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<h2>II. El aprendiz</h2>
Una gota de sudor se deslizaba por la sien de un intranquilo Parge en la sala de espera. El conjunto de emociones que había experimentado desde que identificara a la ilusionista en la Calle Mayor era difícil definirlas. Parge dudaba catalogarlas entre sorprendentes o aterradoras. En primer lugar dos engendros mecánicos, autómatas los llaman los gnomos, aparecieron en la plaza emitiendo un tremendo ruido de golpes metálicos y piedra. Llevaban por cabeza una jaula de tres compartimentos con gatos en celo que aullaban amargamente lo que servía para alertar a la gente de su presencia y los gnomos rápidamente se apartaban de su camino para no ser pisados. Se dirigieron al muro ígneo de la Gran Inventora y lo atravesaron sin titubear para detenerse frente a los pillos capturados que apretaban fuertemente los puños contravenidos por el desarrollo de su simple asalto. Largos tentáculos brotaron de los laterales de las ominosas máquina que tantearon hacia el frente para capturar a los delincuentes, y a una farola, y a una papelera, y a un puesto de delicias de Takome y los arrastraron hacia una abertura recién aparecida en el pecho de los monstruos mecánicos. Parge horrorizado no pudo evitar una exclamación de sorpresa al ver cómo la máquina engullía las criaturas vivientes, delincuentes o no, ni siquiera Takome era tan cruel con los maleantes. Su tono de voz grave llamó la atención de los gnomos que le rodeaban y no pudieron evitar soltar unas risitas agudas que se convirtieron en carcajadas cuando, tras cerrarse la abertura frontal, una persiana se abrió en la parte posterior de los autómatas permitiendo ver, tras un estrecho enrejado, a los dos delincuentes atrapados. Engullían afanosamente las delicias capturadas ante la atónita mirada del tendero que, enrojeciendo de ira, empezó a gritarles en el inteligible idioma de los gnomos. Las infantiles risas de los gnomos resultaban contagiosas y Parge no pudo hacer otra cosa que unirse a ellos.
De repente, un atronador sonido, como si el mismo cielo se desgarrara en pedazos, seguido de un silbido perturbador que amenazaba con hacer estallar los oídos se apoderó de toda la ciudad dos voces metálicas, como si gritaras dentro de un cubo gigante, resonaron por toda la ciudad haciendo sentir a Parge, por un momento, que el corazón le saldría por la boca:
Es mi turno Maese NiPaTiNiPaMi, ¡yo tengo que dar el aviso! – decía la primera
Imposible Maese NiSiNiNo ¡usted dió el último aviso! – era la respuesta.
Se escuchó de nuevo ruidos extraños, jadeos y forcejeos mientras Parge, poco a poco, identificaba las cajas de latón, distribuidas por la ciudad, de las que parecía provenir el sonido que inundaba el aire.
¡Estimados convecinos y visitantes! – parecía que el personaje llamado NiPaTiNiPaMi había resultado vencedor – ¡Nos congratula anunciar que con la llegada de la dama Sheerinive CoCoLoCo el consejo está completo y celebrará audiencia en la EstaSalaEsParaCelebrarAudiencias del Palacio a partir de la tercera explosión.
Parge recordó entonces el sistema de medición del paso del día en el interior de la Montaña, puesto que el sol no llegaba a indicar el comienzo y final de cada día usaban explosiones que, en función de dónde se originaran, indicaban la hora. La explosión junto al palacio indicaba el mediodía y la medianoche, dependiendo de la intensidad. Los gnomos, acostumbrados a dormir sencillamente cuando era necesario adaptaban su forma de vida en función de este curioso reloj, así, los que dormían por la mañana huían del noroeste de la ciudad, pues entre las siete y las doce era el área más ruidosa. En cambio, los que dormían al atardecer solía evitar el sur, pues de 3 a 9 era la zona donde se acumulaban las deflagraciones. Para los despistados cada explosión iluminaba una talla gigantesca en la pared interior de la montaña con el número de la hora que marcaba, así que al seguir el ruido de la explosión bastaba esperar uno minutos hasta que se aliviara la humareda para saber la hora exacta que se había detonado. Lamentablemente no era infrecuente que dos horas sonaran a la vez pillando a alguien despistado. Los accidentes ocurren, se repetían entre ellos casi como un rezo. La verdad es que la mortandad en Ak’anon tenía valores tan altos como el peor infierno orco.
Parge se desvió hacia el norte entre calles secundarias hasta encontrar una taberna esperando la hora de la tercera explosión. Conociendo el sistema de medición que convertía la ciudad de Ak’anon en un gigantesco reloj estuvo pendiente de las explosiones con la idea de identificar en qué hora exacta del día encontraba, a los pocos minutos tuvo la suerte de oír la primera y salió corriendo de la taberna dejando unas pocas monedas y una cara de pocos amigos en la barra. Dio vueltas a su alrededor como una peonza intentando localizar la humareda que identificaría la hora pero fue imposible, volvió a la taberna preocupado y nada más sentarse en el diminuto pero resistente taburete una nueva explosión le hizo levantarse de un salto hasta casi dar con la cabeza en el techo y volvió a asomarse. Con el paso del tiempo se acostumbró a las explosiones, casi una constante en la ciudad de los Gnomos, cuando no eran provocadas eran accidentales pero habían quedado ahogadas por la bulliciosa vida de la capital de Urlom y, hasta ahora que les prestaba atención, no se había percatado del gran número de explosiones que habían constantemente por toda la ciudad, maravillándose para sus adentros de que todavía quedaran gnomos en Ak’anon. Su hilo de pensamiento empezó a circular por derroteros oscuros sobre la crianza y gnomos y si eran nacimientos únicos o camadas enteras para poder mantener la población cuando un pequeño terremoto sacudió el bar entero seguido de un silbido agudo que murió en un estallido de estruendo. Sorprendido miró al camarero con gesto interrogante y éste le replicó de inmediato:
Llevas casi una hora saliendo a ver las explosiones, extranjero – no faltaba el desprecio en la forma en que subrayó la palabra desprecio – seguro que ésta es la que buscabas pero…
¿Pero? – replicó Parge ansioso por salir a ver si realmente esta curiosa explosión marcaba la hora
Pero si querías saber la hora solo tenías que haberla preguntado ¡gigante idiota!
Las risas se extendieron por todo el local, y cada uno de los gnomos allí sentados sacó pequeños relojes de sus pequeños bolsillos y los enseñaron en una especie de bienvenida local para los extranjeros. Con las orejas tiritando por la rabia y la vergüenza Parge abandonó el local sin decir palabra. Inmediatemente, al noreste de la ciudad, identificó una humareda coloreada que se desvanecía lentamente dejando ver un gigantesco número dos tallado en la roca, número que pasaría desapercibido por la oscuridad de la zona de no ser por las pequeñas guirnaldas que flotaban en el aire iluminando la pared, y que descendían suavemente mientras se apagaban. Sin dudarlo comprendió que aquel era el reloj y que indicaba que eran las dos. Con la hora de tiempo que tenía hasta la audiencia decidió aproximarse al palacio y esperar allí. Debía encontrarse con la dama Sheerinive y entregarle la misiva que le dirigía Lady Kashiwa. Ese primer encuentro iba a ser muy importante por lo que debía presentarse con la mejor disposición y talante. El genio impredecible de la diminuta gnoma era un factor riesgo en su empresa y, a pesar del aval de Kashiwa aún no las tenía todas consigo, no sería fácil convencerla para entrar a sus órdenes como aprendiz.--
La frase que en el 97 leí en la pantalla de Galmeijan y me abocó a este oscuro mundo:
Orco te golpea con su cimitarra.
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