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Con cierta sensación de sobrecogimiento, recoges el volumen rojo, encuadernado en piel, y comienzas a leer:
Memorias de HagDulf I: De partos e inicios
Nací un 18 de June en la cuarta era, entre lágrimas, dolor y sangre; en las entrañas de una fortaleza que era un poco de lo primero, mucho de lo segundo y está cimentada en lo tercero. Mi madre, Jirhkraga, era concubina del lord comandante del ejército negro, o de su maligna señoría, o del propio Gurthang en persona, por lo que me importa. El caso es que era concubina, como toda orca habida y por haber en Golthur Orod. En consecuencia, yo debo ser hijo de algún gran guerrero, incluso me pusieron un nombre acorde, «HagDulf» que en la antigua lengua significa «el que abraza el dolor». Sea como sea, y sin importar la identidad de mi padre, está claro que yo no iba a seguir sus pasos.
Me llamaron débil, inútil, asqueroso snaga; pero dijeron que al menos serviría para parar una flecha dendrita, así que me alisté en los barracones de entrenamiento para carnaza del ejército negro. Los BECEN, nos llamaban, y éramos el hazmerreír de las tropas. Nuestros entrenamientos consistían en engordar —así abultaréis más y pararéis más flechas— y dejarnos apalear para soportar bien el dolor. Fracasé incluso para eso.
Quien haya recorrido las inmediaciones de la fortaleza oscura, sabe que es frecuente encontrar cadáveres de orco, o aunque sea huesos, desperdigados por las mesetas: los orcos rezagados. La verdad es que no son orcos rezagados, sino orcos a los que se fuerza a rezagarse. Yo aprendí esto por las malas, en una incursión que se hizo con el fin de reducir la población de lobos negros en la meseta occidental. EL método era efectivo: envenenarme y dejar que me comieran.
— Así no tendremos ni lobos, ni inútiles mierdas como tú, ¡este plan me procurará un ascenso, snaga! —rió mi sargento de campo.
Me encontraron al anochecer. 5, 6, 7 lobos salieron de entre las rocas, cercándome en un círculo cada vez más estrecho. «Alma de sangre ven llévame…» Nunca había sido un orco religioso, pero en ese momento, con el aliento de la muerte en mi rostro, recé. Recé como nunca, pero no encontré respuesta. Fue entonces cuando encontré la ira. Había sido abandonado por mi padre, por mi gente, y ahora por mi Dios, la traición definitiva. Y entonces lo entendí: en este mundo infecto, en esta tierra de lágrimas, dolor y sangre, no hay espacio para la debilidad. Me erguí, miré a la muerte a los ojos y cambié el sentido de mis rezos: «Gurthang el belicoso es nuestro señor…», rugí. Aquella noche sonaron gritos en las mesetas de Golthur Orod. -
Pasas una página, que cruje ligeramente y sigues leyendo:
Memorias de HagDulf II:
Aquella noche no regresé a Golthur Orod. Estaba seguro de que todos me darían por muerto, y eso me proporcionaba una perspectiva que hasta entonces me fuera desconocida: la perspectiva de la libertad. Observando a Velian brillar en el cielo, al calor de la hoguera en la que se quemaban los cuerpos de mis enemigos, me sentí desatado, exultante, salvaje. Cedí al ansia, y mientras arrancaba la carne del cuerpo de un lobo para devorarla brutalmente, empecé a urdir mi plan: me haría un nombre, recorrería todos los senderos de los planos propios y ajenos, descubriría artes de las que otros orcos temen incluso escuchar y solo entonces regresaría para aplastar bajo mis suelas los huesos de todos aquellos que me traicionaron. Si hubiera sabido lo que me deparaba el destino… El mundo sería un lugar mejor si hubiera vuelto arrastrándome a la fortaleza negra. Infinitamente si me hubieran devorado aquellos lobos. Pero de momento, tenía un plan, y ese plan comenzaba por reconciliarme con mi Dios.
Me personé en la catedral de la guerra, un callado de roble en mi mano izquierda, y no me fue difícil convencer al sacerdote que allí había de que era un peregrino en búsqueda de la salvación. Mi poblado, le expliqué, había sido arrasado por «esas malditas bestias hechiceras» y venía a rogar fuerza para llevar la desolación a Ar’Kaindia. La verdad era un tanto más oscura. Ante el sarcófago del señor de la guerra caí arrodillado, suplicando el perdón por mi ateismo, por mi debilidad y mis fracasos. De hinojos durante tres días y tres noches recé, solicitando fuerza, sabiduría, iluminación. Todo eso pedí y allí, postrado ante Lord Gurthang, ofrecí mi alma.
El primer signo fueron mis ojos: la tonalidad negra característica de los miembros de mi raza desapareció, substituida por un violeta únicamente presente en albinos. EL resto de signos no eran tan evidentes al observador externo, pero puedo prometer que estaban allí. Claro que estaban. Y cómo dolían… No obstante, Gurthang era conmigo, y eso era lo único importante. Así pues, partí hacia Dendra con mi nuevo medallón de la guerra al cuello, diezmando a mi paso la ingente cantidad de peregrinos Seldaritas que plagan esas tierras. A mi señor, por algún motivo, le satisfacían de sobremanera las cabezas de esos infieles y yo me convertí en su espada, bañando altares en sangre una y otra y otra vez.
Durante años mi vida consistió en eso: matanzas, sacrificios a mi dios, brutalidad y complacencia. Mi poder era proporcional al número de cabezas que desaparecían brillando en mis rituales y así aprendí a amar el sonido de un cuello al ser seccionado por mi hoja de llamas. Mi renombre aumentaba por momentos, pero yo sabía que todavía no era tiempo de regresar. Aún no me temían. Extendí mis incursiones y me hice un lugar entre los renombrados combatientes de Morz Groddur. Llegué hasta Anduar y me establecí allí un tiempo, aprovechando para aterrorizar a los pusilánimes de los reinos del bien. Encabecé pequeñas avanzadillas de orcos anónimos hasta las mismas lindes del bosque de Thorin. Finalmente, en uno de estos ataques relámpago, Gurthang llamó. Y cuando Gurthang llama, hay que responder.
Habíamos secuestrado a una joven semi-elfa que vagaba sola por el bosque. Yo me hallaba sobre ella, penetrándola mientras mis dientes desgarraban su garganta. Me encantaba sentir la vida de mis víctimas escapando mientras las poseía. Justo cuando me iba a golpear el orgasmo, derramándome en el interior de la pobre desdichada, un dolor atroz me recorrió las entrañas, y una visión me alejó de allí. Al señor de la guerra le gustaba tanto jugar conmigo como a mí con mis juguetes, y disfrutaba recordándome que no estaba perdonado, que nunca lo estaría y que no hayaría felicidad ni paz en ningún momento.
— HagDulf, te has tornado autocomplaciente, débil —retumbó lord Gurthang mientras retorcía la espada negra en mi corazón.
— Lo siento, mi señor —sollocé lastimeramente.
Los muros de llamas que limitaban mi prisión refulgieron, iluminando sombríamente el trono oscuro desde el cual Gurthang me miraba déspota, su mano todavía extendida agarrando la empuñadura del arma que sobresalía de mi pecho. Dijo:
— Una última oportunidad, HagDulf, un cruzado de Eralie ha osado acercarse en demasía a la fortaleza de Golthur Orod, tráeme su cabeza y vivirás para servir.
— Sí, mi señor…
La espada salió de mi interior mientras volvía a la consciencia sobre un cadáver; en mi delirio había apretado demasiado, arrancando la aorta de aquella desgraciada. Me levanté, mi hoja de llamas centelleó y me puse en marcha. Volvía a casa… -
Cuando avanzas en tu lectura, te tensas ligeramente al distinguir que las letras de la siguiente página están escritas en sangre:
Memorias de HagDulf III: El dorado presente
Con paso firme me adentré en la fortaleza negra, mi fiel Grahs guardándome las espaldas. Me sorprendió notar dentro de mí un hálito de resquemor, todavía entonces la visión de aquella roca oscura alzándose entre la niebla me hacía pensar en la boca de un enorme monstruo de la que no podría escapar una vez entrara. Pero no, yo ya no era el mismo. Esa patética fortaleza ya no estaba llena de peligros, porque yo era el peligro. Me apresuré a aplastar con puño de hierro la inseguridad que intentaba echar raíces en mi interior, y lancé una mirada de desprecio a un guardia que me saludó al pasar. “Malditos hipócritas”, pensé. Los mismos que ahora se alegraban al verme fueron los que aplaudieron como se me entregaba a la muerte en las mesetas. Apreté con fuerza la empuñadura de mi hoja de llamas, pero no. No era el momento. Estaba de vuelta, y tenía un trabajo pendiente.
El pasillo principal se me hizo corto mientras avanzaba hacia las escaleras del segundo nivel. ¿Siempre había sido todo tan pequeño? Algún aprendiz de chamán hacía reverencias a mi paso, ignorando la expresión de furia en la cara de su instructor. Los Gragbadûr susurraban a mi espalda. El mundo era como había de ser. Tal como siempre me lo había imaginado.
Remonté las escaleras de la fortaleza, en dirección a los barracones de entrenamiento. Y lo vi. Frente a mí, como había soñado tantas veces, y con la misma expresión de miedo pintada en su semblante. “amri xeno haltem”, susurré. Y me dediqué a contemplar como mi antiguo sargento de campo era reducido a una pulpa sangrienta en el suelo.
Cuando Grahs hubo terminado, poco quedaba de lo que una vez hubiera sido un orco. La sangre salpicaba las paredes de todo el barracón y decenas de imberbes desgraciados me miraban atónitos. Ese puñado de subnormales, pues, fue testigo de como con mucha parsimonia deshacía las lazadas de mis pantalones, y comenzaba a orinar sobre lo que creía era la cara de un orco que me quiso muerto. Tras sacudirme tranquilamente las últimas gotas, me abroché las lazadas, di media vuelta y partí, Grahs todavía a mi espalda, a cumplir los designios de mi dios.
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