dagas de sus antebrazos. Al girarse, no observó absolutamente nada. ¿Podía ser que aquel objeto estuviera maldito? ¿Qué fuera él el causante de la llamada de tales seres que la atormentaban en pesadillas y por los cuales se sentía observada durante algunas noches de luna llena? Fuera como fuera, tenía que descubrirlo. Y el único lugar donde encontrar gente con suficiente maldad como para tener conocimiento de un artilugio tan macabro era la isla de Naggrung.
Pagó su viaje en un barco de trasporte de mercancías, un camarote individual, sin lujos.
- Aesiria recorre las sendas que un día le sirvieron de primer oficio remunerado: asaltante. Apenas se recorren desde que se hizo la carretera principal hacia Anduar. Pasa cerca del río y observa el agua, ya no tan cristalina. Ve su reflejo en ella y como un vampiro asustado al ver un espejo, aparta el rostro. Luego camina hacia el puerto de Alandalen y allí, inmóvil y de pie, observa el mar en calma. Otea el horizonte y repasa una y otra vez en sus pensamientos el viaje hacia Naggrung. Allí permanece, de pie, arraigada al puerto.
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AnónimoInactivo26 agosto, 2020 a las 10:45Número de entradas: 175
Un lugar donde quedarse.
Si hay algún lugar en nuestro mundo que haga sentir al peor de los villanos incómodo, es sin duda la ciudad portuaria de Keel. Al pisar los húmedos tablones del puerto no observó nada, solo niebla y un frío que te cala hasta los huesos. Uno de los marineros embozado en su capa se ofreció a guiarla hasta la entrada de la ciudad con su fanal de aceite. Allí fue recibida por corsarios sombríos que aparentaban no mostrar ningún interés por quien cruzaba esas puertas, pero en verdad estaban al caso.
Las casas de baja altura de piedra grisácea y tejas de pizarra ligeramente inclinadas por motivo de la nieve, formaban callejones estrechos y mal alineados. A pesar de oírse de fondo un suave murmuro de población era inusual cruzarse con nadie. No vio una sola ventana abierta, una luz o un ventanal acogedor. Eso sí, el humeo de las chimeneas estaba presente en casi todas las casas de la zona.
Se dirigió al sur, al mercado negro. Abrió la puerta de un comercio con el codo, sin tocar el pomo. Allí la observaba una mujer de mediana edad, morena, un tanto desaliñada. No dijo nada. Aesiria puso su máscara encima del mostrador.
Vendedora: Qué quieres, ¿venderla o empeñarla?
Aesiria: Quiero información. Qué es y de dónde proviene.
La vendedora sostuvo entre sus manos la máscara de hueso tallado, la volteó y ojeó sin aparentar mucho interés y la volvió a dejar en su lugar.
Vendedora: No es nada excepcional, es una máscara de un dios menor. El dios de las mentiras. Poco se sabe de su historia, no resulta muy trascendente… nadie le adora ya. Hemos tenido algún ejemplar similar. Qué quieres, ¿venderla o empeñarla?, no te ofreceré gran cosa por ella, no es nada único.
Aesiria: Dices que es un dios menor y que ya nadie le rinde culto. En su día alguien lo haría, ¿hay algún templo o altar dedicado a él?
Vendedora: No que yo sepa. Pregunta a la sanadora del barrio pobre, al oeste de la ciudad, ella sabe cosas.
Aesiria arrojó un par de monedas en el mostrador, recogió su máscara y salió por la puerta ante la mirada atenta de la comerciante.
Una vez fuera, se dirigió a paso raudo hacia el barrio marginal, al oeste. Un guardia allí controlaba el acceso ante una verja oxidada y vieja. Se apartó ante Aesiria, pero le recordó que tuviera cuidado, estaba lleno de leprosos.
Finalmente encontró la casa de la Sanadora, una mujer joven, rubia, de callosas y ásperas manos y mirada lúgubre a pesar de una tierna sonrisa de bienvenida.
Aesiria tenía prisa y fue al grano, le pidió información sobre el dios de las mentiras y le mostró la máscara. La joven sacerdotisa no quiso tomarla en sus manos y sencillamente le respondió con estas palabras:
Nada bueno espero del que espera encontrar a Khaol el desterrado, dios de las mentiras. Quizá quede algo de su recuerdo en los riscos del trueno, al norte de la isla. Pero si una chica joven como tu va… posiblemente no regrese, está llena de peligros. Abandona tu camino y vive la vida, aún eres joven y hay muchas oportunidades.
Aesiria arrojó un par de monedas en señal de caridad y sin mediar palabra, entendiendo que poco más iba a obtener de aquel lugar, se fue. Compró ropajes para el invierno en un tenderete de la calle central, un arpeo, material para la nieve y un mapa de la isla mal dibujado. Antes de partir, le preguntó al tendero: ¿Algo que deba saber antes de ir hacia allí?
Tendero: Sí, que posiblemente no regreses. Toma, porque el mal acecha en cualquier lado.
- Tendero le ofrece a Aesiria el amuleto de algún dios olvidado.
- Aesiria toma el amuleto y lo guarda en el bolsillo.
- Al salir a la calle principal, observa el amuleto y lo arroja con arrogancia en plena calle mientras dice: Tonterías… Yo soy el mal.
Con pose firme, se desplaza lentamente hacia el norte de la Isla, esperando encontrar algo o alguien que pueda concretar un poco lo que anda buscando.
…
Ya han pasado años de aquello. Ahora Aesiria, recorre las calles de Keel. Están igual. Mismos guardias, mismos tenderetes. La Isla entera parece sumisa en una burbuja temporal donde nada cambia. Sigue paso a paso las mismas pisadas que en su día hizo, con precaución, observando el suelo.
Se planta frente a la puerta oeste de la ciudad de Keel. Observa a los corsarios. Una ventisca helada azota con fuerza las banderas y las cortinas de humo de las chimeneas de algunas casas. Abre la puerta de la posada y entra. Hoy hace demasiado frío para ir a dar un paseo.
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