Inicio Foros Historias y gestas La Historia de Thyria. Capítulo I: Nacimiento

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    • Alambique
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      En la taberna no cabía un alma, algunos de los que se congregaban habían tenido que esperar horas a que abriera para poder conseguir una buena mesa.

      Todos los años, durante la primera noche del mes de June se celebraba la gran competición.

      En sus comienzos se trataba de un evento clandestino, en el que únicamente unos pocos privilegiados tenían acceso mediante invitación, pero año tras año el boca a boca había hecho que fuera imposible ya mantener el secretismo.

      Las campanas de la ciudad repicaron indicando el cambio de guardia, esa era la señal.

      Horacio cerró la puerta de la taberna y la atrancó por dentro con un robusto tablón de madera.

      Nada más cerrar la puerta alguien la golpeó insistentemente desde fuera.

      ‘¡Dejadme entrar, por favor, dejadme!’

      Horacio deslizó la mirilla de la puerta y, asomando sus ojos contestó ‘Lo siento amigo, tendrás que esperar al año que viene, las reglas son las reglas’.

      ‘Maldita furcia, que si compra leche, que si tiene que ser fresca…, por su culpa he llegado tarde’, mascullaba el hombre mientras se adentraba en el mercado con resignación.

      Horacio cerró la mirilla y se dirigió al centro de la taberna, una de las mesas había quedado libre, su mesa.

      Vestido con su mejores galas (al menos eso pensaba él), con la barba brillante y una tensa coleta, que no hacía mas que mostrar sus entradas, se encaramó a la silla y subió ágilmente a la mesa.

      Miró a su alrededor, todos los asistentes lo contemplaban en silencio, expectantes. Ese era el único momento del año en que Horacio era el verdadero protagonista, nadie se atrevería a interrumpirlo.

      Se aclaró un poco la voz y comenzó su discurso, un discurso que había ensayado noche tras noche, que había recitado una y otra vez mirándose al espejo, con un público fictício de sacos de legumbres y otras verduras.

      ‘¡Bienvenidos a los juegos del ‘

      ‘¡Hambre!, aquí algunos tenemos hambre’, interrumpió un anciano con síntomas de embriaguez.

      ‘¿Es que no puede uno hablar sin que un mequetrefe lo interrumpa?’, preguntó Horacio irritado.

      ‘¿Pe – pe – pero aquí se come o no?’

      Horacio dirigió una mirada a uno de sus hombres de confianza que pareció interpretar de inmediato, pues disimuladamente se acercó al anciano y lo alejó de la vista de los asistentes.

      ‘Como iba diciendo…’, prosiguió Horacio, ‘… Bienvenidos, como veo caras nuevas os recordaré las reglas del juego. En cada mesa encontraréis dos monedas, en el anverso se encuentra la efigie de la reina Priis, mientras que en el otro lado se encuentra el escudo de Takome.’

      ‘¡Ya nos sabemos las reglas, empecemos!’, gritó un hombre cobijado en la muchedumbre.

      ‘A ver, dejadme terminar o el próximo que me interrumpa no tendrá tanta suerte como el anciano que ha terminado alimentando a los cerdos’.

      ‘Mierda, se me ha escapado’ pensó Horacio.

      ‘Prosigamos… los emparejamientos se realizarán por sorteo. Cuando se establezcan las parejas, los participantes deberán depositar sobre la mesa la cantidad de dinero previamente estipulada. Por orden de edad, el mayor comenzará arrojando las monedas, seguido del otro participante. Si el resultado son dos reinas se llevará todo el dinero de la mesa, si por el contrario son dos escudos, el ganador será el otro participante.’

      ‘¿Y si es uno de cada?’, preguntó un hombre con un aspecto sospechosamente femenino.

      ‘A ver, si es que no me dejáis hablar… Si el resultado es una moneda de cada, se volverá a lanzar las monedas como antes, pero añadiendo cada participante una cuarta parte de lo apostado. Esta cantidad se depositará junto al resto de dinero, peeeeero’, Horacio hizo una pausa.

      ‘Si vuelven a obtener dos monedas diferentes en los sucesivos lanzamientos, esta cantidad ira a parar a la Taberna, osea a mí. Y volveremos al punto inicial de nuevo, creo que es bastante sencillo de entender, hasta el más cateto lo entendería…’

      Una vez hubo explicado las reglas, se bajó de la mesa y con toda la tranquilidad del mundo cruzó al otro lado de la barra y golpeó enérgicamente una campana, dando así inicio al juego.

      Los jugadores comenzaron a jugar, era una buena ocasión de volver a casa con ganancias, o perderlo todo…

      Un hombre de mediana edad se aproximó a la barra y posando su jarra sobre ésta le dijo a Horacio: ‘Llénamela y tómate una a mi salud.’

      Horacio cogió la jarra que le ofrecía el hombre y golpeó enérgicamente el culo de ésta con la palma de su mano y terminó de vaciar la espuma sobrante.

      Se aproximó al barril y llenó la jarra de nuevo, además de un pequeño vaso para él.

      ‘Aquí tienes, amigo. Brindemos’.

      Los dos hombres entrechocaron sus copas.

      ‘Horacio, ¿por qué no echamos una partida los dos?. No hace falta que apostemos mucho, sólo por divertirnos’, preguntó el hombre.

      El semblante de Horacio se ensombreció y miró pensativo a los jugadores, cada pareja en su mesa, lanzando monedas al aire.

      ‘Mira, te voy a contar algo.’, añadió Horacio.

      El hombre recorrió su bigote con la lengua tratando de alcanzar toda la espuma de cerveza que había quedado allí después del último trago y apoyó la jarra sobre la barra a la vez que escuchaba atento.

      ‘Hace algo más de diez años subí al campanario de Takome, me senté sobre el alféizar de la ventana y mirando mi última moneda me dije a mí mismo -Si sale cara me tiro, si sale cruz pido ayuda-. Esa ha sido la última vez que he jugado.’

      El hombre contempló a Horacio, sabía que había tenido problemas con el juego, pero no tenía ni la más mínima idea que casi le pudo costar la vida.

      ‘Ya se que te sorprenderá que organice este tipo de eventos… Pero desde la guerra con la Horda Negra Anduar ha cambiado. Aunque hayan firmando una especie de tregua, la gente viene con miedo, apenas traen riquezas consigo, por lo que ya no ingreso como antes.’

      ‘En eso tienes razón, Horacio. Anduar ya no es como antes, se ven menos mercaderes y pocos son los que se aventuran en los suburbios durante la noche’.

      Horacio miró a su alrededor y bajó la voz: ‘Últimamente parece que la guardia Nivrim está desatendiendo sus obligaciones…’

      El hombre asintió y, agarrando la jarra de nuevo, la vacío por completo de un solo trago. Sonrió a Horacio y se aproximó a alguna de las mesas.

      Horacio pasó un trapo por la barra y salió a ver qué tal iba las partidas. Cuando se aproximó a una de las mesas del fondo resbaló y cayó de culo al suelo.

      Se llevó una de las manos a su nariz y trató de identificar el líquido. Al menos no olía ni a orina ni a vomitado, pero no sabía qué era.

      Siguió con su vista el charco de líquido que se perdía debajo de una de las mesas. Sentado se encontraba un hombre inconsciente y, misteriosamente, el charco terminaba en sus piernas.

      Horacio consiguió levantarse, tratando de mantener el equilibrio sobre el charco. Y se aproximó a la mesa donde permanecía el hombre inconsciente.

      Apoyó su mano sobre su hombro y lo zarandeó levemente, sin éxito alguno.

      Era demasiado pronto para que alguien cayera ya víctima de los efectos del alcohol.

      Viendo que el hombre no respondía, cogió de su frente y levantó la cabeza. Al levantar la cabeza, algo quedó enganchado en una astilla de la mesa.

      Horacio tiró con fuerza y se quedó con algo peludo entre las manos, lo observó sorprendido. Se trataba de una mañana de pelo con una fina cinta…

      ‘¿Pero qué es esto?, ¡Una barba postiza!’, exclamó indignado Horacio.

      Horacio contempló los rasgos, del hombre que yacía inconsciente. Tenía una piel suave, una nariz pequeña salpicada por un sinfín de pecas, las cejas cuidadas…

      ‘¡Es una mujer!¿Qué hace aquí una mujer?¡Tienen la entrada prohibida!’

      Horacio dio un golpe en la mesa y los asistentes se callaron de golpe.

      ‘Sacadla de aquí antes de que la vean los guardias.’

      La guardia Nivrim había aceptado que Horacio organizara esta competición con la única condición de que no permitiera la entrada a ninguna mujer, bajo ninguna circunstancia.

      Uno de los ayudantes de Horacio levantó a la mujer y pasó uno de sus brazos por sus hombros.

      Mientras la arrastraba vio cómo seguía fluyendo líquido de entre sus piernas.

      La mujer recuperó la consciencia y miró a su alrededor, tratando de enfocar algo con la mirada, pero un retortijón en el vientre la hizo retorcerse en espasmos de dolor hasta perder de nuevo el conocimiento.

      En ese momento, el hombre que la llevaba observó como el líquido que fluía de ella, que antes era semi transparente, iba adquiriendo una tonalidad rojiza…

      Se apresuró en alcanzar la cocina y apartando de un manotazo cacharros y algunos vasos, hizo sitio para poder colocar a la mujer en uno de los bancos.

      Horacio entró detrás de él, miró a la mujer que yacía sobre el banco de mármol blanco, que poco a poco iba tiñéndose de un rojo carmesí.

      ‘¡Buscadlo, traedlo de inmediato!’, exclamó Horacio al contemplar el desastre.

      ‘¿Pero, dijiste que no querías volver a verlo en tu vida? Que si ponía los pies en la taberna era su sentencia de muerte.’

      ‘Llamadlo, no tenemos otra opción.’

      Un de los hombres de Horacio salió por la puerta trasera de la cocina y se aventuró en los arrabales de la ciudad.

      Si atravesar los arrabales no era nunca una buena opción, mucho menos lo era a estas horas de la noche. Algunos pícaros trataban de conseguir una míseras monedas, mientras que un par de borrachos perseguían a unas menores de edad intentando mostrar lo que ocultaban tras sus ropajes.

      Un par de prostitutas ya entradas en años, por decir algo, se aproximaron al ayudante de Horacio e inclinándose sobre él mostraron sus ya no turgentes mercancías, al hacerlo una de ellas exclamó ‘Ay, que fresquito está el suelo’, mientras recogía sus generosas y las volvía a colocar con mucho esfuerzo.

      El ayudante de Horacio siguió internándose en los arrabales, hasta que consiguió dar con lo que estaba buscando.

      Una destartalada casa presidía el callejón, al no tratarse de un sitio de paso era más que patente que el servicio de limpieza de la ciudad hacía caso omiso de esta zona. La basura se acumulaba a ambos lados del callejón formando a veces incluso una especia de barricada de basura y otros despojos.

      La cabaña de madera no tenía un sólo tablón alineado, pudiendo ver el interior de ésta desde cualquier punto. Un desvencijado cartel colgaba del dintel de la puerta, en el que se podía ver un extraño dibujo compuesto por un par de cuchillos y unas pociones.

      Brynt, que así era como se llamaba el ayudante de Horacio, golpeó con fuerza la puerta, llegando casi a desencajarla del marco.

      ‘¡Abre, es urgente!’

      Unos paso tranquilos se aproximaron a la puerta y tras un chirrido se abrió dejando a la vista a un enjuto ser de edad más que indeterminada que portaba unos lentes de grosor considerable.

      ‘¿Quién es y qué queréis de mi?, preguntó con su vocecilla Zirlin.

      ‘Corre Zirlin, Horacio te necesita. ¡Coge tus bártulos, es una urgencia!’

      Zirlin observó a Brynt, no le hacía ninguna gracia pisar la taberna de Horacio, nunca había conocido a una persona más desagradecida que Horacio, jamás le había agradecido todo lo que había hecho, si no fuera por él…

      Zirlin rebuscó en sus cajones y consiguió encontrar un maletín de piel de algún animal, lo cogió con sus dos diminutos brazos y apretándolo contra su pecho salió corriendo por el arrabal en dirección a la taberna.

      Brynt, sorprendido por la rapidez del diminuto personaje, salió corriendo detrás de él, mientras le gritaba que entrara por la cocina.

      Por suerte, o por desgracia, la taberna se encontraba bastante cerca de los arrabales, por lo que no tardaron mucho en llegar.

      Brynt abrió la puerta dejando que pasara primero Zirlin, el rostro de Horacio estaba desencajado. Lo que comenzó como una exitosa noche, se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla, una mujer había burlado la seguridad de la taberna y lo peor de todo, se estaba desangrando sobre su cocina.

      ‘¡Joder, habéis tardado una eternidad!’, exclamó Horacio impaciente.

      Zirlin observó la situación y se rascó su grasoso cuero cabelludo en busca de una respuesta.

      ‘Llamadme loco, pero… ¡está de parto!’.

      Zirlin se aproximó a su maletín que había dejado en una de las mesas de la cocina, extrajo un ungüento y lo aplicó por todo su brazo derecho, desde el codo hasta la punta de los dedos. Se giró y comenzó la exploración.

      ‘¿Pero qué haces?, ¡desgraciado!. ¡Saca la mano de ese pavo!, la mujer está aquí!’, Horacio golpeó la mesa con rabia.

      ‘De todos los tontos que podíamos encontrar…’, suspiró Horacio mientras cogió a Zirlin de los hombros y lo ponía justo en frente de la parturienta.

      Zirlin en un intento de limpiar sus lentes, pasó sobre ellas sus dedos untados en la viscosa sustancia, si antes tenía dificultades para ver…

      Palpó el borde del banco que tenía en frente suyo y fue subiendo hasta que tocó por fin el cuerpo de la mujer. Recorrió todo su cuerpo, por lo que pudo averiguar, se trataba de una mujer joven, no pasaría más del metro y medio de altura, delgada, pero sin síntomas de malnutrición, no parecía haber sufrido nunca una fractura ósea, su cutis no tenía arañazo alguno, sus piezas dentales estaban en perfectas condiciones…

      Zirlin exclamó ‘¡Esta mujer pertenece a la nobleza!’.

      Era prácticamente imposible gozar de una saluda mental así hoy en día en Anduar al menos que se tratara de algún miembro de la nobleza.

      Zirlin le levantó el vestido e introdujo su manos debajo de éste y comenzó a palpar, la cosa pintaba bastante mal, notó un denso coágulo de sangre.

      ‘Lamento mucho decir esto, pero no creo que sobreviva. Ha perdido demasiada sangre y si intento salvar al bebé, morirá. Un coágulo es lo único que la mantiene viva.’

      ‘Joder, en mi taberna no, en mi taberna no…’, repetía Horacio una y otra vez.

      ‘Tenemos que tomar una decisión ahora mismo o perderemos a los dos’, inquirió Zirlin.

      Horacio recordó a su hijo, le habría gustado verlo crecer, ser un padre en condiciones, si no fuera por esos malditos marineros borrachos seguiría allí…

      ‘Salva al bebé’

      Zirlin metió de nuevo las manos debajo de la mujer y estiró del coágulo con todas sus fuerzas, parte de éste salió disparado cubriendo parcialmente sus lentes. De inmediato la sangre comenzó a manar a borbotones de la mujer.

      Se limpió como pudo el coágulo y siguió escarbando dentro del cuerpo de la mujer, finalmente sacó de ésta un pequeño bulto cubierto de una espesa gelatina sanguinolenta.

      Zirlin se dio la vuelta, cogió uno de los trapos de cocina de Horacio y trató de eliminar la placenta del recién nacido.

      ‘¡Es negro!, bueno, negra… Pero negra negra.’

      ‘¿Pero qué chorradas estás diciendo?’, preguntó Horacio.

      Zirlin le tendió a Horacio el bebé para que lo observara, cubierto en un paño de cocina, aún con restos de placenta sobre su piel, sí que era cierto que la tonalidad de ésta era oscura.

      ‘¿Pero cómo coño sale una niña así de oscura?’, exclamó Horacio.

      ‘Horacio, mes-ti-za-je. El padre sería oscuro, vamos, un drow’, dijo Brynt bajando la voz en el final de la frase.

      ‘¡Lo que me faltaba! Salgo de una y me meto en otra… ¿A ver qué hago yo con una drow en mi taberna?’

      Zirlin se mesó la barba y exclamó ‘Si no la quieres, dámela, seguro que puedo darle algún uso’.

      ‘Maldito matasanos, incluso arrojada al Iarduin sería un final más digno que acabar contigo’.

      Horacio se detuvo pensativo, no era tan mala idea. ¿Qué iba a hacer con una niña oscura él? La guardia Nivrim empezaría con sus preguntitas de siempre, esto sólo podría traerle problemas.

      ‘Zirlin, ya has hecho todo lo que podías hacer, aunque me cueste decírtelo… gracias. Puedes volver a tu ‘consulta médica’.

      Zirlin miró a Horacio sorprendido por su extraña gratitud, guardó su delantal en el maletín junto con el resto de instrumentos y abandonó la cocina, con una curiosa sensación de felicidad, por fin Horacio había pronunciado las palabras que tanto había deseado escuchar.

      ‘Brynt, vuelve al salón, vigila que todo vaya en orden. Que no falte cerveza en todas las mesas.’

      Brynt sintió que Horacio se equivocaba, en situaciones de estrés no razonaba correctamente. Pero, en cierto modo, le debía a Horacio mucho, incluso su propia vida, así que resignado abandonó la cocina en dirección al salón de la taberna.

      Horacio, tomando a la recién nacida, la envolvió aún en más telas y la colocó en un zurrón que cruzó sobre sus hombros.

      Una vez hecho ésto, abandonó la cocina en dirección a las caballerizas de Anduar.

      ‘Por favor, no llores, no llores que me sentencias…’, murmuraba Horacio mientras llegaba a las caballerizas.

      Por suerte el mozo de las caballerizas estaba dormido, o mejor dicho demasiado borracho para poder atenderle. Cogió uno de los caballos en silencio y lo llevó de las riendas hasta las puertas de la ciudad.

      Tenía un objetivo en mente, estaba un poco lejos, pero llegaría. El río Iarduin.

      Le llevó apenas un par de horas llegar a su destino, en el camino de Ëarmen había un puente y, junto a éste, un pequeño sendero que se desviaba. Se adentró en el sendero para alejarse un poco del camino, no quería ser visto.

      Encontró un árbol secó, desmontó de su caballo y ató las riendas en el tronco del árbol.

      Bajando una pequeña pendiente llegó por fin a la orilla del río. Apartó unos juncos y se metió en las aguas hasta los tobillos.

      Sintió como si cientos de agujas le atravesaran los tobillos.

      Descolgó el zurrón y sacó de éste a la recién nacida envuelta en telas.

      Cogiéndola con sus dos manos, la acercó al agua y la depositó con cuidado.

      Contempló cómo el pequeño bulto flotante era arrastrado por la corriente, cambiando el recorrido con cada ramita con la que tropezaba o con cada pequeña roca.

      Perdió de vista a la pequeña y una lágrima recorrió su mejilla.

      Salió del agua y subió por la pendiente hacia el camino, en busca de su caballo.

      De repente, surgió de entre los juncos un enorme brazo peludo y’ con sus afiladas garras, agarró el bulto que iba flotando de aquí para allá…

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