Inicio › Foros › Historias y gestas › Los orígenes de Lindria (RegII | Parte 1)
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Nací en la ciudad de Anduar, de la que poco se puede decir que no sepa ya cualquiera, en el seno de una familia acomodada aunque sin gran pretensiones, lo que sería, debo admitir, un pequeño linaje burgués.
Mi padre era un alquimista de cierto éxito en su campo, aunque sus investigaciones poco convencionales sobre el crecimiento de las plantas le habían relegado a un posición más bien modesta entre sus colegas. Le recuerdo siempre con la túnica negra típica de su profesión (en la que no se aprecian las manchas que suelen acompañan a su trabajo) y unas gafas redondas con montura de oro que solía limpiar obsesivamente. Cómo un hombre de su sobriedad acabó con una mujer como mi madre es un misterio que todavía hoy no he logrado descifrar. Ella es una poetisa de renombre en la ciudad y digo poetisa, que no bardo, pues ella misma se ha encargado de dejar clara esa distinción en numerosas ocasiones. Mi hogar alternaba entre una ruidosa corriente de vivacidad cuando mi madre estaba en casa y un remanso de paz cuando ella salía y mi padre se encerraba en sus investigaciones.
Desde pequeña mis padres intentaron despertar en mi la pasión por sus respectivos oficios. La primera fue mi madre que, soñando con una especie de asociación madre e hija que haría las delicias de los espectadores decidió apuntarme a clases de diversas artes, en las que prontó descubrí que pinto muy mal, canto aún peor y mi habilidad para las metáforas poéticas es nula. Fue en aquella época, cuando contaba con unos 9 años, cuando se manifestaron por primera vez mis capacidades mágicas.
Ocurrió mientras me saltaba por enésima vez las clases de baile de la Señorita Farragosa, que parecía haberse tragado un palo de escoba que encima le había sentado mal y en las que también descubrí, por cierto, que mi habilidad para la danza y el equilibrio es similar a la que puede poseer un pato mareado. Así pues, me encontraba sumergida en una actividad mucho más emocionante: explorar una casa abandonada que había captado mi atención un tiempo atrás.
Había investigado ya el primer piso (bastante decepcionante por cierto) cuando decidí tentar a la suerte con la esperanza de descubrir algún gran secreto. Subí a la segunda planta por unas escaleras desconchadas y medio derruidas que habrían hecho entrar en pánico a cualquier adulto que se hubiese asomado por casualidad a uno de los agujeros, antaño ventanas, que se abrían en los laterales de la vivienda en ruinas. Como era de esperar, el segundo piso no se encontraba en mejores condiciones y apenas di unos pasos hacia el centro de la habitación, el suelo se hundió.
Lo recuerdo muy bien. Fue como si el tiempo se ralentizara. Mi corazón se aceleró al oir el terrible ruido de la madera al quebrarse y saltó de pánico cuando mi pie se hundió en la vieja alfombra como si de arenas movedizas se tratara. El suelo colapsó desde mi posición, cayendo en el primer piso con un estruendo terrible que aún resuena en mis oídos al recordar y creando una trampa mortal de madera astillada y puntas afiladas que habría acabado conmigo… si hubiese caído con él. No sé si fue el deseo pueril de simplemente no caerme o un refinado instinto de supervivencia, pero en lugar de seguir la ley de todas las cosas que suben quedé flotando sobre el desastre, el pie que se había hundido aún extendido y los brazos alzados en un reflejo muy humano. Cuando el estruendoso ruido se disipó, simplemente levité lentamente hasta el suelo, quedando intacta en medio del caos.
Me arrastré como pude fuera de las ruinas y esquivé a los curiosos que acudían debido al estrépito. En mi inocencia, pensé que si volvía a casa a la hora a la que se suponía acababan mis clases mis padres no tendrían que enterarse de lo que había ocurrido. Obviamente, cuando llegué cubierta del polvo del derrumbe, con el vestido desgarrado y las extremidades llenas de arañazos que me había provocado al arrastrarme entre la madera astillada mis padres supieron de inmediato que algo había ocurrido. Recibí una monumental bronca y la prohibición de salir sola de casa en varios años, pero al menos mi madre dejó de apuntarme a clases.
Como no podía salir mucho de casa y mi madre ya no ocupaba todo mi tiempo libre con sus tediosas lecciones, mi padre decidió tomar el relevo y enseñarme los secretos del arte que le apasionaba. Lo cierto es que lo encontré muy interesante, quizá demasiado, pues las directrices sobre seguridad que intentaba inculcar en mí me parecían diseñadas únicamente para entorpecer mis avances. No pasó mucho tiempo hasta que se cansó de presentarse en eventos sociales con las cejas o el nacimiento del cabello quemados producto de algún experimento que yo había considerado vital y decidiera prohibirme por completo la entrada a su laboratorio.
Sin embargo, aquellas largas tardes sirvieron para algo, pues aunque no me permitía entrar en su santuario, a menudo salía de él y me leía los libros que le habían fascinado durante su infancia. Historias sobre grandes magos y exploradores, algunas reales y otras fruto de la imaginación de algún autor, que descubrían grandes secretos y cambiaban el curso de la historia. Esto no causó ningún cambio en mi personalidad, ya de por si curiosa y proclive a las aventuars, pero sí respondió a la pregunta que tantas veces me había hecho sobre una parte del incidente de la casa abandonada que no me había atrevido a desvelar a mis padres ¿por qué no había caído? ¿qué o quién me había detenido? La respuesta, en forma de relato fantástico, se encontraba en aquellas historias: magia.
Mi padre se alegró cuando le confesé que creía tener aptitudes mágicas y le conté sobre mi involuntaria levitación, decidió llevarme con mi abuela, que en aquel tiempo era profesora en el Colegio de Magos de la ciudad, para que confirmara mis suposiciones.
Mi abuela es una mujer severa que suele mirar a la gente por encima de sus gafas de nácar y no precisamente con una sonrisa. Tampoco lo hizo cuando mi padre le puso al corriente del incidente, si no que se limitó a lanzar sobre mi un par de hechizos sencillos y hablar con él en una habitación aparte. No sé que le dijo en aquel cuarto pero mi padre salió echó una auténtica furia y, cogiendome de un brazo, me arrastró fuera de la casa sin ni siquiera despedirse. Durante el camino de vuelta me aseguró en varias ocasiones que en cuanto cumpliese doce años haría la prueba de aptitud para entrar en el Colegio y ya veríamos entonces si yo tenía alguna habilidad o no. Creí que aquel era un buen recuerdo hasta que le revisé de nuevo muchos años después.
Nada notable ocurrió en mi infantil existencia hasta que llegó el esperado mes de Rutsel en el que, con 12 años recién cumplidos y flanqueada por mis padres, crucé las inmensas puertas del Colegio de Magos con la intención de presentarme al examen de acceso en el que, de una vez por todas, se dirimirían mis aptitudes para la magia. Recuerdo sentirme cohibida en aquel vestíbulo de techos imposiblemente altos, atiborrado de otros aspirantes que, como yo, esperaban el que sería el momento más importante de sus cortas vidas.
Mi madre danzaba entre los presentes, sintiendose cómoda como siempre en cualquier situación social, saludando a viejos conocidos y haciendo nuevas amistades. Mi padre, sin embargo, se mantenía a mi lado,como una presencia confiable en aquel lugar diseñado para improntar en los visitantes la gravedad e importancia de las enseñanzas que allí se impartían. La algarabía de sonidos que retumbaban en las paredes de piedra cesó de inmediato cuando una voz clara resonó mágicamente por encima de todas las demás, dándonos la bienvenida y relatando de forma mecánica las instrucciones por las que el proceso de selección se llevaría a cabo. En aquel momento me encontraba tan nerviosa que de lo que aquella voz nos dio a conocer y de la espera que vino después solamente recuerdo la mano que mi padre puso sobre mi hombro y cómo su peso parecía devolver la esencia a un mundo que a mí se me antojaba brillante y artificial.
Finalmente mi nombre se alzó sobre las cabezas de los presentes, indicando que era mi turno. Avancé con timidez entre las miradas de los que aún esperaban hasta una puerta donde me esperaba un hombre que en aquel momento me pareció viejo, pero que echando la vista atrás seguramente apenas rozaba la madurez. Me guió amablemente a través de la puerta hasta una pequeña sala donde tres magos de aspecto grave esperaban sentados tras una larga mesa de madera.
Mi mirada recorrió la sala con nerviosismo y observé una figura familiar al fondo de la misma. Mi abuela. Sentí el alivio recorrer mi cuerpo, pues en aquel momento no le otorgaba excesiva importancia al incidente que había provocado el distanciamiento entre ella y mi padre y pensé que había acudido para apoyarme. Quizá no me equivocaba, aunque conociendo su carácter seguramente se trataba más bien del deseo de observar en primera persona la confirmación de lo que había vaticinado años atrás. Le sonreí pero ella solo frunció el ceño, lo cual me llenó de desconcierto y aumentó mi ansiedad.
El mago con el que había entrado, sin embargo, sí me sonrío cuando me empujó amablemente hasta el centro de la sala, donde una luz más brillante que las demás me iluminó sin dejar lugar a trampas ni intenciones aviesas.
No me apetece relatar el fracaso que tuvo lugar en aquel cuarto, ante la mirada atenta de tres jueces y dos testigos que no perdieron detalle de mis infructuosos intentos por demostrarles algo de la magia que yo estaba convencida de poseer. Cuando se convencieron por fin de que no había dentro de mí ni una sola fibra de poder mágico, me indicaron que saliese de la sala por la puerta lateral, donde mi abuela esperaba con una expresión de decepción en el rostro.
Fue ella la que le dio la noticia a mis padres. “No posee habilidades mágicas de ningún tipo”. Unas palabras que cayeron como una losa tanto sobre mí como sobre ellos, en especial sobre mi padre, que durante años había creído a pies juntillas mi historia sobre levitación en la casa abandonada y se encontraba quizá ahora dudando de su propia hija y en la humillación de reconocer que su madre tenía razón.
Quizá estoy siendo, en este relato, algo dura con mi madre. Es cierto que la considero una persona frívola, pero también que nunca me falló cuando necesité de su consuelo o ayuda. Cuando volvimos a casa sentía la abrumadora decepción de mi padre incluso con mayor intensidad que la mia propia pero ella, con la ligereza que la caracterizaba, pasó la tarde bromeando sobre aquellos magos estirados y cómo era una suerte que yo no acabase en aquel colegio frío y oscuro. Incluso compró una selección de los mejores dulces que jamás he probado para “celebrar” mi fracaso al ingresar en la escuela.
Pese a los esfuerzos de mi madre me sentí profundamente deprimida por aquel fracaso. El futuro que había imaginado y soñado se hizo jirones frente a mis ojos hasta desaparecer por completo. Lo peor de todo es que, en el fondo de mi ser, lo sabía. Durante años me había esforzado en mostrar algún tipo de talento, una pequeña luz mágica, un objeto que se mueve unos centímetros… pero pese a que puse en ello toda mi pasión y ambición, jamás pude canalizar a través de mí la más mínima energía mágica de forma voluntaria. Esa consciencia de realidad no mitigó el golpe, más bien al contrario lo hizo aún más acusado, demoliendo el castillo en el aire que tantos años me había costado alzar, con la diferencia de que está vez caí con él.
Me recluí en mi habitación releyendo los libros que en el pasado me habían llevado lejos de mi hogar, lejos de realidad que en ese momento me abrumaba. Me negué a hablar con mis padres, a pasar el rato con los hijos de los vecinos que se habían acostumbrado a que yo liderase sus juegos, llevándoles a los reinos de fantasía que en aquel momento atesoraba de forma egoísta, cuando salía para comer lo hacía de forma lánguida, dejando resbalar sobre mí estoicamente los consejos que mi madre me ofrecía. Solo interrumpía mi obsesiva lectura para refugiarme en la almohada cuando los gritos de mis padres discutiendo sobre mi situación se filtraban entre las tablas del suelo de mi habitación.
No sé cuanto tiempo pasé en aquel estado, supongo que no mucho, pese a que en mi melancolía adolescente imaginé que las estaciones pasaban frente a mi ventana mientras yo palidecía regodeándome en mi propia miseria. Finalmente mis padres se cansaron de la situación y resolvieron, debo decir que sin mi consentimiento ni mi expresa negativa, inscribirme en la escuela de eruditos. Supongo que malinterpretaron mi obsesión por las historias fantásticas con amor por los libros y, en palabras de mi padre, al menos allí podría estudiar la magia desde un punto de vista teórico. No puedo expresar lo triste y patético que me pareció aquello.
Sin embargo, he de agradecerles aquella decisión. Lo cierto es que la escuela de eruditos me permitío adquirir conocimientos que demostrarían ser de gran utilidad en el futuro. Nunca imaginé que entre aquellos muros llenos de escolares pálidos, muchos de los cuales lividecían aún más ante la sola mención de visitar aquellas tierras cuya historia y lengua estudiaban con tanta pasión, estaba forjando en realidad una sólida base para el trotamundos inquieto en que me convertiría después. Mis calificaciones nunca fueron superiores a la media, si acaso me conformaba con notas mediocres que me permitían seguir avanzando en el mundo académico hasta conseguir el título que justificaría mis, por otra parte no demasiado notables, esfuerzos. Pero eso no significa que careciese de ambición o que no pusiera empeño en mi formación, al contrario, el tiempo que no pasaba estudiando lenguas o geografía, lo empleaba en la gran biblioteca estudiando antiguas leyendas y, pese a lo patético que me había parecido en el pasado, historia de la magia.
Fue a la edad de 18 años, cuando terminaba la formación básica en erudición, cuando comenzaron las pesadillas que darían un vuelco a mi existencia. Al principio no les presté atención achacándolas al estrés de los exámenes finales y la inevitable angustia que conlleva el final de otra etapa vital. Pero pronto dejaron de ser meras anécdotas que comentar entre mis compañeros a la hora del almuerzo para convertirse un auténtico fastidio que desorganizaba mis horarios de sueño cuando noche tras noche me despertaba con el corazón desbocado después de haber luchado en otra batalla que, pese a pertenecer al mundo onírico, perturbaba mis sentidos como si de un recuerdo real se tratase. Por si fuera poco, me parecía oir entre el ruido propio de los combates susurros que me nombraban y apremiaban a hacer algo que en aquellos momentos no podía dilucidar.
Con el tiempo las imágenes del sueño se volvieron más borrosas y los susurros más audibles, hasta que me sorprendí tratando de descifrar sus palabras en el scriptorium o la biblioteca, cuando los ruidos mundanos se apagaban y el silencio que inundaba aquellos lugares les permitía hacerse presentes. Traté de ignorarlos pensando que se trataba de una señal inequívoca de mi inminente descenso a la locura, como si de ser así pudiera hacerlos callar de aquel modo, pero ellos, tercos, empezaron a seguirme más allá de los silenciosos muros de mi escuela, a través de las ruidosas calles de Anduar y hasta la seguridad de mi hogar, donde se atrincheraron y tomaron cada vez más fuerza.
Aquella fue una época oscura en la que casi no dormía, los susurros me acechaban día y noche impidiéndome concentrarme y descansar, interfiriendo en los examenes que en ese momento creía que iban a determinar mi futuro, desequilibrándome poco a poco. Sabía lo que debía hacer pero el miedo a ser tachada de loca o decepcionar de nuevo a mis padres me consumía cada vez que intentaba confesárselo a alguien. No sé cómo pero casi me acostumbré a ellos, relegándoles a una parte oscura de mi mente donde seguían reclamando mi atención incansablemente.
Una de las incontables noches en las que desperté bruscamente de otra pesadilla, algo desquiciada ya y decidida a caer en la locura de una vez por todas si aquel era mi destino, me armé de valor e hice algo que había evitado hasta ese momento. Intenté hablar con ellos. Al concentrarme en las palabras que seguían repitiéndose obstinadamente descubrí que aquellas voces no se originaban dentro de mí, si no que, si me esforzaba, podía rastrear su procedencia basándome en su fuerza y claridad. Cuál fue mi sorpresa cuando me guiaron no hasta algún lugar oscuro y terrorífico como yo esperaba, si no hasta el sótano de mi propia casa, que pese a encontrarse a rebosar de cajas y objetos deshechados no era en absoluto un lugar siniestro ni que evocara terror alguno.
A medida que bajaba las escaleras iluminada por la temblorosa luz de la lámpara de aceite que había traido conmigo, los susurros subieron de nivel hasta convertirse en palabras pronunciadas en antiguas lenguas que no conocía, pero que imprimían en mi mente una inequívoca llamada y me apremiaban a encontrarlos. Aparté los trastos tratando de hacer el menor ruido posible hasta que, en el fondo de la estancia, un cofre llamó mi atención. La oscuridad del lugar me permitía distinguir una leve claridad que se filtraba entre sus junturas y la curiosidad me hizo olvidar cualquier advertencia que hubiese podido leer sobre objetos malditos que llaman a su víctima en mitad de la noche.
Dejé la lampara junto a mí y me arrodillé ante el recipiente, que pese a poseer un candado no se encontraba cerrado con llave. Al abrirlo, encontré un objeto alargado que brillaba a través de la tela en la que había sido cuidadosamente envuelto. Lo tomé con cautela, temerosa de que fuera algo frágil y, por qué no decirlo, del secreto que sentía estaba a punto de descubrir.
Cuando desenrrollé la tela y mis manos tocaron el frío metal de la espada que se encontraba dentro, una serie de visiones inconexas inundaron mi mente. Vi campos de batalla, rostros de personas que no conocía me miraron con cándidez u odio, paisajes sobre los que había leído se abrieron ante mis ojos como si me resultaran familiares y finalmente una vívida imagen de mi misma sosteniendo la espada que tenía entre mis manos, solo que el cuerpo que observaba no era el mío en absoluto.
Mi desconocida imagen observó como en el filo de la espada se formaban runas de un poder extraño, de su mano emergió una luz brillante y, dirigiendo su mirada directamente hacía mí, grabó en mi mente un conocimiento olvidado durante largo tiempo. Supe entonces el porqué había podido salvar mi vida mediante la magia y la razón por la cual no había sido capaz de emular aquel prodigio. Supe entonces lo que soy, un mago rúnico que descubrió cientos de años atrás la manera de reencarnarse ligando su alma a la espada que ahora sostenía entre mis manos.
Me quedé allí durante largo tiempo después de que las visiones acabaran, tratando de retener en mi mente las imagenes que se desvanecían poco a poco, dejando en mí únicamente la certeza de mi condición, pero ningún recuerdo sobre mis vidas pasadas. En aquel lugar, durante un breve instante, lo supe todo, todo lo que había hecho, lo que había vivido, muchas de las cosas que intento descubrir incluso hoy día, pero mi mente, quizá para protegerme o quizá porque ni siquiera la magia es capaz de mantener durante mucho tiempo los recuerdos de muchas vidas en una sola, borró toda aquella información en cuestión de horas.
Cuando salí del sótano la clara luz del amanecer comenzaba a proyectarse sobre la ciudad, invadiendo los hogares de sus habitantes. Me senté en la mesa de la cocina mirando a la nada, aferrando con fuerza la espada, sin darme cuenta que su filo abría poco a poco una herida en la palma de mi mano, dejando que la sangre fluyera por su filo y se balancease un momento en el extremo puntiagudo antes de gotear en el suelo de la cocina.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que empecé a sentir ruido a mi alrededor, mi madre gritando, alguien me arrancó la espada de las manos y volví en mi cuando sentí un intenso escozor en mi palma. Con gran dificultad, miré a mi alrededor, mi padre me aplicaba un cataplasma mientras mi madre vociferaba y daba grandes zancadas alrededor de la habitación. Con gran dificultad, intenté concentrarme en explicarles lo que había sucedido.
Puede que no fuera el método más ortodoxo del mundo, pero ciertamente el vaso de licor transparente que mi madre me hizo tragar me espabiló de inmediato. Empecé a relatar atropelladamente lo que había sucedido desde que empecé a tener pesadillas, sin pasar por alto los susurros que finalmente me llevaron a descubrir la espada. Mis padres me escuchaban con atención, interrumpiendome solamente cuando mi relato se volvía demasiado difícil de comprender.
Cuando terminé de describir las visiones que había tenido y la innegable certeza de lo que era en realidad, me di cuenta de que respiraba agitadamente y una gran sonrisa iluminaba mi rostro, sin embargo, la expresión preocupada de mis padres y su elocuente silencio sustituyeron mi excitación por una sensación de temor indeterminado.
Lentamente y dando mucho rodeos, mi padre comenzó a relatar la historia que rellenaría los huecos que había en la mía. Mi madre pronto le interrumpió explicando de forma más directa y un poco molesta como, 18 años atrás, días después de mi nacimiento, un anciano al que nunca habían visto apareció ante la puerta de aquella misma casa con la espada que ahora descansaba en la mesa de la cocina.
“Ni siquiera entró en la casa” dijo mi madre “solo nos hizo prometer que te entregaríamos la espada el día de tu 18 cumpleaños, no se marchó hasta que accedimos a ello. Pero tienes que entender, Lindria, que el asunto parecía demasiado extraño y no sabíamos lo que aquel hombre pretendía, así que decidimos que la guardaríamos y no volveríamos a hablar del tema.”
No sé si fue el fuego de la adolescencia que apenas comenzaba a abandonar o habría reaccionado de la misma forma hoy, pero me sentí profundamente traicionada ante aquella revelación. Con la emoción de la verdad recién descubierta aún fresca en mi mente, me pareció que mis padres habían decidido condenarme a una vida de mediocridad cuando claramente mi destino se encontraba en lugares más elevados.
Me levanté con violencia y grité, desahogando el rencor acumulado durante seis años después de que el colegio de magos se negara a reconocer mi potencial, el miedo a la locura que me había acompañado las últimas semanas y otros sentimientos que nada tenían que ver con ellos ni la hoja que descansaba entre nosotros. Mi madre comenzó a gritar de vuelta, pero la mano de mi padre sobre su brazo le hizo callar y ambos aceptaron mis reproches sin pronunciar una palabra.
Cuando sentí que no tenía nada más que decir, tomé la espada y me encerré en mi habitación, a solas con el maravilloso artefacto que me había revelado tantas cosas, tantas cosas que ya no podía recordar. Cuando sentí que mi ira se había disipado por completo, bajé a la cocina para encontrar la casa silenciosa y vacía, mi madre debía de haber salido a trabajar y, cosa extraña, mi padre no estaba en su laboratorio. Con tiempo para reflexionar a solas, me sentí arrepentida de mi arranque de cólera y las cosas terribles que había dicho, aún hoy no me he perdonado aquel momento de debilidad.
Esa misma noche mi padre apareció en casa cargando un montón de libros antiguos. Con timidez comenzó a explicarme que había pasado el día en diferentes bibliotecas, recopilando toda la información que pudo encontrar sobre runas antiguas y sus creadores. Aquella muestra de amabilidad no ayudó a aplacar mi sentimiento de culpa y me sentí aún peor cuando mi madre llegó contando historias sobre orgos y magos rúnicos. Aunque debo agradecerles de todo corazón que se mostraran tan comprensivos, no sé si yo habría hecho lo mismo.
Comenzamos a investigar aquella misma noche, aunque la tarea demostró ser mucho más complicada de lo que había pensando en un prinicipio. De hecho, me llevó años. Mi formación académica demostró ser útil una vez más cuando, al terminar mis exámenes y con la excusa de especializarme y escribir una tesis doctoral, pude dedicarme de lleno a reunir información sobre los magos rúnicos.
Durante los años siguientes conseguí adquirir una gran cantidad de conocimientos sobre ese tipo de magia y sus practicantes, descubrí que años atrás estaban constituidos en una gran orden que operaba en todo el planeta, que un gran desastre de origen y naturaleza desconocidos les había barrido de la faz de la tierra sin dejar apenas rastro y que Rijja, el caudillo de la extraña ciudad de Ar’Kaindia era, de hecho, el último gran mago rúnico que quedaba con vida o, al menos, el único que operaba al descubierto.
Pero con ni la influencia de mi padre, los contactos de mi madre y las puertas que me abría mi pertenencia a la escuela de eruditos combinados fui capaz de descubrir absolutamente nada sobre mi espada o la orden a la que supuestamente había pertenecido en una vida pasada y los pocos orgos que pasaban por la ciudad parecían extrañamente reticentes a compartir su conocimiento con una extraña, por mucho que tratara de tentarles con sobornos o intercambios.
Recuerdo la inmensa frustración que me embargaba cuando, en un intento desesperado de recabar información de cualquier lugar que pudiese ofrecermela, toqué las grandes y opulentas puertas de la mansión de la familia Omelan. No esperaba conseguir nada, aunque su biblioteca gozaba de cierta reputación incluso en la Escuela de Eruditos y no es que esos chupatintas le den crédito a cualquier acumulación de libros. Mi sorpresa fue mayúscula cuando no solo conseguí que el criado me llevara al despacho del Lord, si no que esté se mostró abierto y en la mayor disposición de ayudarme, aún más, había oído hablar de mi investigación y le resultaba interesante debido al, como él mismo calificó, “inusual” tema que había escogido.
Ahora me doy cuenta de que aquella amabilidad no era si no una manera de mostrarse magnánimo ante las diferentes escuelas que tenían su sede en la ciudad y quizá incluso ganarse su favor. Frívola política en la que yo jugué una pequeña parte. En aquel momento, sin embargo, me sentí profundamente impresionada por su reacción y quizá extrañamente halagada por recibir un trato preferente de un miembro de la alta burguesía. Sea como sea, me abrió sus puertas de par en par e incluso me permitió volver tan a menudo como fuera necesario para completar mis estudios. Y así lo hice, la fama de su bibliotea no era injustificada, no era tan grande como las inmensas salas que había recorrido durante años en el edificio del gremio pero estaba bien provista de libros antiguos y poco conocidos, así como compendios corrientes pero altamente técnicos sobre magia, alquimia y otras cuestiones que seguramente jamás habían sido abiertos. Desgraciadamente, aquellos volúmenes, aunque contenían conocimientos sorprendentes que en otras circunstancias me habría encantado estudiar, eran completamente estériles para mí.
Hacia ya unas cuantas semanas que visitaba asiduamente la mansión, buceando entre los textos con la esperanza de encontrar la más mínima pista con la que seguir investigando y los criados estaban ya tan acostumbrados a mí que solían dejarme a solas mientras se dedicaban a sus interminables tareas. Por eso, cuando encontré por casualidad un pequeño cofre bien escondido cuyo contenido claramente no estaba hecho para mis ojos, bueno, digamos que no había nadie cerca para poder recordarmelo. Por supuesto, estaba cerrado con llave y aunque en aquel momento no tenía ni la más remota idea de como abrir una cerradura no fue difícil encontrar manuales explicativos y practicar en casa mientras seguía con mis visitas regulares para no levantar sospechas. Algo me decía que en aquel cofre encontraría todas las respuestas que estaba buscando y no sé si por azares del destino o simple coincidencia, así fue.
Cuando por fin conseguí abrirlo el corazón me latía tan fuerte que pensé que el mayordomo me escucharía desde el piso de abajo. Dentro había un pergamino que desenrrollé con cuidado sobre la mesa de la biblioteca, rezando para que nadie viniese a interrumpirme justo en ese momento. Estaba escrito en un adurn arcaico que no me resultaba del todo extraño, pero dejaba en evidencia la antigüedad del manuscrito que tenía que haber sido preservado mediante magia para encontrarse en tal estado de conservación. A medida que lo leía, sentí como la emoción crecía dentro de mí, la pista que había buscando con tanto ahínco se revelaba ante mis ojos, justo en aquel lugar al que había acudido por pura desesperación.
El manuscrito describía con detalle el proceso de creación de un sello mágico que había sido utilizado para encerrar a un mago guerrero bajo la ciudad cientos de años atrás, el sello constaba de tres símbolos que los creadores del hechizo habían jurado custodiar. No reconocí los nombres de dos de los guardianes, pero se referían al tercero como Omelan, supuse que sería un descendiente lejano del que hoy llamábamos Lord Omelan. Revisé el cofre con ahínco hasta que encontré un resorte disimulado tras el forro de terciopelo, cuando lo pulsé una de las paredes cayó hacia delante revelando un extraño símbolo que no podía si no ser uno de los que el pergamino mencionaba.
Me gustaría decir que dudé. Lord Omelan se había portado muy bien conmigo y robarle una herencia familiar no parecía la manera más adecuada de compensárselo pero estaba obsesionada, la idea de que dejar allí aquellos tesoros ni siquiera pasó por mi cabeza. Los guardé entre mi ropa y dejé el cofre donde lo había encontrado, supuse que pasaría mucho tiempo hasta que alguien se diera cuenta de que su contenido había desaparecido. A partir de ese momento me dediqué a investigar a fondo los acontecimientos que se narraban en el manuscrito y, aunque entretejidos en leyendas y cuentos antiguos, no tardé en encontrar más información sobre el mago guerrero y la traición que le había llevado hasta esa prisión intemporal. Mis esperanzas de encontrarle con vida aumentaban cada día y estaba segura de que él tendría toda la información que había buscado durante años.
Encontré también a los descendientes de los otros dos guardianes de la llave y mi decepción fue palpable cuando resultaron pertenecer a sendas grandes dinastías de la ciudad. Entrar en la mansión Omelan había sido fácil, pero no podría usar la misma excusa para colarme en las otras, cuyas bibliotecas ni siquiera había oído mencionar. Pasé meses desechando planes, cada cual más absurdo que el anterior. No soy una ladrona, el sigilo nunca ha sido mi punto fuerte y aquellos lugares estaban fuertemente custodiados, sin mencionar el hecho de que, aunque consiguiese entrar, no tenía ni la más remota idea de dónde empezar a buscar el resto de los símbolos. Aún enfrentándome a tantas dificultades ardía dentro de mí un fuego que no se apagaba, por primera vez en años sentía que estaba cerca y no pensaba dejar que nada me detuviera.
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