Inicio › Foros › Historias y gestas › Los Viejos Tiempos – Parte 1
-
AutorRespuestas
-
-
Era una clara mañana de la estación del sacrificio del 133º año de la cuarta era de los reinos y un barco surcaba las aguas de la desembocadura del Río Cuivinien, el larguísimo río que se deslizaba
grácilmente desde las Ered-Ellen hasta el Mar de Soramha. Iba contra la corriente, aprovechando el viento que soplaba fuerte desde el sur, trayendo consigo a la frialdad del Mar de Hielo y a sus ballenas
para
reproducirse en aguas calientes. En el timón de la embarcación, pintada en un patrón cian y blanco, iba Archdallam, un viejo monge de las estepas del Eldorhäm. Su pelo, que un día
había sido una larga cabellera dorada, ahora ostentaba ya el blanco propio de sus más de noventa años. Lo que no había perdido su vigor, sin embargo, eran sus ojos, dos trozos de ámbar
reluciendo en su arrugada cara y que ahora escrutaban hacia los márgenes y el agua, buscando eludir posibles sitios peligrosos para su embarcación. Muchos en Drimelan le habían
dicho que no era seguro que un monge tan mayor saliera a surcar los mares, y más con los rumores que llegaban del sur, de que Keel había doblado su oferta a los piratas asaltantes
del Ortos si traían buenos tesoros, pero Archdallam les hizo oídos sordos. Después de setenta inviernos recorriendo la senda del equilibrio marcada por Hiros, uno aprendía a estar
en harmonía con su cuerpo no importara adonde estuviese ni cual su edad. Ahora se acercaba lentamente a la ciudad de los semi-elfos de Orgoth, a la que no visitaba hacía mucho y
que quería volver a ver.
El viento arreciaba y Archdallam se arropó un poco más en su capa, confeccionada con gruesas pieles de lobo negro. Sonrió ligeramente recordándose de su juventud, en la que se
enfrentaba sin pestañear a los más grandes peligros de los reinos y se proponía a surcar sólo los más yermos caminos. Tampoco era muy diferente en aquel entonces. Todavía recorría
solo la gran mayoría de los caminos, pero ya esto era consecuencia de lo sucedido hacía años, cuando Eldor había decidido renunciar al cumplimiento estricto de las doctrinas que la
regían desde siglos en nombre de un supuesto pragmatismo. Su primera reacción fue alzarse a voz en grito contra aquella perversidad. Luego se sometió a un claustro largo, muy
largo, teniendo tan solo a Hiros como compañía y cuando volvió al convivio de la gente ya pocos le dirigían miradas amistosas. Mas lo pasado, pasado estaba. Sabía que, fuera por la
espada del hombre o la del tiempo, pronto se iba a morir, así que decidió que pasaría sus últimos años de la manera más equilibrada y placentera posible, siempre al lado de los
mandamientos de Hiros, su dios y señor.
Ya el sol se dirigía hacia lo alto del cielo y Archdallam empezó a distinguir más adelante al puerto de Veleirom, sólidamente construído con tablas pullidas de madera que
avanzaban por encima del Cuivinien, con diversos atracaderos y picas para amarrar a las embarcaciones. Maldiciendo en pensamientos a la corriente que lo retrasaba, dejó un momento
al timón para ajustar al escaso velámen de su sencilla embarcación, para que mejor recogiera el viento septentrional y lo llevara más pronto a tierra. Si bien fuera más estable
navegar por un río que entre las saltarinas olas del mar, nada se comparaba al piso amigo y consolidado de una posada.
Le costó todavía como media hora vencer el último tramo del río y pasar entre los barcos patrulla de la ciudad, intercambiando con los marinos veleiromitas amigables saludos.
Abrió una larga sonrisa al avistar finalmente la ciudad de Veleiron en su totalidad y, nada más tocar el muelle con el costado de su barco, saltó a tierra y cogió uno de los muchos
cables disponibes para amarrar su embarcación. Una vez la tuvo sujeta a uno de los postes del atracadero, volvió a la cubierta y se puso a aflojar las cuerdas de las velas, soltar
los cables que las mantenían alzadas y se fue a recoger en el camarote su bokken y su bastón ricamente tallado en madera de abeto. Una vez recogidas sus cosas y acerrojado el
camarote, bajó de vez a tierra y se puso a caminar hacia la fuerte empalizada que rodeaba a la ciudad, observando lo mucho que había cambiado la mediana villa a que solía ir cuando
deseaba pasar un rato alejado del frío de Wigh. Nada más cruzar la empalizada, se deparó con un gran edificio con un cartel que ponía «Academia de Danzantes», por cuya puerta salía
y entraba un constante flujo de jóvenes e incluso gente mayor a practicar y enseñar aquel arte tan particular de los semi-elfos del lugar.
Su primer pensamiento fue buscar a la simpática posada que sabía existir en el lado sur de la ciudad y así lo hizo. Sentado en la barra, tomando una copa de vino, se detuvo a
contemplar a la gente que acudía a la taberna, en su gran mayoría gente del lugar que venía a almorzar entre labor y labor. Reconocía a los recolectores de los viñedos por su burda
ropa y sus camisas arremangadas, a los danzantes y a sus aprendices por sus elaboradas espadas, vio incluso a un bardo, con su banjo a la espalda, que entró a intercambiar un par
de palabras con un semi-elfo de grave expresión. Pero, entre toda esa actividad cotidiana, vislumbró algo que nunca habría esperado en aquel lugar.
Con aire cansino, cruzó la puerta del establecimiento un alto semi-elfo de pelo y ojos castaños, con su herencia ayari denunciada por sus puntiagudas orejas y su clara piel,
arropado con un manto de hojas que le cobría hasta media pantorrilla y luciendo en su pecho multitud de talismanes y collares. Raudo, Archdallam se levantó y cruzó la taberna en su
dirección exclamando!
–¿¡Hadracael?!
El semi-elfo se giró bruscamente y se topó con la mirada del viejo humano. Acto seguido, los dos se fundieron en un caluroso abrazo.
–¡Vaya, hombre! -exclamó el semi-elfo-, ¡Ya te tenía por muerto! ¿Por dónde estuviste metido?
–¡Que va, hombre! – contestó Archdallam-. Yo no me muero así como así, ya tú sabes. He estado mucho tiempo en claustro. No se me da bien estos cambios que se van operando en el
mundo y necesitaba un tiempo para pensar, para ponerme en comuñón con Hiros. Hace como dos años volví al convivio de mis compatriotas y llevo trabajando todo ese tiempo.
–¿Y a qué te dedicas? -preguntó hadracael, mientras los dos se sentaban en dos taburetes frente a la barra-.
–Pues me he puesto a empartir clases a los niños en la escuela del templo -dijo Archdallam-. Principalmente clases de Historia. Les hablo de la huida de los Elizhims, de la
historia del Arilven, estas cosas. A algunos jóvenes les emparto clases complementares al respecto del Khaldar… pero hasta en eso se empiezan a proponer cambios. -Suspiró
pesadamente-. Soplan vientos de cambio, mi viejo amigo. Y no sé si mi barco está hecho para estas corrientes.
–Para nada, compañero -dijo Hadracael, desechando el asunto con un ademán-. Siempre podemos irnos por nuevos caminos, aunque a veces nos duela. También yo tuve que afrontarme
a severos virajes en Thorin. Ya no podemos contar con el poder de Ralder… una de esas refriegas a las que uno nunca alcanza a entender por completo. Pero sucede que todavía
vivimos, ¿verdad?
— Sí, eso sí es verdad -convino el monge con un gesto de cabeza-. Y por hablar de Thorin, ¿cómo está la gente allí? ¿Queda algún conocido actuante o ya se han retirado todos?
–Beldarion se ha ido de aventuras hace años y desde entonces nadie supo nada de él. Harielie se ha marchado a los claustros de los elfos grises y nunca más tuvimos noticias
suyas. En realidad, de los viejos sólo queda el eterno Shannan -dijo abriendo una suave sonrisa-. Creo que este sólo se retirará cuando Naiad lo haga.
Archdallam soltó una sonora carcajada apenas resquebrajada por lo maltrecha que estaba su voz después de tanto tiempo en el mar.
–Bien, bien -dijo el monge, apurando su copa y haciéndole señas a una mesera para que se la rellenara-. Corrieron rumores, años atrás, de que te habías convertido en gran
druida…
–¿Gran druida? ¿Yo? -Hadracael soltó una amplia risa y, mientras la mesera le rellenaba la copa a su amigo, le pidió una para sí-. No, no. Hace falta mucha paciencia para dar
la cara como gran druida. Yo lo que sí fui es archidruida. Mientras el gran druida participaba en las grandes reuniones del reino, yo cuidaba a sus papeles y a asuntos menores.
-Volvió a reírse-. Vaya, gran druida…
–Pues te habrías salido un excelente gran druida -le dijo Archdallam.
–Lo dudo mucho, mi amigo -dijo Hadracael, riéndose-. Pero mira qué casualidad encontrarte aquí. Por estos días he estado recordando a los viejos tiempos… ¿te acuerdas de
cuando nos fuimos a Golthur?
–¡Pues claro! – dijo Archdallam con una sonrisa-. Nos creíamos los conquistadores… -Tomó un trago de su vino, pensativo-. Y tú, ¿te acuerdas de cuando fuimos a por aquel
renegado a que se le dio meterse por Ardhavaen?
–¡Sí! -contestó Hadracael-. Jamás podría olvidarme. Pensé realmente que nos íbamos a morir en aquel día.
–Pues nada -contestó Archdallam-. Fue una lucha justa, si pensamos que era un drow…
–Sí, sí, que va -dijo Hadracael-. Y un drow muy listo, es menester decir. ¿De eso hace cuánto? ¿Treinta años?
–No mi amigo -dijo el monge-. Ya van más de cincuenta años desde lo del drow. Y lo de Golthur, casi sesenta. -Detuvo su habla, pensativo-. El tiempo vuela, ¿no?
Hadracael asentió lentamente con la cabeza. Haciendo un gesto al tabernero que andaba cerca, le pidió:
–Eh, amigo, tráigame un estofado, por favor.
–Y para mí tráigame una de esas sardinas suyas, ¿todavía las hacen? -dijo Archdallam-.
–¡Por supuesto que las hacemos, señor! -exclamó contento el tabernero-. Se las traigo bien exquisitas en un rato.
El tabernero desapareció por la puerta de la cocina y los dos amigos estuvieron callados por un tiempo. De pronto, Archdallam posó su copa en la mesa y declaró:
–Vaya, compadre. Nos hemos convertido en aquello de que bromeábamos en la juventud.
Hadracael se rió y completó:
–Un par de viejos con el culo sentado en una taberna hablando de sucesos de docenas de años atrás y mojándose la lengua con vino sin contribuir con nada al mundo.
Los dos se rieron largamente.
–Que va, hombre, que va -dijo Archdallam-. Eso no me gusta para nada. Quisiera estar por ahí, perpetrando las más grandes gestas…
–Destruir a Alchanar, gran demonio del fuego -dijo Hadracael-, encontrar a Nirvë, diosa del Océano, hundir mi espada en el pecho del dragón de Golthur…
Archdallam rompió a reírse.
–Pero yo solo soy un humilde monge -dijo entre risas-, que vaga por los reinos… ¿haciendo qué?
–Yo qué sé -dijo Hadracael-. Por lo que has dicho no has vagado mucho por los reinos últimamente.
Y de nuevo se rieron los dos.
Al cabo de unos minutos llegó un joven mesero equilibrando el cuenco de estofado y el plato con 3 sardinas apiladas, ambos humeantes y exalando un agradable aroma. Los dos se
pusieron a comer.
–¡Vala! –exclamó Archdallam-. ¡Hacía mucho que no comía tan rico!
Hadracael sonrió.
–Yo no puedo decir lo mismo pues cada rato vengo a Veleirom conversar con unos amigos que hice aquí -dijo el semi-elfo-. Y por supuesto a probar este maravilloso estofado que
hace Gileth.
–Quisiera entender como coméis estofado con ese calor -dijo Archdallam entre bocados de su sardina, que crujía a cada dentellada del monge-. Sois raros, los medio-elfos.
–¿Calor? -dijo Hadracael, extrañado-. Pues para mí está bien…
–Vaya -dijo el humano-, probablemente estoy mal acostumbrado con el clima de Wigh.
–Yo por mi parte no sé como aguantáis vosotros el invierno eldorense -le devolvió el druida-. Si cuelgan escarchas incluso de los manzanos…
Archdallam sonrió.
–Sí, menudo invierno tenemos.
Al haber terminado su bocadillo, le pagaron al tabernero, quien les despidió con un amable saludo, y salieron a caminar por la ciudad.
–Pero ahora cuéntame -inquirió Hadracael-, ¿cómo has venido a parar aquí? Llevo tres días en el camino y es imposible que no nos cruzáramos ni una vez.
–Esque vine montado en Lessirnak -bromeó Archdallam y los dos se partieron de la risa-. La verdad vine por el mar, amigo.
–¿Ah sí? -dijo Hadracael, sorpreso-. ¿Así que ahora se te dio por navegar?
–Sí -dijo Archdallam-. En estos tiempos en que estuve trabajando, he pasado buenas temporadas con la gente del Centenary, que trae los suministros del Arilven, y empezó a
gustarme la actividad marítima, así que… -hizo una pausa y con una mueca proseguió- así que compré un barco, lo pinté y pensé que Veleiron sería un buen destino para mi primera
singladura solitaria.
–Sí -dijo Hadracael-, me acuerdo de como te solía gustar asistir a la puesta del Sol sobre el Cuivinien.
–Y todavía me gusta – dijo Archdallam-.
–Oye -dijo el semi-elfo-, ¿dónde está tu barco? Me gustaría verlo…
–Pues en el muelle, atracado -respondió el monge-. Ven, te lo enseño.
Atravesaron la ciudad y llegaron al amplio muelle extendido sobre las aguas plateadas del Cuivinien. Archdallam condujo a Hadracael entre los distintos barcos de menor y mayor
talla hasta llegar al poste donde estaba amarrado el barco que le había traído desde las Costas de la Perdición, meciéndose suavemente con la corriente del río.
Hadracael anduvo hacia uno y otro lado, analisando todo el barco. Tenía una cubierta de baja altura y un velámen sencillo instalado en la cima de un mástil humilde en la popa,
detrás del puente de gobierno donde había un timón simple. Todo el barco estaba pintado en un patrón intercalado entre el cian y el blanco y en la proa había un mascarón tallado con
la forma de la cabeza de un corcel mirando altivamente al frente, pintado de blanco en su totalidad. En sendos laterales del barco había una insscripción en elegantes letras
azules: «Cabalgador de las Mareas».
Mientras regresaban por el muelle, Hadracael comentó:
–Vaya bonito barco te conseguiste, ¿eh?
–Sí -dijo Archdallam con una sonrisa-. Ya tú sabes que a nosotros nos gustan las manufacturas. Por eso desde siempre cada cual ha manufacturado sus cosas… o al menos solía
ser así…
El monge siguió caminando con la mirada perdida, apoyándose pesadamente en su bastón.
–Venga ya, Arch -trató de animarle el semi-elfo-, hay que echar p’adelante. Deja que se ocupen los eruditos del pasado.
–No es tan sencillo, pero tienes razón al fín y al cabo -dijo Archdallam-. Pero no siempre las cosas suceden con la sencillez ideal. Mas dejémoslo. -Hizo un ademán hacia la
academia de danzantes-. ¿Y eso?
–Ah, eso -dijo Hadracael con una sonrisa- es el más ambicioso proyecto del Consejo del Pueblo de los tiempos recientes. Parece que al fín se recordaron que un día Dirt se va a
juntar con los caídos de la segunda era y que habrá que mantener la instrucción de los danzantes en ese entonces, así que han planeado todo un academia especializada en la danza
rúnica. Por lo que he escuchado en la posada, La idea es expandirlo lo más que puedan, incluso se están estudiando nuevas técnicas y cosas por el estilo.
–¿Y participarán los elfos de ese perfeccionar? -preguntó Archdallam alzando una ceja.
–Yo qué sé de los elfos -contestó Hadracael encogiéndose de hombros-. Alguna que otra vez se ve a alguien de Ithrin merodeando por ahí, pero apenas se sabe nada de ellos. Creo
que quienes están discutiendo esa modernización son los propios danzantes activos.
–Sí, entiendo… –Archdallam dejó que su mirada vagara por los comercios del Paseo de los Vientos durante largo rato-. Dijiste que Harielie se ha ido con los grises, ¿verdad?
–Sí -dijo Hadracael, entristeciéndose un poco-. De eso hace ya unos cuarenta años o más. A mí me habian dicho que era algo temporal, pero al parecer se quedó allí. -Se pararon
los dos a observar los artículos dispuestos en una herboristería-. De verdad no sé qué quiso una Nyathor estudiar con los grises, pero ¿quién soy yo para juzgar a las ambiciones de
la muchacha? Lo que sé es que un tiempo después Beldarion se echó el petache al hombro y se fue a vagar por ahí.
Archdallam desechó el asunto con un ademán y un encogimiento de sus todavía largos hombros.
–¿Qué más da, después de todo? -dijo mientras se paseaba frente a un taller donde ponía «Sextantes por la mitad del precio»-. La verdad es que se ha ido. Ojalá la esté pasando
bien.
–Ojalá -dijo Hadracael mientras asentía lentamente. – ¿Y el Galdar? ¿Lo sigues practicando?
–Khaldar -le corrigió Archdallam con una sonrisa, haciendo patente por primera vez el acento de su tierra natal-. Sí, lo practico siempre en el alba y en el ocaso. Creo que, no
hubiera mantenido esas prácticas, no tendría la salud que tengo hoy.
–Veo que vosotros los eldorenses vivís mucho gracias a esa tradicción vuestra -comentó Hadracael-. De hecho, se te ve muy bien. No fuera tu pelo y tu piel, nadie pensaría que
tienes tu edad.
–Te lo agradezco -dijo Archdallam-. Y de hecho, el Khaldar nos ayuda a sobrellevar el paso de los años de manera más saludable.
Anduvieron un rato en silencio mientras el sol ya empezaba a dirigirse hacia su descanso en el horizonte occidental y por el este ya se empezaba a afisbar el intenso brillo
plateado de la madre de los elfos. Retomaron el camino de la posada. Cuando ya estaban cerca, Archdallam dijo:
–Hadra, ¿todavía tienes plenos sus poderes?
–¡Pues claro! -contestó el otro-. Lo que siento es más cansancio, pero uno lo puede eludir si conoce bien a los frutos de la naturaleza. ¿Por qué?
–Oye -dijo Archdallam, parándose de súbito-, ¿qué te parece que recordemos a los viejos tiempos?
En los ojos del monge brillaba un fulgor travieso, como aquel de que Hadracael se recordaba mientras cruzaban el arenal de los condenados, docenas de años antes.
–¿Recordarlos cómo? -preguntó Hadracael parándose también y mirándole a los ojos a su amigo.
–Pues recordarlos -dijo Archdallam-. Nos montamos en mi barco mañana por la mañana y nos vamos a buscar tesoros, a atracar en algún puerto donde nunca hayamos ido, no sé, a
pescar en el Ortos… esas cosas que solíamos hacer antes de que todo se viniera abajo.
–Que va, hombre -dijo Hadracael-, me parece estupendo, pero ojo ¿no tendrás responsabilidades allá con tu gente?
–Ya las he distribuído entre mis hermanos antes de venirme aquí -dijo Archdallam-. Mi pueblo no pasará nunca necesidad porque esté lejos. ¿Y qué?
¿Viénes?
–Ándale, Arch, ándale -dijo Hadracael-. Desde luego voy contigo. Pero ¿y nuestros suministros?
–Eso lo vemos con Gileth -dijo Archdallam- me he entrenado profundamente en los secretos de la pesca, en el peor de los casos nos preparamos un espumarajo a la parrilla
cuando estemos en el Ortos.
–Pues que así sea -dijo Hadracael alzando las manos en rendición-. Mañana salimos al Ortos. Ahora venga, volvamos con Gileth que me muero por tomar una copa de vino.
–Yo por mi parte le pediré algo frío -dijo el monge-. Uno no puede con tanto calor.
Aquella noche, después de irse a su habitación alquilada en la posada de Gileth, Archdallam abrió las ventanas y se puso a contemplar el Cuivinien, resplandeciendo ligeramente
a la luz de Argan, que aquella noche prácticamente dominaba el firmamento puesto que estaba llena y la menguante Velian apenas le podía plantar cara. «¿Cuánto tiempo hace desde que
hice algo así?», pensaba. Recorrió la habitación, mirando atentamente dentro de su mochila verdosa fabricada en escamas del mítico Ysym, el pez preferido por los elfos de Andlief,
en la lejana Naggrung. Repasó una por una sus cosas, se sentó a pensar en lo que necesitaba. En otros tiempos se habría ido sin pensarlo, sin calcular apenas nada, pero no más. «La
sabiduría de la viejez tiene que servir de algo», pensó él, mientras se descalzaba las botas y se acostaba en el humilde jergón de su habitación.
Al día siguiente, Archdallam se despertó con los primeros ruidos de la ciudad que se levantaba. Repartidores que llegaban a la posada desde los cultivos trayendo vino y
verduras, gente que pasaba bajo la ventana entretenida en las charlas de principio de día hacia la academia de danzantes o los establecimientos del mercado. El sol se reducía aún a
un tímido fulgor apenas visible por encima de la línea de los acantilados de Gynda-Oth, que dominaban el horizonte oriental separándolos del peligroso reino de Zulk.
Se levantó despacio, sintiendo un ligero pinchazo en la base de su espalda, quisás por la mala posición. Recogió sus cosas y bajó al comedor principal, vacío excepto por
Gileth, que organizaba botellas trás el mostrador mientras tarareaba una canción popular de la ciudad.
–¡Buenos días, señor! -exclamó el posadero al verlo-. ¿Se le ofrece algo?
–Buenos días, Gileth -dijo Archdallam mientras se acomodaba en una mesa junto a la ventana-. ¿Puedes traerme algo duce y un vaso de leche?
–¡Claro! -dijo el posadero y volviéndose hacia unos tarros que tenía detrás de sí-. Hoy tenemos tartas veleiromitas, un pastelito de miel que si nadie lo compra me lo como
yo… -removió algunos tarros- y hay un polvorón kattense que a lo mejor le puede gustar. -Volviéndose de nuevo hacia el monge-. Puedo hacerle unas gachas, si usted lo prefiere.
–Pues tráigame este polvorón kattense -dijo Archdallam sonriente- y la leche.
El tabernero asentió vigorosamente y se puso a recoger utencilios de debajo del balcón. Mientras tanto, Archdallam se puso a contemplar el paseo que se iba llenando
progresivamente de gente, en su gran mayoría yendo hacia las proximidades ddel muelle, donde quedaban el mercado y la academia de danzantes. Al rato volvió Gileth con su desayuno,
al que agradeció y se puso a comer con parcimonia.
Ya casi no quedaba del polvorón en su plato cuando Hadracael bajó las escaleras, frotándose los ojos con los nudillos y saludando a Gileth cuando pasaba por la barra. El
semi-elfo se sentó en la silla que había al otro lado de la mesa.
–¿Y bien? -inquirió Hadracael-.
–Pues a desayunar y nos vamos -contestó Archdallam abriendo una sonrisa-.
Hadracael le hizo una seña a Gileth:
–Eh, Gileth, tráeme unas gachas y un jugo de uvas, ¿vale?
Al rato volvía el tabernero con el desayuno del druida y una vez hubo empezado a comer, le preguntó al amigo humano:
–¿Tiénes pensado algún lugar específico adonde ir?
–Sí que los tengo -contestó el monge-. Hay algunos puntos en un mapa que llevo en el barco que hace mucho me despiertan la curiosidad.
–¿Qué puntos? -preguntó Hadracael-. A lo mejor sé algo al respecto…
–Ay, no los tengo de cabeza -dijo el monge-, pero cuando estemos en el Cabalgador te los enseño.
El druida terminó su desayuno y, trás ajustar con Gileth las cuentas de su temporada en el establecimiento, los dos salieron e iniciaron su camino hacia el muelle.
Ahora el paseo estaba abarrotado. Muchas tiendas del mercado ya habían iniciado sus actividades y la entrada de la academia estaba completamente tomada por una cola de jóvenes
semi-elfos, probablemente esperando para alistarse. En el muelle no era muy distinto el cuadro. Multitud de cargueros habían subido el Cuivinien durante la noche y ahora
descargaban un sin número de mercancias, tornando el tránsito por la zona un tanto penoso. Trás vencer la muchedumbre que iba y venía cargando cajas y paquetes, lograron alcanzar
al poste donde se mecía el elegante Cabalgador de las Mareas.
–Oye -dijo Archdallam, alzando la voz para hacerse oír por encima del bulicio de cargadores y marinos-, será mejor que zarpemos ahora, mientras están atracados estos buques.
De lo contrario el río se va a quedar como está aquí ahora.
Hadracael asentió.
–Como prefieras, compañero -dijo-. Tú eres el capitán aquí.
–Súbete -dijo Archdallam-. Voy a soltar el cable.
Hadracael subió al barco de una zancada y, trás soltar el cable que ataba al barco, Archdallam lo siguió. Miró hacia el sur, donde sabía estar el verdoso mar de Soramha y
esbozó una pícara sonrisa.
-
-
AutorRespuestas
- Debes estar registrado para responder a este debate.