Inicio Foros Historias y gestas Los Viejos Tiempos – Parte 3

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    • Beldarion
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      El mar estaba tranquilo. Peces se vislumbraban a través de águas claras, nadando por doquier y deleitando los ojos del druida y el monje. La luz de
      las lunas gemelas se reflejaban en el mar y en lo que parecían ser playas y arrecifes. El barco, meciéndose suavemente al sabor de las olas, se situaba al sur
      del islote nombrada Kamana Kalea. El monje miraba alrededor confundido, preguntándose dónde se habían metido. De pronto cogió las cartas náuticas,
      confiriéndolas y, trás algunos cálculos con su sextante, sonrió ampliamente.
      — ¡Llegamos!
      — Mira qué bonito el lugar, amigo — sonrió ampliamente el druida. — Habíamos recibido informes en Thorin y Takome de las incursiones pero… — suspiró
      profundamente. — No imaginaba que sería tan hermoso — El druida se quedó pensativo por unos instantes.
      — A ver qué podemos encontrar por aquí — Dijo el monje, boquiabierto con el paisaje. Alzó su catalejo y oteó al horizonte.
      Trás unos momentos, Archdallam explicó lo que veía y que, en su opinión, deberían empezar con la playa del noroeste y Hadracael concordó de inmediato,
      diciéndole, sin embargo, que había avistado una embarcación hacia el noroeste y, que por sus velámenes y casco, diría tratarse de un enemigo. Le comentó que
      tomara cuidado.
      — Hiros nos valga — ddijo Archdallam, posando sus manos sobre el timón.
      Hadracael miró los daños recibidos por la embarcación tras lo cual comentó, pícaramente
      — Vaya con el Cabalgador, ¿eh? resistió bien.
      — Verdad, el barco — dijo Archdallam, comprobando el casco. — Vaya, sí risistió.
      El semi-elfo sonrió y dijo que no se preocupara. Tenían a Hiros y Eralie por guardianes. El monje, entonces, hábilmente manejó el timón, orientando la
      embarcación rumbo hacia el noroeste.
      — Nuestro compañero de la naturaleza nos ayudó mucho — dijo Hadracael, señalando al Ent. — Nos protegió — concluyó, envolviendo el tronco del árbol con
      sus brazos, reposando el rostro en la rugosa corteza. — Gracias, hermano.
      — ¡OH, Hiros! ¿Cómo pude olvidarme? — Archdallam se acercó al ent y tocó respetuosamente una de sus hojas, agradeciéndole por la ayuda prestada. Volviéndose hacia Hadracael, preguntó
      señalando el enorme árbol. — ¿No crées que ya es hora de que descanse, viejo?
      — Por supuesto — dijo Hadracael, posando la palma de la mano en la corteza del Ent. — Ve en paz, compañero. Mándale nuestros saludos a Loredor, en
      Thorin, y dile que no se asuste tanto con las ardillas del Claro — Sonrió el druida.
      Trás un fogonazo de luz, el ent se marchó, dejando un suave olor a hojas y tierra mojada.
      — Ahora es con nosotros — Hadracael guiñó el ojo al humano.
      — Una vez más, ¿no? — Archdallam soltó una risa.
      Reduciendo la velocidad de la embarcación, el monje maniobró con el timón, orientando la proa hacia la playa. El Cabalgador se detuvo con un sonoro
      troornch, cuando el casco tocó guijarros y arena. Los dos desembarcaron justo cuando el sol tocaba el mar con su luz dorada.
      Se encuentraban en una playa de fina arena blanca bañada por un mar del tono azul celeste del cielo mas despejado. Desde la fina arena se podía contemplar la selvática
      isla, cuya espesa vegetación no permitía ver mucho. El sol se reflejaba en el mar
      como si este fuera un espejo, llegando a veces a ser molesto a la vista el reflejo. Los dos caminaron por la isla, mirando extrañados a todo animal que se les
      ponía por delante. — ¿Has visto que graciosa esta tortuga? — ddecía uno. Hadracael, quien había crecido en un frondoso bosque de Takome, no estaba
      acostumbrado a bichos tan esóticos y, Archdallam por su vez, se mostraba admirado por los inmiensos dientes del bicho. Si bien es cierto había de éstes por Wigh,
      con dientes tan enormes ¡por Hiros! jamás se los había visto.
      A pesar de que los dos juntos sumaban centenares de años, sonreían y jugaban como si de niños fuesen, señalando a todo lo que plantaban cara. Trás algunas
      horas, llegaron a un sitio con extraños artilugios con cuerdas de las que se podían tirarse.
      Archdallam se paró en seco. Miró alrededor y tirándole del brazo a Hadracael, señaló la as cuerdas.
      — Raro, ¿no? — preguntó.
      — Vaya, pues sí. ¿ Qué será? — Contestó el druida.
      — No sé — Se detuvo pensativo el monje. — ¿Y si tiráramos de alguna?
      Tiraron, entonces, las cuerdas. Sin embargo, antes de que pudieran arreglárselas, fueron golpeados de lleno por polvo puesto intencionalmente como
      protección, causándoles daño. Ignorando la procedencia del polvo venenoso, usaron de su poder clerical para curarse. Archdallam, sonriendo satisfecho, percibió
      que tirando de la cuerda de color negro se abría una trampilla por la cual podrían bajar.
      — Bajemos, Hadracael — Dijo Archdallam. — Veamos que habrá allí.
      — De acuerdo, arch — contestó el druida.
      Mirando deteniudamente cada paso y rincón, los dos se asomaron por la trampilla, dándose cuenta de que estaban en una cabaña con un hombre enfermo
      tosiendo bastante y mirándoles extrañado.
      — ¡Aléjate de mí! — le gritó el humano a Archdallam.
      — Calma, amigo — dijo Archdallam, alzando las manos en señal de paz. — No pretendemos hacerle ningún daño.
      — Perdona, perdona — dijo el hombre, acercándose con actitud consiliadora y apretando la mano de los dos. — Después de tanto tiempo, uno ya se espera cualquier cosa en estas islas. Por cierto,
      me llamo Lenn. Creo que desde que estoy aquí he descuidado un poco mis modales.
      — ¡Vaya, Arch! — interpuso Hadracael, saludando al misionero con un movimento de cabeza. — Éste es el sacerdote que te había comentado.
      Trás una larga conversación con Archdallam, Lenn le explicó que había salido de Takome al percibir que sería más útil en tierras lejanas, puesto que podría
      predicar la fe de eralie a los nativos de dichas tierras. Archdallam, al escucharle, puso mala cara.
      — Así que viniste a obligar a estas gentes a vivir a tu modo… — Dijo con frialdad. — Tal y como lo hicieron las gentes que impusieron a Eldor el dinero y los lujos.
      — Ten calma, amigo — Dijo con mirada tranquila Hadracael. — Se percibe sus buenas intenciones, de todas formas. ¿Ha salido de Takome, no? Tal vez por
      los rumores de allí. Algunos comentan de corrupción incluso en el más alto escalafón de la cruzada.
      — Siempre habrá corrupción allí donde se plante la codicia y se la riegue con oro, mi sabio amigo. Eso no es para nada sorprendente. — Archdallam desechó el asunto con un ademán.
      — Tienes razón, Arch. Sin embargo, nuestro menester es predicar las palabras de nuestro dios. Y, cómo has dicho sabiamente, no podemos obligar a que los otros hagan lo que querramos o imponer
      nuestra fe a cualquiera.
      Puede que Lenn haya hecho, puede que no. Afirmarlo con tanta contundencia no me parece bien, porque eso sería más allá de toda duda razonable. — Dijo
      Hadracael.
      — Pero es justo lo que hago, compañero — Dijo el monje, con mirada dura. — Predicar las enseñanzas de mi dios. Salir a imponer una fe a unos hombres que han vivido siglos perfectamente sin ella
      es romper el equilibrio de las cosas. No conozco a estos tipos, pero no me caben dudas de que serían los últimos a hacer algo de este género con Takome.
      — Soy de Thorin, mi amigo. Lo que sé son rumores, poco he pasado en mi amada tierra natal — dijo el druida, finalmente. — Poco he visto del claro en los últimos años. Preferiría no opinar al
      respeto sin saberlo más. Sin embargo, te repitiré lo que te dije ayer, en el barco. Los fanáticos de la Cruzada buscan poder y más poder. Definitivamente es preocupante, aunque estoy seguro de que
      todos no sean así — Se detuvo con mirada pensativa. — Espero que Eralie no permita que Takome, el Bastión del Bien y Trono de Plata sucumba ante esta gente.
      — Ojalá, mi amigo. Ojalá — Concluyó por fín el monje.
      Supieron, trás una larga charla con Lenn, que había caído enfermo trás toparse con una trampa en sus andanzas por la isla. No tenía suficiente conocimiento
      del idioma como para pedirles ayuda a los Ula-Uka, nativos de la isla central, Kalea. Le pidió, entre tos y más tos, que los dos fueran a entablar conversación
      con el jefe Ula-Uka a fin de que pudiera darle un antídoto para el veneno que poco a poco le robaba la vida.
      Los dos amigos estuvieron de acuerdo que deberían ayudarles. Hadracael creía que toda vida, independientemente de cual sea, merece su chance, puesto que
      estas son las enseñanzas de Eralie. El monje, por su parte, al defender el equilíbrio, no podría dejar de ofrecer ayuda al misionero enfermo.
      –Ven -dijo Archdallam-, pensemos en la playa. Ese lugar empieza a oprimirme. Ya sabes, me he acostumbrado a las estepas…
      –Vamos, pues -dijo el druida.
      Los dos treparon por la trampilla hasta llegar a la playa, donde el monje soltó un suspiro nada más sentir el roce de la brisa en la cara. Mientras emprendían la marcha de
      regreso a donde estaba encallado el Cabalgador, Hadracael señaló a unas ranas provistas de curiosas membranas que daban la impresión de estar volando mientras saltaban, preguntando
      al monje si no las había en Wigh.
      –Pues si apenas hay ranas en Wigh -contestó risueño el monje-.
      –Para soportar vuestro invierno -dijo el semi-elfo-, ¡ni las ranas!
      Archdallam se rió a carcajada limpia y comentó que de hecho habían pocas ranas en Wigh debido al clima seco del lugar. Mientras charlaban, llegaron a la zona donde habían
      dejado al barco. Mientras se acercaban a la orilla, fueron asistiendo como el sol se iba poniendo delante de ellos, bajando lentamente hacia el mar y dotando a las anchas hojas de
      los árboles colindantes de un matiz rojizo que se fue apagando mientras el cielo se oscurecía y las gemelas del firmamento se iban levantando majestosamente a sus espaldas.
      Trás asistir asombrado a este espectáculo, Archdallam se giró hacia Hadracael y comentó:
      –Hermano, ¿qué te parece si comemos y descansamos un rato antes de irnos a por la tribu?
      –Pues me parece excelente -dijo Hadracael-. Iré a recoger nuestros alimentos.
      Hadracael trepó ágilmente agarrándose a la proa de la embarcación y desapareció en su interior por unos instantes, volviendo al rato con unos paquetes de trigo y pescado
      ahumado. Anduvieron alrededor juntando ramas secas del suelo y teniendo que esquivarse de algunos mordiscos de las impresionantes tortugas del lugar y finalmente pudieron encender
      una humilde fogata en lo alto de una duna.
      Mientras comían, Archdallam comentó:
      –Uno podría quedarse para siempre en este lugar, ¿no?
      –Sí -dijo Hadracael, mientras miraba hacia el mar y hacia los contornos distantes de las otras islas del archipiélago-. A vivir de la naturaleza, sin importarse con las
      patrañas de los poderosos ni la desesperación de los humildes por hacerse con una hogaza de prosperidad…
      Los dos se quedaron callados, comiendo sus raciones. Una vez hubieron terminado, Hadracael sugirió:
      –Oye, Arch ¿qué te parece si dormimos un ratico y luego vamos a Kalea?
      –Pues me parece bien -dijo Archdallam-. Empiezo ya a sentir los efectos de la batalla.
      –Yo también -dijo Hadracael-. Pues adelante, entonces. Mejor dormimos en el barco.
      Se levantaron y trás patear los restos de la fogata, treparon al barco y se fueron a dormir: Archdallam en su camarote y Hadracael en el depósito bajo la cubierta de proa.
      Trás haber pasado pocas horas, se despertaron, animados por ir hacia la tribu. Archdallam se asomó a través de la puerta del camarote y encontró Hadracael
      contemplando las estrellas que brillaban en el cielo. Se frotó los ojos con la mano y finalmente dijo:
      — Muy bien, aqui vamos — haciendo fuerza con el timón para maniobrarlo, el monje indicó a Hadracael que alzara las velas de la embarcación. — ¡Rumbo a
      isla Kalea!
      Esta vez, el mar no les ayudaba. El viento estaba contra, la corriente marítima hacía con que el Cabalgador pareciera un caballo atascado en las siénagas
      de Zulk y, como si no fuera suficiente, los barcos, vistos en la pasada noche, se veían a lo lejos. Gracias a Eralie e Hiros no habían sido avistados por los
      piratas, pero era realmente jugar con la suerte. Trás mucho luchar con el timón y el viento, llegaron por fín a su destino, encallando la quilla en la fina arena
      con un suave SSSOOOOP y recogieron las velas en el mástil.
      — Venga, bajamos — declaró Hadracael.
      El mismo encenario paradisíaco se repetía ante los atónitos ojos del semi-elfo y el humano. ¿Cómo es posible que haya belleza así en el mundo? se
      preguntaban mientras caminaban por la espesa vegetación, con la luz de las lunas y de sus hechizos por compañía. A su alrededor el croar de las ranas y el ruído
      de los grillos llenaban los oídos. En una zona especialmente repleta de vegetación escucharon silbidos, trás lo cual ambos — Hadracael y Archdallam –, fueron
      atingidos por dardos envenenados y pronto empezaron a sufrir los efectos. No necesariamente lo peor eran los disparos — puesto que podrían curarse de heridas
      superficiales — sino la impotencia, la sensación de luchar contra alvo invisible y la insignificancia ante la posibilidad que la próxima trampa podría (o no)
      ser mortal. Trás mucho avanzar, divisaron un poblado formado a partir de varias chozas; por lo que habían observado, la gente pescaba anguilas con trampas
      puestas estratégicamente en las zonas anegadizas por las águas del océano.
      — Mira, amigo — Llamó Archdallam al druida. — ¡Encontramos!
      — Vaya, vaya — comentó el semi-elfo. — Si son muchos, ¿eh? — Señaló a los locales.
      — Sí, muchos — Contestó. — Venga, a ver si damos con su jefe — concluyó Archdallam por fín.
      Los dos caminaron entre las chozas con cuidado, avistando niños jugando por doquier y las mujeres del poblado parecían entablar algún tipo de conversación.
      De pronto la cabaña donde vivía el jefe se hizo visible ante ellos. Como lugar no parecía gran cosa, pero aparentaba estar mejor equipada para soportar las
      intemperies y castigaciones de la sal. Hadracael toqueteó suavemente la puerta a lo que se asomó un nativo Ula-Uka. Haciendo señas, hizo saber que necesitaban
      hablar con su jefe, después de lo que entraron a la cabaña.
      — Hola, jefe de la tribu Ula-Uka — dijo Hadracael, trás hacer una respetuosa reverencia.
      El jefe de la Tribu Ula-Uka golpeó su pecho con el puño cerrado, confirmando que le había entendido. Explicó, con un parco vocabulario que protegía a su
      tribu con trampas envenadas y que, por lo tanto, eran expertos en su creación y en posibles antídotos.
      — ¿Y tú, extranjero? — Preguntó. — ¿Que querer de Ula-Uka?
      — Venimos en nombre de Lenn, el Misionero — Contestó Archdallam. — ¿Puede usted ayudarnos?
      Haciendo gestos el Ula-Uka confirmó que conocía al sacerdote. Dijo que no le caía bien y, a pesar de ello, no eran personas a las que les complacía matar
      por mero placer. Confirmó que, si le traían una planta –y les dijo el nombre –, podría crear el antídoto sin ningún problema.
      Los dos se marcharon del poblado, metiéndose en medio de la vegetación, rebuscando entre los árboles y palmeras.
      — Eh, Hadra — Llamó Archdallam. — Eres druida, ¿acaso no podrías encontrar fácilmente lo que nos pidió?
      — En efecto, Arch — le asintió con un movimiento de cabeza. — Espera un momento.
      Formulando un hechizo de luz sobre su hoz dorada, la preciada herramienta de los druidas que denotaba la maxima «coger de la naturaleza únicamente lo que
      necesite», Hadracael siguió con la faena de remover piedras y mirar detenidamente a las hierbas. Conocía muchas por los largos años en los que Ruthrer le enseñó
      el arte del forrajeo. Al final encontró lo que buscaba y se lo dio al monje.
      — Venga, llevamos esto al jefe — dijo Hadracael entregando la planta al monje.
      Los dos volvieron por el camino y entraron al poblado. Acto seguido, se dirigieron a la choza central.
      Archdallam se acercó con cautela al jefe y le entregó lo que había pedido.
      — Tú cumplir trato — sonrió asintiendo el Ula-Uka. — Yo cumplir trato también.
      El hombre sacó varias hojas de palmera con una extraña pasta sobre ellas, entregándolas al monje, dijo:
      — Antídoto aquí… Dar a misionero para sanar ¡Usar precaución! ¡Antídoto potente!
      — Muchas gracias — Dijo Hadracael, con una agradable sonrisa formándose en su rostro.
      — Vosotros ¿tener hambre? — contestó el Ula-Uka. — Jefe invitar vosotros comer conmigo. Pan y pescados. Jefe Ula-Uka querer desayunar con vosotros.
      — Estaríamos encantados — dijo Archdallam. — Agradecidos también.
      El hombre Ula-Uka hizo acercarse a uno de sus hombres y, hablando en un idioma que sonaba como el cantar de los pájaros, pidió que les trajera comida. Así
      se hizo y estuvieron largo tiempo charlando del paisaje, de las plantas que había en la isla. Cuando el parco vocabulario no era suficiente, se comunicaban a
      través de señas. Terminado el desayuno y muy agradecidos, se despidieron y marcharon al barco. Tenían prisa puesto que sus mentes todavía quedaban marcadas
      por el recuerdo de la grave enfermedad del misionero. Archdallam manejó con la embarcación para que viajaran lo mas rapido posible y, ayudados por el viento,
      llegaron pronto a la isla Frisia.
      Caminaron por la vegetación. La brisa nocturna les acariciaba el rostro. Al fín divisaron los artilugios de cuerdas que antes habían tirado y, conociendo
      previamente el funcionamiento, accionaron el mecanismo haciendo salir a vista la trampilla, por la cual entraron, encontrando el pobre sacerdote agonizando.
      Prestamente Archdallam se dirigió hacia el sacerdote, quien yacía apoyado en una pared con la mano sobre el pecho y le ayudó a acomodarse en un rincón. Hadracael se acercó y
      alcanzó a Archdallam las hojas con el antídoto, las cuales el monje no dudó en acercar al misionero y ayudarle a beber, lo que hizo con tal sed que se podría pensar que el välar le
      estaba ofreciendo el último trago de cerveza de su vida. Trás unos minutos en que el monje le aplicaba un cuidadoso masaje sobre el pecho, el misionero empezó a respirar con menor
      dificultad y pudo finalmente articular palabra.
      –Hombre de las estepas, me has salvado la vida. -Hizo una pausa-. Creo que debo recompensarte por ello.
      Hadracael se acercó interesado mientras Archdallam fruncía el ceño.
      –¿Recompensa? Pero si solamente cumplí con mi deber de humanidad…
      –No, no, ni loco -dijo el misionero, levantándose y yendo hasta un arcón que tenía a un lado-. Me salvaste la vida, eso no puede quedar sin recompensa. -Sacó de allí una
      extraña bolsa sosteniéndola por dos eslavones oxidados. La bolsa, curiosamente, parecía estar viva-. Acepta este obsequio como prueba de mi gratitud.
      Archdallam cogió con recelo la bolsa y se echó rápido hacia atrás cuando esta trató de morderle el brazo.
      Hadracael se puso serio de golpe y se acercó al misionero.
      –No destruyas la cultura de esta gente, sacerdote -dijo seriamente el druida-. Ellos respetan la naturaleza. Ellos ya cumplen los mandamientos de nuestro dios.
      Archdallam, mientras mantenía la voraz mochila lejos de sí, observaba atento.
      –Nunca les imponga nada -prosiguió el semi-elfo-. Sepa respetar sus costumbres. Espero que hayas aprendido un poco sobre los efectos de la naturaleza. -Archdallam asentió,
      solemne-. Déjeles que decidan sobre su propio destino, cual sapientes que son. -Hadracael entonces sonrió al sacerdote-. En todo caso, estoy encantado de conocerte. Que la luz de
      Eralie te ilumine.
      Trás decir esas palabras, el druida realizó una breve plegaría a Eralie y tocó al clérigo, quien se vio envuelto momentáneamente por un aura plateada. Lenn le sonrió el druida
      y le apretó la mano.
      –Que Eralie te acompañe en tu recorrido, hermano -dijo-.
      –Ven, Hadra -dijo Archdallam-. Mejor le dejamos descansar. -Posó su mano sobre el hombro del misionero-. Tómalo como lección, compañero sureño.
      Los dos se marcharon en silencio de la cabaña del misionero, dirigiéndose pensativos hacia la playa.
      Una vez hubieron llegado al barco, fueron brindados con un espectáculo a parte. Nada más llegar a cubierta, empezaron a percibir como el horizonte oriental fue cambiando poco a
      poco, del gris-verdoso característico del horizonte de alta mar hacia una tonalidad más clara, coloreándose primero de un rojo anaranjado, luego rojo candente y acto siguido
      presenciaron como, dorado y majestuoso, el Sol iba surgiendo, como si poco a poco emergiera desde las profundidades abisales del Orthos.
      –¡Mira, Arch! -Exclamó Hadracael-. ¡El sol!
      Archdallam se acercó al borde de la cubierta y, asombrado, se quedó mirando al Sol que, cual leviatán del mar, empezaba a dominar el horizonte oriental, asomándose por encima
      de las oscuras formas de los arrecifes que despuntaban en el linde este del archipiélago. Mujitó, con los ojos brillantes, una sentida plegaría de agradecimiento a Hiros por
      aquella demostración de belleza natural.
      Hadracael apuntó al agua:
      –Mira, ¿es un pez?
      Archdallam bajó su mirada a las cristalinas aguas del mar y observó como un largo y delgado pez nadaba a pocos metros de la popa, como si estubiera compartiendo con los dos
      amigos aquel momento de esplendor.
      –Sí, es un pez -confirmó Archdallam ssonriendo ampliamente-.
      –Como en nuestra juventud, ¿eh, amigo? -Preguntó Hadracael, el fulgor en sus ojos haciéndole parecer un niño-.
      –Sí, como en nuestra juventud -dijo Archdallam, asintiendo-. Como en aquel día, ¿te recuerdas? Fue justo así. Nos caímos de cansados y salió el Sol sobre el lago.
      –Vaya, ¡sí que me recuerdo! -Dijo Hadracael-. Y ahora, Arch, ¿adónde vamos?
      Pícaro, Archdallam señaló al Sol.
      –Adonde él nos quiera llevar, compañero -dijo-. Adonde él nos quiera llevar.

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