Inicio Foros Historias y gestas La historia de Thyrcia

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    • Alambique
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      Un silencio sepulcral invadía Keel, desde la misma taberna podían escucharse las olas rompiendo contra el muelle,
      pese a no ser un oleaje fuerte el sonido era ensordecedor. Los habitantes de Keel se encontraban en silencio, pues
      nunca habían visto nada igual, todos miraban expectantes el cielo.

      Argan y Velian se encontraban alineadas, ocultando la primera a Velian por completo, esto sería lo normal, pues a
      veces se podía contemplar algún que otro eclipse, pero la sombra de un tercer cuerpo celeste ocultaba a Argan,
      quedando a la vista un enorme círculo oscuro, rodeado por dos anillos concéntricos, uno verde y otro plateado.

      Algunos de los más ancianos habían leído algo acerca de ésto, pero jamás habrían imaginado poder contemplar tal
      maravilla. Se decía que este doble eclipse podría concentrar el poder de las lunas sobre los nacidos en ese momento,
      muchas parturientas de haberlo sabido habrían hecho el esfuerzo para dar a luz en ese instante.

      Mientras la multitud contemplaba ensimismada la Luna Negra, que era así como se llamaba este efecto, una mujer
      cubierta en harapos atravesó la masa de gente hasta escabullirse por el puerto.

      Un desgarrador grito rompió repentinamente el silencio reinante. Atónitos, los ciudadanos se miraron unos a otros,
      reconocieron ese grito, se trataba del llanto de un bebé.

      No había duda, el grito provenía del puerto, a estas horas de la noche no era muy recomendable adentrarse.

      Lesfora se abrió paso entre la multitud sacando un poco los codos, a la vez que decía: ‘Esta visto que aquí soy la
      única que tiene lo que hay que tener…’

      No tardó en llegar a la zona del puerto de la que provenían los llantos, apartó de un manotazo unas cajas mal
      apiladas y sacó de debajo de ellas un recién nacido. Lo examinó con cuidado, le quitó un poco de placenta que tenía
      pegada en la cara y cogiéndolo del pescuezo lo llevó a la ciudad.

      La gente se apartaba conforme iba avanzando Lesfora, tal era el respeto que nadie se atrevía a mirarle directamente a
      los ojos.

      De un puntapié abrió una de las tapas que dan acceso a las alcantarillas de Keel y arrojó el bebé por el oscuro
      agujero a la vez que exclamó: ‘Demasiadas bocas que alimentar hay en Keel como para añadir una más. Que alimente a
      las ratas y demás alimañas.’ Una vez hubo arrojado al bebé a las cloacas, volvió a su despacho.

      La oscuridad era absoluta en las alcantarillas, pues las tapas de las alcantarillas estaban firmemente selladas y
      pocos eran los rayos de luz que lograban filtrarse a través de ellas. Ratas de un tamaño considerable correteaban de
      aquí para allá, buscando algo a que hincarle el diente. También había algún que otro murciélago atrapado, y varias
      serpientes.

      Las ratas detectaron que algo se movía en la oscuridad, y ansiando un festín se dirigieron chillando frenéticamente
      al pequeño bulto que había arrojado Lesfora.

      El bebé, que estaba envuelto en una vieja manta, no era consciente de la tragedia que se le venía encima. No tardaron
      en llegar las ratas, que empezaron a roer la manta que cubría al recién nacido.

      De la nada surgió una sombra, de una patada apartó a casi todas las ratas que cubrían al bebé, se abalanzó sobre una
      última rata que se disponía a morder en el cuello al bebé y sujetándola en su mano, le dio un mordisco a la cabeza de
      la rata y la escupió al suelo.

      Aún relamiéndose del exquisito bocado, se guardó el resto de rata en uno de sus bolsillos y recogió al bebé. En otro
      momento no habría dudado en preparar una pequeña fogata y asarlo a fuego lento, pues no había carne más tierna que la
      de los recién nacidos. Pero cuando examinó a la pequeña, vislumbró algo extraño en ella, era consciente del fenómeno
      meteorológico así que no tuvo más remedio que quitarse de la cabeza la idea de comérsela.

      La observó con curiosidad, pues hacía mucho tiempo que no veía una criatura así, acostumbrado a convivir con ratas,
      serpientes y demás alimañas. Pensó que sería una buena idea quedársela, le haría compañía en el subsuelo.

      Dungon no cayó en cómo alimentar a la recién nacida, le acercó el resto de rata que se había guardado en el bolsillo.
      La pequeña lo succionó hambrienta, pero no parecía suficiente para saciarla, así que guardó la rata casa intacta y
      aprovechando que era de noche se dirigió al puerto de Keel.

      Dungon era muy reservado, apenas salía de las alcantarillas, pues era el encargado de comprobar el buen estado de los
      túneles y de la intrincada red de alcantarillado de Keel. Pero como todo hombre, tenía sus necesidades, y alguna
      noche se escabullía al puerto de Keel en busca de cierto tipo de compañía. Las prostitutas del puerto no hacían
      ascos a un buen puñado de jinnys.

      Pero esta noche no las buscaba para eso, se le había ocurrido buscar alguna prostituta que hubiera sido madre
      recientemente. Los bribones del puerto en cuanto una de sus chicas se quedaba embarazada la apartaban del negocio,
      pues pocos clientes solicitaban la compañía de una de ellas y mucho menos de una que hubiera sido madre hace poco. A
      la mayoría de ellas se les terminaba convenciendo para que abandonaran a su criatura, pues el negocio era lo más
      importante. Las que se resistían y querían mantener a su hijo eran alojadas en algún sótano en las casas del puerto.

      Eso es lo que iba a hacer, buscar a alguna prostituta que aún mantuviera a su bebé y conseguir como fuera algo de
      leche.

      No fue muy difícil dar con una de las casas de ‘acogida’ del puerto. Entró con naturalidad y encontró a una
      prostituta anciana (habían prostitutas para todos los gustos), de esas que hacen ganchillo mientras esperan a sus
      clientes. Al ver el bebé que sujetaba Dungon, se agachó y moviendo una alfombra dejó al descubierto una trampilla.

      Dungon levantó la trampilla con la punta del pie y bajó unas empinadas escaleras. La estancia estaba iluminada por
      multitud de candelabros, algunas antorchas colgaban de las húmedas paredes. El aire estaba enrarecido, pues la
      ventilación era más que ausente. En los laterales de la habitación habían varias literas, y junto a ellas algunos
      canastos de mimbre servían de cama para los recién nacidos. En el centro de la habitación una mesa redonda presidía
      la estancia, rodeada de mecedoras. Algunas prostitutas se mecían en ellas mientras daban el pecho.

      Dungon se dirigió a una de ellas, a la de los pechos más voluminosos (sin duda tenía una gran reserva), y sin mediar
      palabra le mostró al bebé que había traído desde las alcantarillas.

      La prostituta examinó a la pequeña concienzudamente, estaba muy sana, y mientras se la acurrucaba junto al pecho para
      darle calor, la pequeña metió su cabeza entre el escote de ésta y rauda se agarró a un pezón y comenzó a mamar como
      si no hubiera mañana.

      Dungon sonrió, uno de sus problemas ya había sido solucionado, ahora tenía que pensar dónde iba a vivir la pequeña y
      cómo iba a educarla. Lo más importante era que nunca la viera Lesfora, pues había desobedecido una de sus órdenes y
      ésto podría traerle terribles consecuencias.

      Decidió que se quedaría los primeros días en el sótano, pues allí tenía comida, estaba protegida de la humedad de las
      alcantarillas y lo más importante, fuera de la vista de Lesfora.

      Durante el día inspeccionaba las alcantarillas, arreglaba cualquier desperfecto. Cuando encontraba cualquier pared
      con algún ladrillo caído o grieta se apresuraba a taparlo con argamasa, aunque debido a la humedad presente a veces
      tardaba semanas en secar. También se dedicaba a inspeccionar cualquier cosa que cayera a las alcantarillas en busca
      de algo de comida o de valor. La gente no era consciente de la cantidad de cosas de las que se podía sacar provecho
      en las alcantarillas.

      Cuando llegaba la noche, salía de las alcantarillas a ver a la pequeña, llevaba unos cuantos jinnys para pagar a la
      prostituta, había tenido que renunciar a sus placeres nocturnos para asegurarse la manutención del bebé.

      Los días pasaban y Thyrcia, que así había decidido nombrarla, estaba muy sana, no hacía otra cosa que alimentarse y
      dormir. Dungon había hecho una buena elección, la leche de esa prostituta era de excelentísima calidad.

      Dungon decidió que Thyrcia viviría allí, cuando fuera algo mayor y cuando se hubiera calmado un poco el revuelo de su
      nacimiento ya vería qué haría con ella.

      Los años pasaron y Thyrcia iba creciendo, ya se aventuraba a salir sola por el puerto. Le gustaba jugar a esconderse
      entre los callejones, detrás de los montones de cajas de pescado, desde donde esperaba que pasara algún niño y
      trataba de emboscarlo. Cuando llegaba algún barco disfrutaba viendo como lo descargaban y con un poco de suerte y
      algo de sigilo, conseguía colarse en el barco y podía jugar a ser una temida Pirata del Orthos.

      Thyrcia se hacía mayor, le encantaba el puerto de Keel, pues Dungon le había prohibido acercarse a la ciudad de Keel,
      no quería que la viera Lesfora. A veces se juntaba con los pícaros del puerto y mientras ella distraía a algún
      viajero incauto, ellos lo desvalijaban sin que se dieran cuenta y compartían el botín con ella. Otras veces hacía de
      gancho con los trileros, adivinando dónde estaba la bola y enganchando al juego a ingenuos comerciantes que acababan
      perdiendo hasta el último jinny que habían ganado con sus ventas.

      En uno de sus encuentros con un viajero consiguió hacerse con un catalejo de latón. No era ninguna maravilla, pero
      una de sus distracciones era sentarse al atardecer en el puerto y otear con él en busca de barcos y alguna criatura
      marina. Si tenía suerte y conseguía colarse en algún barco subía ágilmente al mástil desde donde disfrutaba oteando.

      El puerto de Keel, se le iba quedando pequeño, ya conocía cada rincón, cada callejón, cada sótano oculto. Tenía ganas
      de más, por lo que algunas noches que Dungon no venía a visitarla, abandonaba el sótano y cubierta con una capucha
      se aventuraba en la ciudad de Keel.

      Así fue como conoció a Raztge, uno de los Exiliados. Se encargaba de encomendar ‘trabajitos’ por los que pagaba una
      buena suma de dinero. Raztge la reconoció, pues aún conservaba una muy buena memoria, sabía de sobra que era la
      semi-drow que había nacido durante el doble eclipse lunar. Aún así no pensaba decirle nada a Lesfora, le gustaba la
      compañía de Thyrcia, pues casi todas las visitas que recibía eran sólo gente buscando trabajo.

      A cambio de la compañía de la semi-drow, Raztge le enseñó a leer, le contaba historias sobre Naggrung, aventuras de
      Los Exiliados… Así fue como Thyrcia supo de la gran batalla entre Anacram y Komrud y de la Gran Grieta del Duelo,
      también conocía la invasión de los demonios de Seldar a Naggrung, de la maldición de Shirmale, de la tristeza que
      asolaba a Rekins’Thar, del peligro que suponía acercarse a las murallas de Amün Shadinar…

      Raztge le contaba historias hasta que Thyrcia caía dormida, entonces ordenaba a alguno de sus trabajadores que la
      llevara de vuelta al puerto.

      Una de esas noches el encargado de llevarla al sótano del puerto fue Derek, otro de Los Exiliados. Thyrcia se
      despertó al llegar al puerto y fue entonces cuando lo reconoció, había visto un retrato suyo y era inconfundible,
      había conocido por fin a Derek, y no pensaba desaprovechar la ocasión. Lo avasalló a preguntas sobre las aventuras
      que había vivido, sobre los botines que había conseguido y si era cierto que se quedaba parte del botín en lugar de
      compartirlo con sus compañeros.

      Poco a poco la amistad entre ellos se fue fraguando. Derek le habló de los Aguasnegras y del daño que estaban
      haciendo al comercio de Keel. En ocasiones le pedía que le acompañara a alguna incursión al refugio de los
      Aguasnegras. Se disfrazaban de soldados Aguasnegras hasta infiltrarse entre ellos y cuando menos se lo esperaban
      acababan con la vida de un par de ellos y desaparecían antes de llamar demasiado la atención.

      Cuando Derek recibía algún chivatazo de un desembarque de los Aguasnegras, contaba con Thyrcia para que se colara
      junto a él en la embarcación y sigilosamente se deshacían de algún tripulante. Recogían las pertenencias de los
      Aguasnegras y Derek se las llevaba a Lesfora que lo recompensaba generosamente, después repartía el botín con
      Thyrcia.

      Cuando no había ninguna incursión relámpago, Derek entrenaba a Thyrcia en el manejo de los puñales y le enseñaba a
      moverse sigilosamente.

      Algunas tardes iba a la taberna de Frick, le gustaba contemplar el techo estrellado de la misma y jugaba a adivinar
      la profesión de los clientes de la taberna, los examinaba e intentaba adivinar a qué se dedicaban, miraba sus manos,
      estudiaba sus gestos, su forma de hablar… Además le resultaba graciosa la forma de hablar de Frick, aunque con el
      tiempo le cogió cariño y dejó de reírse a escondidas de su peculiar dicción. A veces lo ayudaba a recoger las mesas,
      y recibía a cambio algunas de las célebres tapas de Frick, su preferida eran los Roalicos, y entre ellos el Roalico
      Anacram.

      En uno de sus incontables viajes, Derek había conocido a varios seguidores de Khaol y sabía de sobra que Thyrcia
      cumpliría las expectativas de Khaol y sería una gran sacerdotisa. Por eso un día le habló de Khaol, de la existencia
      de un altar en los Acantilados del Trueno y de los innumerables beneficios que le proporcionaría adorarlo. Y de lo
      beneficioso que sería para él y para la ciudad que Thyrcia fuera una sacerdotisa de Khaol. No tardó mucho en
      convencerla para que fueran juntos al altar de Khaol, donde por fin sabrían si Khaol la aceptaría o no como fiel
      seguidora.

      Pero necesitaban el consentimiento de Dungon, que a todos los efectos era una especie de tutor de Thyrcia. Sin
      demorarse mucho, habló con Dungon, que no puso impedimento alguno. Que Thyrcia fuera una sacerdotisa de Khaol era
      algo único, él sabía que era especial y tenía claro que Khaol iba a aceptarla.

      Con el consentimiento de Dungon, Derek y Thyrcia partieron en busca del Altar de Khaol. Cogieron algunas provisiones
      y herramientas y atravesando Keel en sigilo para no ser vistos por Lesfora, salieron por la puerta oeste de la
      ciudad.

      Atravesaron el Sendero Comercial en dirección norte, por suerte no se encontraron a ningún demonio por esa zona. No
      tardaron en llegar a la Encrucijada, donde un aire de maldad parecía envolverla por completo. Continuaron dirección
      norte, hasta que por fin llegaron a un bosque.

      El bosque estaba lleno de seres no-muertos y algún que otro demonio. Pequeñas patrullas de guardias lo recorrían
      defendiéndolo de enemigos. El ambiente estaba cargado, y por muy bien que creyeras conocer el bosque, pocos eran los
      que lograban salir de allí con vida, pues era traicionero y siempre daba la sensación de pasar por el mismo sendero.

      Poco a poco lo fueron atravesando, Derek parecía tener un más que notable sentido de la orientación y a las pocas
      horas llegaron a un paraje dantesco. Multitud de cuerpos yacían empalados a ambos lados de la senda, los que aún
      estaban algo tiernos eran devorados por nubes oscuras de cuervos que los cubrían en su totalidad. Al final del
      sendero se encontraron con la fortaleza de Amün Shadinar, custodiada por dos guardias etéreos.

      Thyrcia, aunque temerosa en un principio, disfrutaba con cada recoveco que descubría, con cada rincón, con cada
      ser… Fascinada admiraba la enorme construcción que se alzaba hasta perderse casi entre las nubes, se trataba de
      Amün Shadinar.

      Tomaron un sendero que bordeaba el castillo y a los pocos metros se detuvieron. Derek sacó la cuerda y, con maña,
      anudó el garfio a la cuerda formando así un fabuloso arpeo de escalada. Lo ancló en una de las rocas del acantilado y
      mirando a Thyrcia le dijo:’Es tu turno, baja como te he enseñado otras veces y cuando estés abajo del todo da tres
      tirones’.

      Thyrcia asintió y anudándose la cuerda en la cintura y utilizando su mano izquierda como freno, se deslizó por la
      cuerda hasta perderse de vista. Al rato, tres sacudidas de la cuerda le indicaron a Derek que ya había llegado al
      fondo. Derek se deslizó raudo por la cuerda, sin atársela a la cintura y llegando al fondo de la misma, con un giro
      de brazo a la vez que tiraba de ella, desenganchó la cuerda.

      Habían llegado a la base del acantilado, cada vez faltaba menos para el gran momento. Continuaron por la base del
      acantilado y tomaron un desvío hacia el norte, iban directos a los Acantilados del Trueno.

      No tardaron en llegar, se divisaba el Mar de Hielo en todo su esplendor y bravura, pues un temporal agitaba las aguas
      de tal manera que las barcas de los pescadores de Andlief desaparecían bajo una ola, para aparecer de nuevo tras la
      siguiente.

      Pasado unos juncos, se detuvieron y Derek volvió a repetir la maniobra de antes, ató con sumo cuidado el garfio a la
      cuerda de nuevo y la ancló a una roca. Mirando a Thyrcia le dijo cariñosamente: “Ha llegado el momento de
      despedirnos, no te voy a acompañar en este descenso. Bajarás tu sola y deberás encontrarte a ti misma y aclarar tu
      futuro. Cuando estés lista sube de nuevo por la cuerda, aunque yo ya no estaré, pero sabrás dónde encontrarme”. Y
      derramando una pequeña lágrima, abrazó a Thyrcia y dio media vuelta por el sendero por el que habían venido.

      Thyrcia, bajó como antes lo había hecho. La única diferencia es que iba adentrándose cada vez más en la oscuridad,
      pues ya anochecía y apenas entraba luz por la cueva. Prácticamente a oscuras apoyó los dos pies en el suelo y girando
      con energía su brazo dio un tirón y la cuerda cayó desde arriba.

      La oscuridad era casi total y la humedad de la cueva se iba calando poco a poco en los huesos de Thyrcia. Rebuscó,
      palpando, en el petate que le había preparado Derek, encontró algo de comida.

      Avanzó a tientas, buscando algún trozo de suelo que estuviera seco para encender una hoguera y se sentó. Al poco
      tiempo, una hoguera alumbraba una ínfima parte de la cueva. Pero lo más importante es que la humedad en el cuerpo de
      Thyrcia iba desapareciendo.

      El silencio se interrumpía por el constante goteo del agua y algún pequeño mamífero que parecía rebuscar algo.
      Acurrucada en su rincón y con el crepitar del fuego, poco a poco Thyrcia fue sumiéndose en un profundo sueño.

      Despertó cuando la luz ya inundaba por completo la cueva, el Sol se encontraba en su posición cenital. Miró a su
      alrededor y la cueva estaba repleta de charcos de agua, se llevó un poco a los labios y descubrió que se trataba de
      agua salada. Habían restos de naufragios, barriles, maderas, alguna que otra cuerda y lo que más le alarmó, algún que
      otro cadáver.

      Se aventuró hacia el interior de la cueva, fabricándose una antorcha antes con restos de madera y algo de cuerda.
      Conforme iba avanzando, aumentaba la humedad considerablemente, llegando a ser tan densa que se hacía casi imposible
      respirar.

      Siguió caminando, y se dio de bruces contra un pequeño altar. Jamás habría imaginado encontrarse un altar en mitad de
      esa cueva. Cerca del altar un carcomido cartel yacía inclinado casi tocando el suelo.

      Thyrcia se sentó a los pies del altar y leyó el cartel con curiosidad. Aparecía el nombre de Khaol, Derek tenía
      razón, éste era el lugar. Encontró también un libro sobre Khaol que cogió apresuradamente.

      Thyrcia devoró el libro con ganas, todo le sorprendía en cada momento. Cuando lo hubo terminado, lo cerró de golpe y
      lo dejó de nuevo en el atril. Sin duda, esa lectura la había marcado para siempre, tenía decidido adorar a Khaol
      hasta el fin de sus días.

      Se arrodilló junto al pequeño altar y repitió unas oraciones que había leído en el libro, que ya había aprendido de
      memoria. Al terminar las oraciones se hizo el silencio en la cueva. Una corriente de aire se introdujo en la cueva
      por la pequeña abertura, produciendo un horrible aullido que iba aumentando conforme se iba adentrando por la cueva.

      El viento cesó de repente y un sonido metálico se escuchó a los pies de Thyrcia. Una máscara labrada en hueso yacía a
      sus pies. La observó con curiosidad y la recogió con cuidado. Sosteniéndola en sus manos la llevo hacia su cara,
      parecía que estaba hecha a medida, encajaba perfectamente. Cuando la máscara tocó su piel, ésta creó una especie de
      vacío sobre su cara. Era imposible quitársela.

      Respiró hondo y se relajó, con la máscara puesta se sentía más rápida, más sigilosa y una sensación electrizante
      parecía envolverla.

      Había llegado el momento de abandonar esa cueva, no sabía con certeza el tiempo que había pasado allí abajo. Se
      aproximó al pequeño altar en honor a Khaol y depositó un puñado de gemas a sus pies.

      La salida resultó algo más complicada de lo que esperaba, pues la apertura de la cueva no era recta, en su tramo
      final hacía un ligero zigzag y era difícil que el arpeo pasara por ahí. Tras algunos intentos y algún que otro susto
      esquivando el arpeo, consiguió salir de la cueva.

      El aire fresco del acantilado la golpeó en la cara, dándole la vitalidad que tanto anhelaba. Contempló con nostalgia
      el mar que tanto adoraba, estaba en una misteriosa calma, los pescadores se afanaban a remar, pues de nada servían
      las velas de sus embarcaciones.

      Recorría ensimismada el sendero sobre el Acantilado del Trueno cuando divisó una figura que atravesaba unos juncos.
      Fue hacia los juncos e intentó buscar dónde había ido la misteriosa figura. Apartó los juncos con cuidado y encontró
      un sendero. Siguió el sendero y se dio de bruces con dos guardias que defendían la entrada a un poblado.

      Conversando con los guardias se enteró de que se trataba del poblado de Andlief, un poblado élfico que se habían
      refugiado allí durante las Guerras Élficas. Su población había sido diezmada durante el ataque demoníaco y habían
      construido un hermoso poblado colgante sobre los Acantilados. Disponía de varios niveles conectados entre sí con
      escalerillas y puentes. Se habían especializado en la pesca, y en la artesanía. Fabricaban herramientas y otros
      objetos, incluso armas, con las espinas de los pescados y sus escamas.

      Thyrcia estaba fascinada, un poblado sobre el mar era lo que siempre había soñado. Vivir de la pesca y poder
      descender directamente al mar a través de escaleras.

      Los guardias tras escuchar los halagos y comprobar la fascinación de Thyrcia por el recién descubierto poblado, se
      apartaron y la dejaron pasar.

      Contemplaba maravillada la estructura del poblado, parecía un milagro que todo se mantuviera firme, colgado sobre el
      acantilado. Habían varias casas en el poblado, lleno de habitantes que iban de un lado a otro. Habían comerciantes,
      artesanos, soldados… Muchos afanados en tareas de artesanía, otros se dedicaban a la pesca desde pequeñas
      embarcaciones que se mantenían intactas en el embravecido mar.

      Encontró una casa más custodiada de lo normal, entró en ella y encontró a Yowyn. Sabía de la existencia de Yowyn,
      pues Derek le había contado una historia acerca de Shirmale, la hija de Yowyn raptada por los demonios.

      Yowyn extrañado por la visita de Thyrcia y conmovido por su fascinación por el poblado la invitó a quedarse el tiempo
      que fuera necesario para conocer las costumbres de Andlief y si fuera posible ayudarle a saber de Shirmale.

      Pasaron los días, los meses y algún que otro año y Thyrcia cada vez estaba más a gusto en el poblado. Se había
      integrado perfectamente, colaboraba en multitud de tareas. A veces acompañaba a los pescadores a pescar, salían al
      amanecer en sus barcas y bordeando el acantilado sin alejarse demasiado lanzaban sus redes y no regresaban hasta que
      no estuvieran repletas de peces. Se habían especializado en una especie de pez, el Ysym. Con las espinas y escamas de
      este pez fabricaban amuletos, collares, pendientes y un sinfín de objetos. Otras veces simplemente se dedicaba a
      otear el horizonte divisando cualquier barco enemigo que se aproximase o incluso algunos bancos de peces.

      Era feliz en el poblado, era su hogar. Pero se sentía en deuda con la gratitud que había recibido, la trataban como a
      una más. Había llegado el momento de devolverles el favor. Y tenía pensado descubrir qué había pasado con Shirmale.

      Tras varios días de indagaciones, las cosas iban quedando más claras. Había descubierto la participación de los demonios de Seldar, y recordaba un sitio poblado de demonios, sería un buen lugar para comenzar la investigación.

      Una buena mañana, recogió algunas cosas útiles y llenó su mochila con pescado seco. Y abandonando el poblado se
      dirigió a su destino, Amün Shadinar.

      En lugar de volver a escalar, el acantilado del sur para llegar al Bosque Negro, tomó un desvío hacia el este, pues
      había leído que a través de los Páramos Helados podía llegar también al Sendero Comercial.

      Había nevado hace poco y las bajas temperaturas habían congelado la nieve, haciendo muy peligroso caminar sobre ella.
      Thyrcia caminaba con cuidado, sabía de sobra lo que suponía resbalar sobre ese hielo. Hizo un alto en el camino y
      miró de nuevo en el petate que le había dado Derek, encontró unas cálidas botas de piel de Yeti. Se cambió de botas y
      continuó por el sendero.

      Unos gritos la sacaron de su ensimismamiento, unos diablillos aparecieron de la nada y sin mediar palabra comenzaron
      a atacarla. Thyrcia, desenvainó sus puñales y se lanzó directa hacia ellos. Fue pan comido, en tan sólo unos segundos
      los cuerpos de los tres desdichados yacían a sus pies. Cogió las gélidas armas que llevaban y salió corriendo de
      allí.

      Atravesó veloz los Páramos Helados, acabando con la vida de cada diablillo que se encontraba. No cabían más Dagas de
      Hielo en su petate, haría un buen negocio con ellas.

      Al fin dio con el Sendero Comercial, sólo tendría que seguirlo y llegar a la Encrucijada, desde allí se sabía el
      camino de memoria. Intentaba no salirse del sendero, pues a ambos lados de éste, se encontraba el Bosque de las
      Llanuras y no tenía ganas de perder más tiempo.

      Al final llegó a la Encrucijada, siguió el sendero en dirección norte y atravesó de nuevo el Bosque Negro. Lo
      atravesó con cierta nostalgia, pues se acordaba de Derek y aunque era feliz en Andlief lo echaba de menos.

      Cruzó sin miramientos los Campos de los Empalados, mientras una oscura nube de cuervos volaba sobre ella.

      Se detuvo frente a las puertas de la fortaleza, custodiada por dos Guardias Espectrales que se negaron a dejar que
      pasara. Así que si no podía entrar a las buenas, tendría que entrar a las malas. Tras rezar una plegaria a Khaol,
      volvió sigilosamente a la entrada y uno a uno los fue cosiendo a puñaladas sin que tuvieran tiempo de reacción
      alguno. Con la última puñalada, el Guardia Espectral se volatilizó dejando caer todas sus pertenencias.

      Una vez despejó la entrada se internó en la fortaleza. Estaba plagada de demonios, espectros atormentados y demás
      criaturas Llegó a lo que parecía la entrada de un castillo, pero no vio modo alguno de entrar en él. Recorrió la
      muralla del castillo buscando algún punto por el que escalar y colarse en él. Al rato divisó una ventana abierta.
      Armada con su arpeo consiguió engancharlo en la ventana y subió por él. Un Guardia Negro estaba al acecho de qué
      subía por el arpeo y arremetió contra ella. Por suerte esquivó el primer ataque y empuñando su puñal con rapidez le
      asestó una puñalada fatal que acabó con al vida del desgraciado.

      Levantando una pequeña trampilla se escabulló hacia el interior del castillo. Si los demonios tenían a Shirmale, ésta
      tenía que estar prisionera en algún lugar, las prisiones sería un buen lugar donde mirar.

      Caminó sigilosamente por el interior del castillo hasta dar con las prisiones, se quitó de en medio al guardia que
      las custodiaba y descendió a las prisiones. El ambiente estaba cargado, el hedor era insoportable. No habían limpiado
      las celdas en años, o tal vez nunca. Algunos prisioneros convivía con sus propios excrementos, que iban apilando
      formando un repulsivo montículo en una de las esquinas de su celda. Otras celdas estaban habitadas por prisioneros
      que ya hacía años que habían pasado a mejor vida.

      No tardó en encontrar una celda que estaba cerrada concienzudamente. La cerradura era compleja de forzar y Thyrcia no
      tenía idea de cómo hacerlo. Por suerte había ido guardando todas las llaves que iba encontrando en el castillo. Sacó
      un manojo de llaves y fue probando una a una hasta que ‘click’ la puerta se abrió.

      Abrió la celda con cuidado, evitando cualquier chirrido y encontró a un enorme demonio dentro de ella. Se acercó con
      sigilo al demonio y le asestó una puñalada, el demonio furioso comenzó a atacar a Thyrcia salvajemente, por suerte
      esa puñalada había hecho mella en él y se movía lentamente. Al acabar con la vida del demonio, el aire se arremolinó
      en el centro de la celda y tras un cegador destello apareció la figura de una mujer. Se trataba del espíritu de
      Shirmale que había sido hecha prisionera por el demonio. Al terminar con el demonio, la había liberado de su
      suplicio. Shirmale agradecida, desapareció para siempre.

      Thyrcia por fin había descubierto lo que le había ocurrido a Shirmale, y aunque le embargaba la tristeza, tenía que
      buscar a Yowyn para contárselo. Se dispuso a abandonar el castillo apresuradamente, pues alguien había dado la voz de
      alarma seguramente al encontrar el cuerpo de un guardia.

      No tardó en llegar a Andlief, donde fue directa en busca de Yowyn, Tras contarle lo ocurrido a Yowyn, éste
      apesadumbrado por la noticia y agradecido por el esfuerzo de Thyrcia le entregó un valioso objeto como recompensa, se
      trataba de un Aro de Yowyn, era un reconocimiento que se entregaba a los elfos que marchaban a proteger a sus
      tierras, y era un honor recibir uno. Yowyn también le dijo a Thyrcia que desde ese día podría gozar del trato en
      Andlief como si fuera una ciudadana más y le instó a que se quedara a vivir con ellos.

      Thyrcia, agradecida, le dijo que tenía que volver a Keel, pues hacía años que no veía a Derek y tenía muchas ganas de
      verlos, pero que no descartaba en algún momento volver a Andlief para vivir junto a ellos.

      Thyrcia descansó unos días, cogió fuerzas, pues la hazaña que había realizado la había dejado casi exhausta. Tras
      reponerse, volvió a Keel a buscar a Derek.

      Keel no había cambiado, todo seguía igual, el mismo ir y venir de gente en el mercado, el mismo olor a pescado en
      descomposición del puerto, los clientes que atosigaban a las prostitutas intentando regatear algunos jinnys, los
      trileros engañando a los comerciantes…

      Fue en busca de Derek, lo encontró en su vieja buhardilla, revisando mapas de aventuras pasadas. Se sumieron en un
      abrazo que pareció durar eternamente. Thyrcia le contó todas sus aventuras, de cómo había sido aceptada por Khaol, de
      su estancia en el poblado de Andlief, de cómo había derrotado a uno de los demonios más poderosos…

      Y así fue como Thyrcia , una semi-drow nacida en la crudeza de Keel, criada entre prostitutas y rateros, cuidada por
      Dungon y Derek, acogida por los ciudadanos de Andlief, había conseguido abrirse paso entre las dificultades de la
      isla, hasta convertirse en una poderosa seguidora Khaol.

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