Inicio Foros Historias y gestas La maldición del claro

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    • Nherzog
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      Las almenas del bastión de plata quedaban a su espalda, y la tenue luz de su antorcha, movida por el viento a los lomos de su fiel leona, parecía un cometa bajo el oscuro manto de la noche carente de la presencia de Argan y Velian. Se aferró fuertemente al pelaje del valeroso animal y se adentró en el frondoso follaje del vital bosque.

      No tardó en encontrar a su vieja amiga Naiad, nada más poner pie en tierra en el floreciente claro, que resplandecía como un oasis de paz en medio del castigado paraje natural de su alrededor. Dirigiéndose hacia ella le encomendó el cuidado de su apreciada montura, que se puso a juguetear como el más calmado felino entre los brazos de la bella druida, y se adentró en la zona más septentrional del lugar, bordeando la ruta occidental que se adentra en los salientes de la cercana cordillera.

      Pronto se topó con las molestas, más que peligrosas, arañas que llevaban tiempo dando problemas a los habitantes del claro, deshaciéndose de ellas con una pasmosa facilidad. Franqueando el olvidado túmulo, tuvo ocasión de presenciar la finura de las construcciones, ya deterioradas por el paso de los años. Su cabeza fue capaz de imaginar que próspero reino pudo florecer allí, si no fuera por la mano del maligno.

      Al fondo del corredor, franqueado por pequeños cuartos de guardia y un gran número de no muertos, se encontraba el acceso al antiguo salón del trono, donde se dice que la locura y la avaricia vencieron la lucha a la razón. Se deshizo con algún que otro problema de los que en otra vida habían protegido con bravura la entrada a tan honorable habitáculo y derribó los pequeños trozos que aún sobrevivían –que contradicción- de lo que parecía ser un portón.

      Evito un ataque fugaz proveniente de su flanco derecho, con la destreza de un joven soldado, pero un segundo ataque casi logra trastabillarlo. En guardia, como en sus días de gloria, aferró su gran martillo, portador de la luz de los cielos, y golpeó el plexo solar de lo que ahora era un amasijo de huesos, harapientos ropajes y una roñosa corona carente de engarces. La figura de Lhioker se desplomó entre enfermizos vapores, dando paso a que el intrépido paladín saltara para culminar su magistral golpe con un poderoso ataque que literalmente vaporizó lo que parecía ser un cráneo humano. El rey de los días antiguos, aquel que comandaba a las fúnebres huestes del túmulo, había caído.

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