Inicio › Foros › Historias y gestas › memorias de Irhydia-el renacido
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Hola. Vengo de nuevo a intentar no molestar*. Tranquilos. Sé que hay un debate parecido. La otra historia que recibe el mismo nombre (quitando el definitivo), está incompleta, y sobre todo, tiene estampada en ella errores imperdonables. Desde inclusiones accidentales de código, hasta faltas de ortografía, pasando por expresiones mal empleadas, demasiadas palabras sin el vital aporte de la pausa de la puntuación, y errores de fondo concernientes a la clase de tirador, seguramente, también a otras clases que mencioné imprudentemente sin conocerlas bien.
Cuelgo pues, esta historia, de título *memorias de Irhydia -renacido (definitivo), siendo esta la versión que realmente importa. La veréis publicada 6 veces más en 6 hilos. Es posible. Podéis pasar de largo porque todas serán la misma a partir de esta. Simplemente, será una segunda subida realizada con objetivo de conseguir gestas, cuando estas vuelvan a ser evaluadas por un nuevo avatar. El lector JAWS se lleva fatal con el foro y no puedo responderme a mi mismo. Es muy triste, pero bueno. ¿Qué se le va a hacer?
Si al final lo puedo publicar todo en un solo debate con hilos separados, os ahorraré el estorbo de ocupar el foro con demasiado contenido que pueda dificultar navegar por entre las publicaciones más recientes de otros jugadores.
Que la disfruten. Y por cierto, olvídense de la anterior de nombre memorias de irhydia -el renacido. No merece la pena. No hay nada nuevo. Solo molestias para el lector. Además, estoy a la espera de que algún inmortal me atienda para borrar tal basura de la faz de Eirea. Esa pieza no merece ni tan siquiera un hueco en el infierno de Golthur. Directa Al Abismo, e incluso me atrevería a expresar que la historia truncada en cuestión, no es digna de la clemencia de las eternas llamas del tormento.
PD: Samuel, el bufón escriba dice en culano: ¡No por favor! ¡Por la borda no!
PD2: #-Tiburón blanco propina el golpe mortal a Samuel, el Bufón Escriba.
Ala, carpe diem.
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1-Reflexiones sobre la magia.
Para muchos, los enviados de Seldar suelen ser un mal augurio. No, peor incluso. La propia muerte en vida pisando fuerte por entre los desiertos, bosques, llanuras, montañas, pueblos, ciudades. Haciendo de la hierba cenizas; de la arena metal y cristal con el que forjar espadas; de los árboles carbón vegetal, maderos, barcos y antorchas que, con su fuego, traerán el caos y el dolor a los infieles.
Demasiado se ha estigmatizado ya en mi opinión a los seldaritas. Es indiscutible la brutalidad de este supremo ser corrupto. Tan irrebatible como su existencia. ¿Deben, a caso, ser todos sus seguidores igual de crueles con todo el mundo? No lo creo así. Y es que, si bien la guerra es cruel, el honor, o lo más parecido a ello, puede hacerla justa… O al menos todo lo justa que es posible. Lo ideal sería que la paz reinase hasta en los lugares más recónditos de Eirea, pero parece que tal deseo no será jamás cumplido.
Y es que pueden encontrarse amigos incluso entre los servidores de un imperio. Es extraño. Eso es cierto, mas no por ende debe ser una hazaña irrealizable. El joven Ismutus, sacerdote acólito del dios del relativo mal, atravesado por la adarga de un orco montado sobre un guargo. Un guerrero Uruk-hai, como otros miles provenientes de Golthur Orod; seres más semejantes a las bestias que a los humanos. El clérigo al que asesinó se lo llevó con él a la tumba, en el nombre del dios del fuego.
No hace pocas horas, y para mi gran alegría y admiración, entre los rumores de la Taberna del Dragón Verde, pude enterarme del recién resurgimiento de este gran amigo. No fue un acontecimiento único, es cierto. Sin embargo, el favor de los dioses no suele llegar a tales extremos, si no es por una buena razón. Los estudiosos de la magia clerical aprenden el arte de la resurrección, mas, al fin y al cabo, son las divinidades las que eligen que tales ceremonias sean efectivas o no. Al menos eso es lo que dicen. Desde mi humilde posición de ignorante, me atrevo a indicar que resucitar no es más que devolver la consciencia y la salud a aquellos más cercanos a los espíritus que a lo tangible, pues los muertos de verdad, muertos se quedan. Y si no estáis de acuerdo, sea testigo de lo que afirmo el absurdo intento de un inquisidor enviado de Galador a reanimar el cuerpo de mi amado Shirgol sin conseguirlo. Me observó colérico, tras usar sus poderes de quién sabe qué esfera y descubrir que, para su desgracia, el chiquillo a quien perseguía ya había partido a otro lugar, de un modo agradable y desmerecido para un seguidor del culto al lujo o de cualquiera de las ramas de este movimiento rebelde. No tuvo tiempo de blasfemar, maldecir o empuñar arma o escudo alguno. Una flecha de hueso se lo llevó… Y no, no ha resucitado, ni podrá hacerlo jamás. Sus restos, así como los de sus compañeros, mutaron en ceniza y polvo; y entre una nube de hielo y otra de fuego, me di un baño inigualable, que poco o nada tiene que envidiar a los de las mejores termas de Dendra. Tal vez faltaba el jabón, es cierto. Algo que, a pesar de todo, pude paliar fácilmente gracias a un ungüento limpiador, extremadamente eficaz, elaborado con la sabia de algunos árboles de la zona. No daré mayores detalles de lo sucedido por el momento. Todavía resulta duro hablar de ello, aunque no, no me arrepiento en absoluto de lo ocurrido. Volvería a hacerlo si fuese necesario.
<p class=»s2″>Sigamos con mi crítica hacia el poderío sacerdotal. Que me repriman los entendidos por mis errores, que no serán pocos. La magia clerical no es más que una vertiente de la arcana. Una escuela, o conjunto de esferas, como lo son la adivinación, la alteración, la ilusión, la nigromancia o la evocación. Una mezcla de todas ellas, carente a su vez, de todos los elementos que la hacen tan temible como la de los propios magos. No obstante lo anterior, esta reflexión queda truncada por la realidad, pues ni las armaduras más pesadas del más puro y grueso hierro parecen molestar a los sabios conjuradores que formulan hechizos en nombre de un dios. Tan solo conozco, y de boca de terceros, a un hechicero que logró dominar los vientos del éter, a pesar de su metálico yelmo. El mago sombrío Whirgem, viejo enemigo del padre de Sylbira. Han pasado más de 30 años desde su muerte a causa de una inmolación extraña, tanto por su potencia y alcance como por la forma en la que esta tuvo lugar. Manifestaciones mágicas del estilo, según tengo entendido, pueden contarse con los dedos de una mano en toda la historia de Eirea. No conozco ni a un solo arcano que haya logrado algo parecido, y ni siquiera los más eruditos o los tomos más exhaustivos y antiguos arrojan algo de luz al asunto.</p>
<p class=»s2″>El porqué de estos raros dominios de energías me remueve la curiosidad, mas, al fin y al cabo, no soy más que una especialista en el manejo de armas de proyectiles, por lo que tales conocimientos me quedan lejos. Más que lejos. Son, simple y llanamente, inalcanzables.</p>
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2-El retorno del sacerdote.
En fin, intentemos divagar menos si es posible. El echo era evidente. SI los rumores volaban, no sería por nada. Fue, por tal razón, que pasada la medianoche decidí abandonar mi alquilada alcoba de clase noble y bajar al barrio rico de la ciudad.
La lumbre era tenue y agradable. Unos pocos candiles sobre altos postes, separados entre sí por docenas de metros. La luz de ambas lunas, junto al estrellado manto de puntos blancos que destacaban en la negrura de la noche, era todo lo necesario para alegrar la vista. La panorámica de los campos es más bella si cabe, mastampoco era horrible la de esta urbe. Tal vez la chimenea de la forja del mercado arruinaba el espectáculo, hasta cierto punto, pero el resultado seguía siendo conmovedor.
Las calles por las que anduve no son especialmente anchas, aunque sí lo suficiente como para que las corrientes de aire fuesen débiles brisas que te acarician al caminar. El característico hedor de los suburbios poco o nada influyen en estos barrios nobles, algo a lo que sin duda contribuía el recién avance en las obras del alcantarillado de la ciudad. Y es que ya les valía a los obreros algo de mejora, aunque fuesen solo varios codos, tras más de siglo y medio. Aunque claro, teniendo en cuenta que la mayoría de trabajadores son meros esclavos sometidos al yugo y a la flagelación, poco se puede esperar en lo que concierne al progreso. Algunos creen que el miedo impulsa a las gentes en sus labores. No obstante, todo tiene un límite, y cuando, desprovisto de vergüenza, creencias, vida y esperanza, tan solo te queda obedecer como un autómata, no es mayor diferencia la existente entre otro latigazo, la marca de un hierro candente o la propia muerte. La esclavitud es barata, eso seguro. ¿Eficaz? Pues como puede observarse, no. Pero qué le importa a la hipócrita y noble Anduar el sufrimiento ajeno y la felicidad? Estén o no las cloacas en funcionamiento, el dinero sigue llegando. Trabajen más o menos los condenados, la imagen sigue predominando. ¿A caso les vale la pena desprender un poco de empatía y preocuparse por los desfavorecidos, a costa de perder el favor del monedero y del estatus que se obtiene con él, sumado a la satisfacción de hasta los caprichos más perversos? No, la verdad es que no. Y por ello todo seguirá igual hasta el fin de los tiempos. Algunos me preguntarán tal vez. ¿Si tanto odias Anduar, por qué te has esforzado en tejerte una reputación de renombre en su seno? Simplemente, porque en la vida conviene tener amigos. Además, mi mediana popularidad se debe al favor realizado a diario limpiando los caminos de bandidos. Rufianes que, al fin y al cabo, acosan más a los pobres que a las protegidas caravanas de los aristócratas, pues el comerciante común es una caza más sencilla, algo de lo que puede obtenerse mercancías, oro, lascivo placer e incluso alimento. Si acabas con la vida de un hombre de alta cuna, ten por seguro que te buscarán por toda Eirea, incluso aunque tengan que viajar al fin del mundo. Los familiares y amigos de estos individuos tienen mucho botín con el que incentivar a los mercenarios. No sucede de igual modo con un mísero grano del populacho, a quien pocos y pobres echarán de menos… Hasta que la muerte se lleve también a los conocidos del fallecido, y acaben todos en el olvido. Por este motivo, aun sin recibir recompensa alguna o agradecimiento de las altas esferas, seguiría barriendo los caminos, por el bien de los que no pueden defenderse por sí mismos.
Continuemos pues, nuestro camino, ya que nada podemos hacer para cambiar esta ciudad. Tal vez algún afortunado tenga la suerte de poder recibir mi ayuda o la de mis amigos… ¡Amigos! Eso es lo que buscaba. Fui paseando, lentamente, hacia el centro de la plaza mayor, y no fue comparable a nada la emoción que me invadió al encontrar la delgada figura de un hombre rubio, envuelto en harapos raídos, agujereados por las inclemencias del tiempo. La oscuridad no fue obstáculo para distinguirle con claridad, pues bastante iluminación proporcionaban las antorchas y el cielo. Además una faja solar, que siempre llevo en la cintura a modo de linterna, ejercía en aquel momento una función magnífica mediante su sutil intensidad. NO había duda alguna posible. Aquel hombre era Ismutus.
Nadie había en la plaza salvo él y yo, mas la multitud, tarde o temprano, acabaría por llenarla. Fue, por esta razón, que pospusimos los gestos y palabras para mi alcoba.
Tras un abrazo y numerosas chanzas, el acólito me pidió tomar asiento en el escritorio de la habitación. Una vez acomodados, y con absoluta calma, comenzó a relatarme lo sucedido.
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3- La batalla de los mendigos (5 de Naibind del 158 era 4ª).
Desde la torre de vigilancia de Dara, pudo observarse un contingente anárquico de más de diez mil orcos. Los ataques a la fortaleza son frecuentes, eso seguro. Y es que no puede ser de otro modo si el citado bastión dendrita delimita con los dominios del caos.
Aquella noche, sin embargo, la situación se descontroló. Parece ser que, cansados de la opresión del espacio, y ávidos de nuevas tierras, los Uruk-hai se organizaron para tomar el fuerte del camino fronterizo, con tan mala suerte que coincidieron con la labor de los recolectores y campesinos que, fuera de las murallas, recogían lo sembrado, plantaban nuevos frutos, y hacían acopio de algunas bayas autóctonas.
La ya acostumbrada crueldad de Domiana no se hizo esperar. Mucho antes de lo debido, ordenó el cierre de las puertas del castillo, dejando desamparados a cientos de inocentes fuera de los muros, a merced de La Horda Negra. Gran cantidad de soldados, si es que merecen tal nombre, permanecieron bajo la seguridad del rastrillo. Ya se cansarán de la carne y se irán al ver cómo les arrojamos piedras, aceite y flechas incendiarias desde las almenas. Eso fue lo que pensaron, mientras contemplaban impasibles, la masacre que en breves se cerniría sobre el colectivo indefenso. Los que pudiesen huir, perfecto. Los que no, allá ellos. Tales eran los pensamientos de muchos. Por supuesto, Domiana permaneció cómodamente junto a su tan codicioso y custodiado meteorito de ponzoña, sin intervenir lo más mínimo arriesgando su pellejo. ¡Eso es mujer! Ojalá la radiación te sepulte lentamente bajo tierra. Ansío ver cómo el dolor inunda tus huesos por siempre, hasta el fin de tus días. Que la eterna migraña provocada por Vandal y los cientos de miles de semi demonios de mismo nombre que le precedieron te impidan dormir durante las noches. Que tus carnes y músculos se vuelvan tan lacios como los de un decrépito anciano, pero en tu juventud, que Seldar cese en sus esfuerzos de prolongar tu fútil existencia, y que los desdichados a los que has torturado y asesinado te visiten durante las noches, absorbiendo poco a poco tu esencia hasta hacer de tu existencia algo insoportable.
Abandonando mis sinceras *felicitaciones a la citada combatiente* (nótese la ironía), lo cierto es que la noche no auguraba nada bueno para los plebeyos. Afortunadamente, y desobedeciendo las órdenes directas de la campeona del lugar, una multitud de cientos de hombres y mujeres tomaron posiciones fuera de los muros, mientras otros tantos aunaron esfuerzos por traer a los abandonados de la mano del fortín a un nuevo e improvisado cerco.
Algunos diestros luchadores se presentaron voluntarios, mas no conformaron estos el grueso de la compañía. Magos y sacerdotes, en su mayoría iniciados, así como asesinos solitarios y expertos ladrones, varios de ellos servidores del culto al lujo, e incluso simpatizantes del extinto movimiento rebelde al que pertenecía Sirgol, formaron una comitiva, sin la cual se habrían perdido demasiadas vidas. Entre los miembros de tal resistencia se encontraba mi amigo. Todos ellos, no obstante , se encontraban en inferioridad numérica, en la irrisoria proporción de uno a diez. Aquella contienda sería dura, y lo que era peor: nadie podía asegurar la victoria para aquella alianza espontánea. Una cosa era cierta. Morirían con honor, llevándose por delante a cuantas alimañas fuese posible.
La batalla fue más que cruenta. Aquellas bestias les acosaron por oleadas. Mataban a cientos, y miles ocupaban su lugar. Calleron muchos entre los suyos. Demasiados entre los resistentes. El ideal enterrado de Sirgol encontró su auténtico fin cuando el hacha de un empalador decapitó al último de sus seguidores. En cuanto a los demás, la mitad de aquella milicia corrió la misma suerte. Tres cuartas partes de los asesinos fueron capturados y enviados a las cámaras de tortura de GolthurOrod. Nada puede el subterfugio contra cientos de ojos que Observan el mismo punto al unísono. Todos los luchadores cayeron. Zurgowl, gran confidente de Ismutus, encontró su final a manos de dos guargos que lo devoraron lentamente. Su agonía se oyó a leguas de distancia. Nadie le socorrió. Allí mismo, los orcos se procuraron un banquete con sus restos, recuperándose con la sangre del desafortunado a un ritmo alarmante. La totalidad de los hechiceros cayó asaeteada, una vez desprovistos de todo espejo, piel o escudo protector que les salvaguardase. De entre los numerosos clérigos apenas se contaron cinco supervivientes, entre los cuales, por supuesto, no estaba Ismutus. Una mohósa lanza de piedra y musgo se lo llevó, atravesándole el corazón en un segundo. No hay cura posible contra un mal tan instantáneo. Entre tanto, los vigilantes de Dara disfrutaban el espectáculo, sin mostrar el más mínimo signo de remordimiento, gozando de una buena ración de chuletón de cerdo asado, cocinado sobre hogueras en lo alto del muro. Ni tan siquiera los arqueros, amparados por la distancia y la altura, se molestaron en intervenir. Apuntar, tensar y soltar es un ejercicio demasiado agotador para un señor de alta cuna, ¿verdad?
El esfuerzo, sin embargo, valió la pena. Finalmente los orcos, superados por la voluntad de los sacrificados, optaron por batirse en retirada hacia su humeante madriguera. Los monstruos habían sido repelidos, una vez más. Cómo no, serían los acobardados tras las murallas los que se llevarían el mérito. No hay concesión ni congratulación posible hacia un ciudadano de baja estofa en el corazón del imperio dendrita.
Este episodio de la historia de Dendra, recordado tan solo por unos pocos, recibiría su nombre de los que participaron en ella. Unos pobres inexpertos en su oficio, aparecidos de la nada y renegados, por propia voluntad, del poder que les podría haber mantenido a salvo. Mendigos, de riqueza o de reputación, cuyo único objetivo fue la salvaguarda de los despreciados ante el muro en aquella larga noche. -
4-El favor de los dioses.
El campo de batalla se encontraba repleto de cadáveres, tanto de orcos como de humanos. La sangre bañó los bosques cercanos y los caminos, concediéndoles un tono rojizo semejante al de las piedras volcánicas del infierno, una ramificación de cavernas sofocantes, hábitat de diversas criaturas de fuego, localizada bajo la anarquía kobold de Ankarak.
No hubo piedad con los despojos de los enemigos. Los miembros de la compañía que podían sostenerse en pie se cebaron despedazando los cadáveres de quienes consideraron animales, sin ningún tipo de pudor. Sus huesos serían el carbón que alimentaría las chimeneas el próximo invierno. En cuanto a los propios caídos, los clérigos recuperados por sus poderes sanadores, fueron buscando supervivientes a los que atender. No fueron muchos los que lograron salvarse, mas peor sería que no se hubiese logrado auxiliar a ninguno. Aquellos físicamente más destrozados fueron sometidos al poder de la resurrección. Nadie logró volver de donde fuese que van los muertos… Nadie, excepto Ismutus.
Y es así como recuerda el que regresó de entre las tinieblas, lo acontecido en el plano de las almas.
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«Descubrí a la figura de Soële. Aquella de la que tanto hablan los cánones de fe. No dudé jamás de su existencia, pero no es hasta encontrarte frente a frente con ella cuando te percatas de lo que significa. No recuerdo su figura, pero sé que era él. Lo sentí. Todo eran almas, esferas de luz, y oscuridad a mi alrededor. No era más que una de esas redondas emanaciones de energía, un pulso infinitamente prolongado de luz blanca, carente de deseos o dolor, desprovisto de cualquier sentimiento propio de un ser viviente, originario del plano material. Todas volábamos, una tras otra, hacia el círculo en el que Soële aclamaba nuestra presencia, pronunciando el único sonido que éramos capaces de escuchar: un siseo ininteligible, al menos para cualquier ser viviente. Un ruido vacío de significado, menos para nosotros. Era el equivalente a una constante llamada, a una invocación de nuestra presencia.Algo que, sin saber cómo, nos impulsaba a seguir adelante sin pensar, pues para hilar ideas entre sí, o entender conceptos complejos, no poseíamos mente alguna. Flanqueando al juez imparcial, un devoto de Eralie, otro de Seldar y tres más de Izgrawll, Ralder y Khaol, llamaban la atención de quienes en vida fueron sus seguidores. Para los ateos como vos, el propio Soële sería vuestro guía. Es así, como cada una de nuestras almas, fruto del trance de la fe, o de la incredulidad, según el caso, viajaban, como polilla atraída por la luz, hacia quien debía juzgarlo.
Recuerdo que muchas de aquellas esferas, tras su breve encuentro con aquellos a los que seguían, fueron enviadas a un lugar desconocido, a través de portales de inconmensurable belleza, provistos de un azul más puro que el del propio cielo. Seguramente, debía tratarse del inicio de la senda de una vida nueva. Otros pocos, tras recuperar su forma sólida, caminaban libremente por entre los guardianes de aquel túnel de espíritus, hacia un portal blanquecino, rodeado de pequeños rayos de diversos colores. Según prometía Soële, aquella entrada era la puerta del plano material. Quienes obraron hazañas dignas de mención, casi únicas, recibían la oportunidad de volver y enmendar los errores que hubiesen podido cometer en su vida pasada. No obstante, algunos de los que regresaban lo hacían con un cuerpo algo desmejorado, a causa del duro trauma de regresar de la muerte.
Nada escuché ni avisté, sin embargo, que tuviese relación alguna con el tan tétrico abismo al que se supone, deben ir las almas condenadas por toda la eternidad. Tal vez no sea la muerte el modo en el que se accede a tan horrenda prisión. Tal vez, el aterrador castigo destinado a los mayores pecadores no sea más que vitalicio. ¿Longevo? Puede. ¿Perpetuo? Es posible. ¿De por vida? Quizás. ¿Doloroso hasta límites insoportables para hasta el más recio ser? No lo dudo. Pero no, eterno no.
Como podéis imaginar, atravesé el segundo sendero, el de la segunda oportunidad, para volver junto a mis compañeros supervivientes, mas en mi caso, sucedió algo extraño. No tan solo fui juzgado por el sacerdote de Seldar, sino que el propio representante de Ralder vio en mi la furia animal que me impulsó, por instinto, a salvar a mis compañeros. Hasta Soële se sorprendió de tal echo, pues no es común que un seguidor de Seldar reciba el favor de varios dioses. Y fue así como, tras verlo todo blanco en mi forma normal, abrí, no sin sobresalto, los ojos en nuestro mundo.»
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5-Una deuda impagable.
***Continúa el testimonio directo de Ismutus.***
«Lo demás ocurrió tan rápido que a penas logro acordarme. Fui sometido a varios tratamientos de pócimas y encantamientos que garantizaron mi recuperación, allí mismo, tendido en el verde y rojizo suelo, separado de los cadáveres de mis compañeros. Tras dedicar a aquellos valientes aliados las condolencias que debía recibir un valeroso caído en la contienda, nos aprestamos hacia el interior de la Fortaleza de Dara. Todos estábamos resentidos con el trato recibido y por la nula actuación de quienes realmente debían defendernos. Fue bien poco lo que les importó nuestra angustia. Tras varias formalidades sin valor, en las que buen cuidado tuvimos de no ofender a Domiana en demasía, so pena de no vivir otro día, nos encaminamos, cada uno de los supervivientes, hacia la ciudad de Galador, donde deberíamos explicar lo sucedido, guardando especial silencio sobre nuestra presencia. Es decir, que habría que retratar a los guardianes de Dara como héroes y no como la escoria que eran en realidad. EN mi opinión, hasta relacionarse sentimentalmente con las heces de los caballos resulta más digno que dirigirle la palabra a cualquiera de esos cobardes hambrientos de inmerecida gloria. ¿Cuál era la recompensa por ser sinceros? Simplemente, la muerte. Ya se encargarían los burócratas del papeleo. No me sorprende lo más mínimo, que muchos de los supervivientes de la carnicería hubiesen optado por desterrarse a ellos mismos, viviendo a partir de aquellos días la libre existencia del vagabundo mercenario, al servicio de todos. Otros, no obstante, hartos de luchar por el prójimo, decidieron renegar de toda sociedad y vivir apartados del resto, dando caza a aquellos a quienes les viniese en gana. Sea como fuere, hasta algunos de los que decidieron permanecer en Galador por mera estabilidad abandonaron su fe, mostrando fidelidad tan solo cuando la conservación de la propia imagen lo requiriese. Algo parecido a lo que vos, Irhydia, os visteis obligados a hacer. Como bien sabéis no os culpo por ello. Respeto vuestras creencias, del mismo modo que os conozco lo suficiente como para comprender que entendéis las mías.
Sin embargo, y a pesar de lo vivido antes, durante y después de mi corta estancia en el túnel de espíritus, no puedo, sino reafirmarme en mi fe… Aunque, para ser sinceros, me siento diferente. Por supuesto que continúo luchando por los ideales de Seldar, mas ahora siento algo extraño. El honor de un paladín, ¿podría decirse? Sea como fuere, en aquella lenta marcha hacia Galador, juré que solo derramaría sangre en tiempos de guerra, y que jamás, bajo ningún concepto, atacaría a quienes mostrasen su rendición o a quienes no desearan combatir. Que, al finalizar cada contienda en la que me halle presente, procuraré que reciban los vencidos el justo trato de Seldar, pues no soy yo, un simple mortal; sino nuestro amo y señor de la oscuridad y el fuego, quien junto a los demás jueces del túnel de espíritus, deben decidir el destino de los que no volverán a ver la luz del Sol.
Pero ahora, tan solo la congoja de la deuda asalta mi mente. Los dioses han depositado en mi una confianza que no sé si merezco. Por ello, me he decidido a mostrar la devoción a Seldar, como siempre he hecho, mediante ofrendas. Haré todo lo que esté en mi mano y en mi moral para procurar que los dioses se enorgullezcan de mi. Aunque desconozco si lo lograré, trataré de erigirme como alto inquisidor, y pelearé por ver, al fin, los ideales del corrompido satisfechos.»
Así acabó su relato mi mejor amigo de Dendra, quien tan gustosamente, y sin interés alguno, me acogió en los momentos más complicados de mi vida, tras la reciente pérdida de mi amado bardo. No puedo ayudarle a lograr todas sus metas, puesto que mi participación implicaría intervenir en la guerra, algo que me prometí que no haría nunca, mas no por ello tengo por qué abandonarle. Tal vez haya alguna manera de ayudarle. Si Seldar reclama ofrendas materiales forjadas en hierro, como armas extraplanares u objetos de gran valor, tal vez pueda proporcionarle lo que necesita.
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<p class=»s2″>6-El silencio de los pedruscos.</p>
<p class=»s2″>Los árboles se expresan con el movimiento de las hojas. Los animales hablan para todo aquel que sepa escucharlos. Una gran lección de los druidas que jamás olvidaré. Las rocas, por el contrario, no hablan, ni sienten. Ni tan siquiera podría afirmarse que existen como tal. No, con consciencia al menos. Son pues, las piedras y los cimientos, lo que nunca podrán desvelar un secreto, claro está, siempre que no sean imbuidas con magia de adivinación. Sea como fuere, lo cierto es que los hombres, tarde o temprano, acaban desvelándolo todo. Cualquiera tiene un precio, que no siempre se paga en oro. Cualquiera tiene un aguante limitado para los secretos. Y es que quien conoce demasiadas confidencias, solo puede tomar tres caminos posibles, so pena de inmolarse mentalmente en una sobrecarga de responsabilidades inalcanzables: el revelado, el anotado o el olvido. El primer sendero es sencillo. Comunicas a un desconocido lo que jamás debió saberse, y te desentiendes, ya si eso justificando tu conducta en argumentos moralistas que a nadie importan en realidad, pero que permiten mantener una imagen para contigo mismo y con el resto. Algo que te haga vivir menos peor de lo que deberías por tus errores. Puede ser accidental o voluntario, eso es irrelevante. El segundo es polémico, puesto que, aunque teóricamente no cuentes nada a nadie, quien encuentre el pergamino en el que tu pluma y tinta estamparon el secreto, conocerá también, lo que jamás debió saberse. Algo que puede ser peor, pues las palabras grabadas son más fáciles de emplear en acusaciones oficiales. El tercer camino es el más seguro para todos. Nadie puede desvelar lo que no existe. El olvido es la salvación para los de peores confesiones. Normalmente, este ocurre de manera natural. Sin embargo, situaciones en las que hay algo importante en juego precisan la compra de esta memoria selectiva, bien por trato, o por silencio, y este silencio, en contadas pero en serias situaciones, llega a ser definitivo. Nada tiene mayor parecido con las piedras que los muertos. Las piedras no se mueven, crecen ni hacen ruido. Los cadáveres y las cenizas depositadas en urnas, tampoco. Una solución, tan radical como efectiva, que permite sortear los obstáculos de lo que debe permanecer oculto.</p>
<p class=»s2″>El temor infundido en los campeones de la Batalla de Los Mendigos a manos de Domiana, con sus sutiles amenazas de una muerte segura, bajo el ilegítimo pretexto de salvaguardar la heroicidad de la fortaleza de Dara y sus *valerosos guardianes*, pertenece a esta última senda de preservación de secretos. La compra del silencio ajeno mediante pactos oscuros. El miedo es un buen arma. Todos los regímenes autoritarios, como el del imperio dendrita, lo utilizan. De hecho, todo gobierno o asociación lo emplea alguna vez, por muy altruista y justo que se muestre hacia los demás. No son la amenaza o el filo de una espada los únicos móviles del temor. Las sanciones que toda norma o ley prevé tienen la misma funcióndisuasoria. A la fuerza de tales reglas de diversa índole se suma, además, la legitimación del colectivo en aquellos grupos más permisivos. El mismo miedo que obliga a los esclavos de las minas o de las cloacas de Anduar a retirar escombros y picar, so pena de recibir latigazos, pasar hambrunas o sentir en el cuerpo el rojizo beso del fuego,puede ser empleado de otras formas en una ciudadanía con aparentes rasgos de libertad y voluntad de unión fraternal. Véase por ejemplo, el gobierno de la villa de Aethia. Siento compartiros que no me creo eso de que con algo de educación estricta por parte de unos monjes pueda eliminarse el egocentrismo propio de quienes ansían el dinero. Otra cosa es que los hambrientos de oro y poder deban ocultarse con mayor cuidado, con tal de evitar el destierro. Pero ocurre. Ocurre la indestructible corrupción. Antes, ahora, luego, y tal vez siempre. Tenedlo por seguro. Y no, no considero que la culpa provenga de las inmigraciones extranjeras. Cada colectivo tiene sus propias luces y sombras, por mucho que cueste admitirlo.</p>
<p class=»s2″>Pese a sus enormes ventajas, el terror, como cualquier espada, flecha o conjuro, acaba encontrando su escudo, su opuesto negador mágico, el final de su vida útil, el vacío en el que se perderá por siempre. En el caso que nos atañe, Este impedimento es la no identidad. Y es que cuando no se es nada, tras haberlo perdido todo, nada hay que temer… Ni tan siquiera a la muerte. Es así, como muchos que aún desearon vivir, se mantuvieron en silencio, o bien como fue el caso de mi amigo, desvelaron su secreto a alguien conocido que mantendría sus confidencias a salvo. Mas para aquellos que habían perdido toda esperanza, bien al borde del suicidio, o de la completa transformación en animales despojados de toda cordura, nada importó el dar a conocer lo que sucedió realmente aquella noche de naibind del 158.</p>
<p class=»s2″>Y fue de tal modo como, extendiéndose poco a poco el rumor entre las tabernas de Dalaensar y, posiblemente, más allá, la verdad salió a la luz. Tardó años, tal vez. Hubo de transcurrir casi un lustro para que las mentiras desapareciesen. Pero al final, a falta de una buena gestión de lo que no tuvo que saberse, el pueblo se enteró. Claro, que al imperio poco le importó en realidad. Desconozco cuáles fueron los argumentos empleados por la mismísima Asyrr para controlar a sus súbditos. El caso es, que solo una minoría logró manifestarse en contra de una conducta que, por omisión, tuvo necesariamente que condenar a cientos de personas. ¿Otro movimiento revolucionario? SI se ha organizado de manera tan caótica como muchos otros, incluso aunque se haya planificado a conciencia como el de Sirgol, solo les espera el favor de la tierra al tragarlos para que los propios enemigos del imperio no los hagan sufrir en sus famosas prisiones de agonía. A pesar de todo, se agradece el esfuerzo. De verdad que sí. Yo al menos los elogio. Tal vez logren cambiar algo, haciendo de Eirea un lugar mejor. Solo el tiempo lo dirá.</p>
<p class=»s2″></p>
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