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Teníamos miedo de que algunos de los esclavos le fueran con el cuento al Amo para ganarse su favor así que lo guardamos en
secreto y pensamos que la sorpresa fuera la guía. Cuando finalmente lo llevamos a cabo el tumulto y la sorpresa fue aún
mayor que hoy, mucho se quedaron parados sin saber que hacer, otros siguieron con sus tareas pero muchos iniciaron la huida.
Corríamos hacia la ventana por la que hoy hemos escapado pero pasamos por delante del almacén donde vio una espada rúnica.
No sé si echaba de menos el combate, si anhelaba medirse contra los magos rúnicos, si quería venganza o si quería ayudar a
los que estaban huyendo pero cogió la espada y fue corriendo hacia la habitación del señor dejándome atrás, mientras me
gritaba que me marchara que me seguiría más tarde. Al asomarme a la ventana, ver el desierto y toda la libertad ante mí me
asusté y solo pude que esperarlo hasta que horas después me hicieron preso de nuevo. Me contaron después, pues hubo muchos
testigos, que apareció ante el Amo como un ser casi divino, estaba prácticamente desnudo pero parecía que la hoja que
empuñaba era toda la vestimenta que necesitaba, atravesó pasillos danzando y cantando, lanzando tajos a diestro y siniestro
y girando como una peonza, animando a todos a la huida y aniquilando a los guardias, su cuerpo ensangrentado de sangre negra
y una alegre y cálida sonrisa en el rostro, disfrutando como nunca parecía que estaba. Permitió que el Amo cogiera sus
pertrechos para enfrentarse en un duelo contra él a cambio de su libertad, y cuando empezó el combate a la velocidad de un
relámpago se plantó frente a él gigantesco orgo, girando sobre sí mismo le cortó una dos y tres veces el rostro mientras la
piel le ardía como si la hoja desprendiera ácido. El siguiente golpe fue a la cadera, y como un gigantesco pino talado el
Amo cayó al suelo y Nildrin, según me contaron, apoyo la hoja que empuñaba sobre su garganta y le preguntó si iba a cumplir
su palabra de dejarlo libre al ser derrotado.
El Amo no pudo más que aceptar su derrota y le permitió marchar. Horas más tarde, cuando regresé a mi habitación, había
dejado el libro sobre la recolección de vino donde había inscrito las runas en mi cuarto, con una nota de despedida, como si
supiera que yo todavía no estaba preparado para huir, en la que me decía que él no podía esperar más, pero que algún día
alguien vendría y me daría una segunda oportunidad. Ese alguien eres tú, Arcil de la Casa Ler’inen, y nunca podré estar lo
bastante agradecido tanto a tu señor Nildrin, como a ti.
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