Inicio Foros Historias y gestas Memorias de Irhydia -Adiós, mina cruel.

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    • El ojo de Argos512
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      ¡Oh! Cuán glorioso puede ser un buen baño. Un agradable remojón cada día aviva el ánimo. Más aún, si has manipulado objetos viscosos o, en mi caso, piezas más que grasientas. El oficio del cazador y del jornalero no es bien visto por muchos. Les comprendo, estimados pueblerinos. La sangre y la grasa no son precísamente el mejor remedio para lograr la belleza propia de las damas de alta cuna. Sin embargo, una buena limpieza, lo arregla todo, y hasta los corazones rotos dejan de llorar durante un rato. El agua caliente de las termas, o el frío toque de la lluvia, el lago o el río, proporcionan una sensación de gozo inconmensurable. No son los dedos de un hermoso varón de mi agrado, eso seguro. Pero tampoco está mal. Nada mal.

      Creedme si os prometo, que después del sexo, no hay nada más placentero que el agua y el perfumado aroma espumoso de un producto que arrastre la roña consigo. Y el carbón… Nada hay peor que ese mineral maldito. Recuerdo cuando me ilusionaba la idea de trabajar en las minas por algo de hulla que ofrecer a las gentes. Un buen surtido de fuego asegurado para todo el invierno. Cuán magna alegría al picar, una y otra vez, las paredes de la cantina. AL ver, entre ellas, emerger el fruto de mis esfuerzos. Toscas y pequeñas piedras oscuras, como una noche sin estrellas ni lunas, que la ilusión transformaba en brillantes perlas de un negro azabache. ¡Quiero más carbón! Parecía una loca con esas ganas de golpear y golpear la pared, con el ahínco propio de los zombis poseídos por las artes nigrománticas. En pocos días superé a mis compañeros quienes, desconcertados por mi actitud, se entretenían de más… Y entonces sonaba el chasquido. Y entonces, bajaban mi mente y espíritu y alma a la realidad, descubriendo, por fin, el terrible sufrimiento de los que picaban conmigo.

      Y fue, por esta razón, que no tardé en perder la ilusión. Dichoso el alegre que conserva su felicidad por siempre. Observé a demasiados mineros heridos o muertos a causa de accidentes. Una explosión de gas casi se nos lleva por delante a un buen puñado de obreros. Gracias a la mole situada a mi derecha, me salvé. El orco no corrió la misma suerte. Lástima. Para uno que me caía bien… Y la tos… El aire era lo peor. Irrespirable, de un fuerte olor a mineral. ¿Y es que a qué otra cosa va a oler una mina? Pues a obrero muerto, a ratas podridas, a gusanos, a heces, y demás inmundicias propias del submundo.

      Cansado de todo aquello, me dispuse a abandonar el oscuro antro. Un capataz se interpuso ante mi. Uno de esos deleznables nobles. No tanto por su casta social, sino por su actitud pomposa y engreída.

      -«¿Dónde vas?» -Me inquirió el mozo.

      -«Debe disculparme señor. Estoy sedienta, hambrienta y exhausta. Necesito salir a tomar el aire y recobrar mis fuerzas. Solo serán unos minutos.»

      Obviamente, de minutos poco. Mi único deseo era marcharme. Volver a los bosques que eran mi entorno. A la caza, que era mi vida y afición. Todo era mejor que aquellas paredes ennegrecidas. No pareció tomárselo bien. Empuñando su látigo, su tono adquirió un matiz más intimidante, pero no para mi.

      -«¡Tú no vas a ninguna parte! ¡No sin mis treinta onzas de carbón en el cubo. ¡En el cubo!» (repitió señalándolo. Ese enorme y polvoriento contenedor de cobre, más oxidado y maloliente que los pies de un troll muerto hace cuatro días. Ahí debía colocar el fruto de mi ardua labor). «En cuanto acabes, puedes ir donde quieras. Pero recuerda que me pertenecen dos tercios de lo que extraigas y que, si no completas tu jornada, puedo reducir tu cuota percibida como me venga en gana. Así es la ley aquí.»

      -«¿Cómo voy a picar sin fuerzas?» -Pregunté, sin mostrar que todavía me quedaban bastantes para seguir.

      -«Sácala de entre las piedras. ¿Para qué tienes ese pico? ¿Pútrida escoria de mendiga?» -Y sus ojos adquirieron el fuego del odio.

      -«Pues para picar, imagino. ¿Te parece que lo deposite en el suelo hasta que vuelva?» -Pobrecito. Creo que no entendía las ironías. Así me lo demostró su arrugado rostro, su ceño fruncido por la rabia, y la determinación con la que aferraba el látigo.

      -«¡Te he dicho que piques! ¡Esclava!» -Y sonó el estridente sonido de la laceración en mi espalda. El dolor se notó, aunque peores penurias había vivido en el pasado. Para peleas estaba yo…

      -«Te recomiendo que no vuelvas a hacer eso.» -Le aconsejé, con un tono tranquilo. -Eso todavía se lo tomó peor.

      -«¡Te atreves a ordenarme algo? ¿A mi? ¿Sucia mujer?» -Otro latigazo. Esta vez dolió más. No por el lacerado, sino por la furia contenida.

      -«¡Debería de haberte enviado al burdel de Pith. Es para lo que servís. Animales de fornicio…» -No terminó su frase. Llevaba todo el equipo conmigo. Mis duras, flexibles y ligeras prendas de cazadora, una mochila sin fondo, el petate, y mis queridos arcos, cerbatanas y municiones. Todos ellos. Y justo en aquel momento vio la punta de una flecha de fuego que, férreamente agarrada con mi mano, se encontraba a escasos milímetros de su ojo zurdo.

      -«Pues sí, soy un animal. Una bestia salvaje. Peor que un lobo. Y por lo que veo, tú también ansías ser uno como yo, ¿no?» -Miedo. Reconozco la mirada del miedo, tanto como la del éxtasis. Y ese hombre no disfrutó nada de lo que estaba pasando. Retrocedió asustado unos pasos. Para cuando entendió que no había sido buena idea, la punta de aquella flecha se encontraba en mi arco, apuntando a su vientre. Hacía años que no fallaba contra un rufián. No sería hoy el día. Parece que fue lo suficientemente inteligente para comprenderlo.

      -«¿Te gustan los topos asados? A mi sí. Son muy monos. Con esos ojos ciegos como tu corazón ennegrecido de carbón… Mmm… Serías una buena carne. Si no puedo salir a comer, ¿te parece que empiece aquí mismo?» -Y tembló. Tiritó sin moverse, rígido como una piedra, como una víctima de las cuevas de hielo de Aldara. Se podría decir que al menos las caras de la caverna, morada del sarcófago de Erik y su estirpe, mostraban un semblante más sosegado, pues la dignidad estuvo con ellos hasta el fin. EL mozo autoritario lo había perdido todo. NI la vergüenza le quedaba ya.

      Casi sin darle tiempo a reaccionar, empuñé mi arco con una sola mano, sin hacer esfuerzo alguno por tensarlo. Ender flecha y arma en su cuerpo a esa distancia, por el mero clavado a modo de puñal, habría sido tan sencillo como atravesarlo con una lanza. Con la otra le agarré la suya del látigo, y apreté hasta que le crujieron las cinco falanges. castigado por el dolor, soltó su arma de tortura, mas yo no le dejé libre.

      -«¿Te parece que hagamos un pacto?» -Le pregunté con la certeza de quien tiene la situación bajo control. El hombre asintió aterrado, mostrando el continuo dolor de mi agarre en su rostro. Una pequeña porción de lo que había hecho padecer a otros.

      -«Ahora me dejarás largarme de aquí, o te juro por todos los que he perdido que lo lamentarás. Y por cierto, los que quieran venirse conmigo, pueden seguirme, sin temor alguno. Nada se sabrá de lo acontecido en esta zona de la excavación, y todos saldremos ilesos.» -Remarqué estas últimas palabras afianzando el contacto con cada sílaba, mirándolo fijamente. Seguro que nunca vio en el color celeste algo tan terrible. Que pena. Y yo que pensaba que las miradas azules eran las más bellas e incluso excitantes… Para el no lo fue, seguro que no.

      El capataz asintió otra vez, y tras empujarle a un lado y abriendo camino, abandoné aquella estancia por el montacargas. Mientras aquel pesado mecanismo subía, escuché un grito desgarrador. De esta suerte indescriptible, al llegar arriba decidí esperar a mis compañeros. El elevador volvió a descender, y para cuando llegó a la superficie, siete kobolds, cuatro góblins y seis  orcos me aclamaban, cargando entre todos, los restos descuartizados del que había sido nuestro jefe.

      Y así concluyó esta historia. ¿Un final feliz, no?

      No fui bien vista en Anduar durante algún tiempo. Y por qué será? Sin embargo, mi labor despejando los caminos de bandidos y saqueadores enviados por Kregg, me hizo ganar una reputación de renombre. Muchos de aquellos asesinos lograron pagar por su error al servicio del enterrador de la ciudad. Aún no entiendo cómo aquel avejentado guardián de tumbas tuvo el valor suficiente como para contratarlos. El caso es que lo hizo, y muchos, tras limpiar su imagen, partieron hacia MorGroddur para entrenarse junto a La Horda Negra. Aquellas técnicas de lucha les vendrían bien para la fría y dura vida del liberto vagabundo. Aún hoy en día compartimos algunas chanzas en lo más profundo de algún desconocido bosque al este de Ostigurt, donde no alcanzan las delimitaciones registradas en los mapas. Que bonitos fueron aquellos 42 años de edad.

       

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