Inicio Foros Historias y gestas La historia de Raylan

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    • Alambique
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      Se recogió su enorme barriga, subiéndola hacia arriba con sus dos manos, tratando de facilitar su paso a través de la multitud.

      Siempre le había gustado adentrarse por el mercado, principalmente a principio de mes, que era cuando estaba lleno de compradores con sus bolsas bien llenas.

      Llevaba unos días con dolor de barriga, no sabía debido a qué. Posiblemente fuera algo que comió en mal estado. Durante los últimos días había tenido que mendigar e incluso rebuscar entre la basura que dejaban los comerciantes al cerrar el mercado.

      Al dolor de barriga se le sumaba una sensación de pesadez, como si su barriga se encontrara llena de aire, esto le provocaba unas flatulencias imposible de controlar, o al menos eso decía ella…

      Caminar entre la multitud la agotaba por momentos, a veces sentía que le faltaba el aire, pero lo compensaba con lo que más le gustaba de todo, frotarse con la gente.

      Le encantaba pasar por las calles repletas de gente y restregar su orondo cuerpo con el resto de los transeúntes, a veces sólo la barriga, otras veces sus muslos, o incluso sus nalgas. En ocasiones dejaba sus brazos muertos y con las palmas de sus manos hacia el exterior buscaba ese contacto.

      No sabría explicar por qué, pero disfrutaba con eso.

      La temperatura iba subiendo, se notaba que estaban en verano. La gente sudaba, y esto junto con la humedad y la escasa higiene (por decir algo) de los que acudían al mercado, hacía que un olor agrio se propagase con facilidad por el mercado de la ciudad.

      Pero ella disfrutaba, frotándose, rozándose, sintiendo cómo sus obesos brazos se pegaban en ocasiones a las personas con las que se cruzaba.

      Sentía que cada vez que se restregaba unía parte de la otra persona a su ser, al final ella sería parte de todo y todo parte de ella.

      Sintió un retortijón y se inclinó sobre sí misma, se apretó la barriga con fuerza.

      Desconocía qué podía pasarle, ya hacía casi dos semanas que no había podido vaciar el vientre, tenía ganas, pero era ponerse de cuclillas en la letrina y no conseguía que liberar algunos gases tras muchos intentos.

      ¿Cuánto podría aguantar una mujer sin vaciar?, se preguntaba constantemente.

      ¿Sería posible vivir sin ir de vientre?

      Llegó a la plaza del mercado y se situó en el centro, era la zona dónde más gente se concentraba, formando a veces una especie de marea de gente. Ella se dejaba llevar por la marea, nunca sabía dónde podía terminar en esa especie de viaje.

      Notó otro retortijón, últimamente se repetían con demasiada frecuencia.

      Podía sentir cómo él gas quería abandonar el interior de su cuerpo, como cuando lo hace al abrir un frasco en el que ha fermentado alguna sustancia.

      Intentó relajar sus músculos para liberar ese gas, tal vez si conseguía expulsarlo ese maldito dolor de vientre desaparecería y ella podría al fin ponerse de cuclillas en la letrina y liberarse.

      Echaba de menos eso, a primera hora de la mañana, aprovechaba la tranquilidad en la casa para salir sigilosa a la letrina y tener su momento. Estar sin su marido cerca, sin sus siete hijos (ella siempre había pensado que eran siete, aunque no podía asegurarlo), relajarse y dejar que la naturaleza siguiera su camino podría decirse que era el momento más maravilloso del día. Salía tan feliz, que poco le importaba que el próximo que entrase se ahogase por el fétido olor, o se encontrara la letrina atascada.

      Sintió que el gas que liberaba lo hacía ahora produciendo un ligero silbido, no sabía si ella era la única que lo escuchaba, tal vez los que estaban a su alrededor también, pero parecían ajenos a este sonido.

      De repente dejó de escuchar el sonido y de notar cómo salía. La barriga le seguía doliendo, se dio unos golpecitos, parecía tensa, como si se tratara de un tambor.

      Empezó a palparse la barriga nerviosa, había perdido la flacidez que anteriormente la caracterizaba ahora estaba tensa, como si piel no pudiera dar de sí más.

      Se levantó la ropa asustada, no le importaba nada encontrarse en mitad de la plaza, rodeada de gente.

      Se miró la barriga, la piel estaba tan tensa que no lograba encontrar su ombligo. Golpeó su barriga con las palmas de su manos.

      ¡Tap! ¡Tap!

      Fue entonces cuando notó algo más, parecía que dentro de ella había algo, lo había notado moverse.

      Otro retortijón acabó con ella de rodillas en el suelo, el dolor era intenso, no podía soportarlo.

      Se sujetó la barriga y la apretó con fuerza, necesitaba liberar ese maldito gas. Se concentró en su vientre, haciendo fuerza, apretándolo, tal vez si insistía lo conseguiría liberar.

      Comenzó a ponerse colorada, las venas de su rostro se iban marcando cada vez más y más, haciéndose más grandes por momentos, parecían que estallarían en cualquier momento.

      Pero ella hacía fuerza y más fuerza, pero de allí abajo no salía nada, ni una mísera brisa…

      Una súbita explosión sonó en el mercado, la gente comenzó a correr despavorida, el sonido les recordó a la guerra con la Horda Negra, como si hubieran catapultado un barril en mitad de la plaza.

      Un pequeño cráter ocupaba el lugar donde estaba ella antes, el trozo más grande no sería mayor que un puño. La gente alrededor del cráter se miraba incrédula y cubierta por sus restos.

      Restos de heces de todas las texturas y tamaños ocupaba el centro de la plaza y bañaban por completo a la mayoría de los transeúntes, lo curioso era que sólo habían restos de excrementos, ni de tejidos, ni de órganos, ni de su ropa,…

      El cráter se encontraba cubierto por una montaña de deposiciones, parecía que un alfarero hubiera arrojado allí los restos sobrantes de su obra, habían trozos de distintos tamaños, texturas, densidad, color,…

      • ¡Coooooño, algo se mueve! – exclamó uno de los mercaderes mientras trataba de limpiarse los tropezones que cubrían su cara.

      Algo pareció moverse bajo el montón de heces en el cráter.

      • ¡Que alguien miré ahí abajo, hay algo! – gritó una mujer.
      • ¡Sí claro, no tengo bastante mierda encima, como para meterme a rebuscar ahí! – le contestó un caballero.

      Un joven dio un pasó adelante y tomando una vara de madera larga, se dispuso a rebuscar en ese montón.

      • ¡Jajajajaja! – se reía descontrolado un anciano.
    • ¿Qué te ocurre?, ¿qué te hace tanta gracia?

    • ¿No lo ves? – preguntó el anciano.

    • Sólo veo mierda por todas partes.

    • Pues eso,… ¡una mierda pinchada en un palo! – el anciano parecía que iba ahogarse en su ridícula risa.

    • El joven de la vara se giró y miró al anciano, sólo deseaba que en la risa aspirase un trozo de deposición y le obstruyera las vías respiratorias.

      Se puso a rebuscar en el montóncillo, parecía que había algo dentro, intentó apartar las heces con la vara.

      • ¡¿Cómo?!
    • Venga, va! – exclamó una mujer

    • Al apartar la multitud de heces había dejado al descubierto a un recién nacido, ¿pero cómo era
      posible eso?

      ¿De dónde habría salido ese recién nacido?, se preguntaban los transeúntes que rodeaban con expectación el pequeño cráter.

      • Espera, espera. Recuerdo a una señora gorda, estaba justo aquí antes de… de eso. La recuerdo porque la pillé un par de veces restregándose conmigo. Aunque no recuerdo que estuviera embarazada. – aportó una mujer.
    • Cierto, recuerdo a la gorda esa. ¡Que asco!, como sudaba y como se restregaba… – afirmó un joven.

    • A ver si estaba embarazada, aunque imposible saberlo dado su tamaño – se apresuró a añadir un herrero.

    • El joven dejó la vara y recogió al recién nacido del cráter.

      Se trataba de un niño, con un pelo oscuro que se arremolinaba en su pequeña cabeza. Con los párpados cerrados era imposible discernir el color de sus ojos.

      El pequeño al ser levantado del suelo y notar una presión sobre su caja torácica eructó, el joven supo en ese momento que no había duda alguna de quien había sido su madre, ese fétido aliento le era muy familiar.

      Lo llevó hasta un puesto cercano y lo sumergió en un cubo de agua, limpiándole después los restos que habían quedado adheridos a su piel y cabello.

      Una vez limpio, nada tenía que ver ya con el recién nacido del montón de heces.

      Lo sostuvo en el aire y preguntó: – ¿Quién se va a hacer cargo ahora?

      La gente comenzó a dispersarse, lo que faltaba, cuidar a eso…

      Un anciano encapuchado se aproximó al joven y dijo: – Yo me haré cargo del pequeño.

      El joven miró a su alrededor, no tenía muchas más opciones, así que tendió el recién nacido al anciano.

      El anciano lo sostuvo, lo miró fijamente a los ojos y dijo: – Tengo grandes planes para ti, pequeño.

      Abandonó la plaza en dirección a la tienda de Magia.

      Allí lo esperaba Bilops, un joven humano que para sufragar sus estudios en la escuela de magia, había tenido que regentar una tienda de magia de poca monta.

      • Bilops, traigo algo que te va a gustar. – dijo el anciano mientras entraba en la tienda.
    • Vaya, vaya. Sólo vienes a verme para que te consiga algún pergamino o para pedirme dinero, vieja rata. – contestó Bilops con un toque de afecto.

    • El anciano colocó al recién nacido sobre el mostrador.

      • ¡Pero bueeeeeeno!, ¿para mi?
    • Es lo menos que podía hacer, siempre te has portado bien conmigo y como siempre andas quejándote de que necesitas ayuda, de que si tu esterilidad, de que ni con pociones consigues nada,…

    • Jajajaja, bueno, todavía no sirve como ayudante, pero algún día servirá.

    • El anciano sonrió y abandonó la tienda de magia, dejando al recién nacido sobre el mostrador, a Bilops ilusionado con la idea de tener un ayudante, y él con la sensación de que sus deudas con Bilops habían sido saldadas.

      Bilops contemplaba al recién nacido, parecía sano, podría sacarle mucho partido.

      Decidió buscar una de las camareras que trabajaban en la posada para que le ayudara en la cría, debido a que a veces trabajaban como prostitutas, no era difícil encontrar a alguna de ellas en período de lactancia.

      Eso hizo, encontró a una que había sido madre recientemente y la contrató, venía por las mañanas a la tienda a primera hora, le daba el pecho al joven Raylan, que era como había decidido llamarle Bilops.

      Lo llamó Raylan, porque era de lo poco que había conseguido recordar de su padre. Recordaba que le contaba historias de un hechicero, de pelo azabache y ojos azules, aunque de dudosa sexualidad, era todo un maestro de la magia arcana, siempre conseguía salir con vida de cualquier peligro.

      Raylan fue creciendo, posiblemente debido a la insistencia de Bilops sería uno de los niños que había aprendido a leer en Anduar a una edad más temprana.

      Leía todo lo que caía en sus manos, compendios antiguos, pergaminos arcanos, tratados de magia, libros de historia, incluso algún relato picante si no se enteraba Bilops.

      Le encantaba pasear por los campos de Anduar, donde intentaba practicar los hechizos que iba aprendiendo, practicaba con las lechuzas que encontraba durante la noche, o con las serpientes.

      Pero todo esto se quedaba corto a su potencial, él lo sabía, podía dar mucho más.

      Necesitaba encontrar otra forma de poner en práctica sus conocimientos.

      Una noche se internó en los suburbios de la ciudad. Allí se concentraban pícaros, prostitutas, borrachos y demás gente de dudosa moralidad.

      Sería un escenario perfecto, nadie echaría en falta a ninguno de los despojos que habitan los suburbios

      Raylan buscaba borrachos, con ellos practicaba la brujería. A veces incluso, buscaba a alguno y le pagaba la bebida en la taberna hasta asegurarse de que su estado de embriaguez le impidiera ofrecer resistencia.

      Poco a poco los suburbios se iban despoblando, la gente tenía miedo, se había extendido una leyenda.

      Un hechicero se dedicaba a eliminar a los que deambulaban por los suburbios, y la guardia Nivrim no se atrevía a poner un pie en ellos.

      Como ocurrió con los campos de Anduar, hubo un momento en que los suburbios también se le quedaron pequeños a Raylan, ansiaba más, necesitaba poner a prueba sus conocimientos, ¿y qué mejor manera que hacerlo sobre otras personas?

      La única opción que le quedaba era salir de caza a otras ciudades, y eso hizo.

      Lo que antes eran ausencias de unas horas para sus viajes a los suburbios, ahora se convirtieron en ausencias de varios días, ya que tenía que viajar a otras ciudades.

      Visitaba Veleiron, donde asaltaba a recolectores en los viñedos, también iba a Thorin, donde aprovechaba la caída de la noche para acabar con los cazadores…

      Llegó incluso a visitar Galador, allí gozaba con la presencia de tanto peregrino. Al tratarse de una ruta de peregrinaje era bastante asequible dar caza a algún peregrino rezagado.