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    • El ojo de Argos512
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      1. La cotidianeidad de los actos de renombre.

      ¿Alguna vez habéis realizado una hazaña de la que os sentís especialmente orgullosos? ¿Alguna vez habéis descubierto que, para vuestro desconcierto y frustración, por no decir algo peor, tales actos épicos no fueron, sino uno más del montón, de entre los miles llevados a cabo por otros, una y otra vez desde el principio de los tiempos?

      Los que hayan acudido a la fría caverna de hielo del acantilado de Aldara, y hayan sobrevivido para contarlo, seguramente tengan mucho que explicaros sobre una paradoja tan molesta de la vida, como lo es esta. ¿Qué puede expresar alguien cuando, tras un arduo intento de salvar unas almas, liberándolas de su gélida prisión, entiende que, aun pareciendo exitosos, sus esfuerzos fueron realmente inútiles?

      Sí, es cierto. Muchos creen, y admiten, haber visto como los espíritus atormentados de Erik Aldara y de su estirpe ascendían hacia los cielos, tras destruir la espectral y letal prisión que les hacía sufrir, aun después de muertos. Esos muchos se vanaglorian, o tal vez no, por el logro que creen haber conseguido. Y así se quedan, con el tesoro que el sarcófago helado viviente y otros habitantes de la cueva han recaudado de los muertos. El beneficio es doble. Económico y social. Alguien con habilidad en los negocios podría recaudar una buena fortuna de los despojos, pergaminos, armas y armaduras antiguas contenidos en la fría caja de los horrores. Además, el reconocimiento del populacho como un liberador te otorga fama. Fama que favorece el crecimiento del ego. Y todo el mundo quiere ver su ego acicalado, sobre todo si tales tratos propician la consecución de privilegios, amigos e incluso de alguna noche de placer, con alguno o alguna que se deje encandilar por los *salvadores que a nadie salvaron*. ¿Quién querría pues, romper la magia que otorga la realización de un acto único? Tan solo los suficientemente atrevidos como para mirar a la verdad a los ojos, tal vez solo aquellos que posean el tan apreciado talento de querer aprender e investigar la historia. La verdad, es que no lo sé. Claro, que también ha habido sinceros guerreros que han reconocido la derrota sufrida contra la escarcha.

      La escarcha… Habitaciones de hielo, camas mullidas de blanda nieve y agua helada, hasta el punto de quemar como el mismísimo fuego arcano. En serio. NO hay seres más hospitalarios que los elementales de hielo. Esas gentes planas como el papel; mortales como el arder. Son un poco fríos al principio, pero después de un rato, ya no hay nada que temer. Os lo prometo. Los cadáveres no tienen miedo. Claro que cuando observé aquellas caras petrificadas por primera vez… Aún tengo pesadillas.

      Y dicen que la congelación es una dulce despedida de este mundo. No sé que carente de luces formuló tal falacia. Gairm el ingeniero, tal vez? Narcisismo no le falta, capacidad de engaño, mucho menos. Impulsión gnómica… Seguramente se refería a la impulsión gongongónica de su hermano. Sí, aquella inexistente de la que presume, el magnífico móvil de un elevador que no construyó. A veces la falta de inteligencia puede proporcionarte algo de felicidad. La justa y necesaria como para vivir al margen de los problemas, y con el único ansia de jugar. Claro que, tan solo con su perro, pues todo aquel que trata de entender a Gongongon acaba decepcionándose por el tremendo golpe que se propina uno contra la pared de la tozudez. El inocente habitante del saliente no tiene mayor deseo ni preocupación que la de ser feliz junto a su canino amigo, manchitas. Y si se muere, siendo el retrasado tan falto de memoria, su hermanito le compra otro, y asunto arreglado. Manchitas nunca se fue, al menos para Gongongon. ¡Oh!, ¡pero que rico banquete se dieron los takomitas con el animal caído! La carne de perro se cotiza e ingiere bien entre los nobles del bastión del relativo bien. ¿O eso era en Dendra? No lo recuerdo, de verdad. Son tantas las ciudades con las que me relaciono que a veces confundo las costumbres de una u otra urbe.

       

      1. Querido Gairm

      Ojalá pudiese ayudar al desdichado Gongongon. Sin embargo, y a pesar de mis buenas intenciones, las influencias del falso constructor serían suficientes como para que toda Takome acabase persiguiéndome hasta la muerte, solo por llevármelo a Thorin, Aethia o Eloras, donde probablemente lo cuidarían mejor… Y tan solo por ayudar a su hermano. De momento parece que mi único modo de ofrecerle la mano (después de limpiársela de esos sucios excrementos de gaviota con los que tanto juega, por supuesto), es asegurarme de que sigue siendo feliz, visitándolo de vez en cuando. Pronto acabará su dolor, si es que tiene alguno… Pero Eralie se ha empecinado en hacerle vivir casi dos siglos, al igual que a su hermano. ¿Alguien puede explicarme como unos dioses tan benévolos pueden ser tan crueles como para ofrecer el regalo de la eternidad? ¿El de la juventud? ¡Divino tesoro! Aún lo entendería. ¿Pero el permanecer en Eirea para siempre? Pobrecito. Y luego me preguntan el por qué de mi ateísmo… Como si este motivo no fuese ya suficiente como para renegar de todo favor divino.

      ¡Oh!, ¡Cuán magna ilusión me haría matar a ese desgraciado inventor de nada! Oírle gritar, como un cerdo desangrándose por su mutilada cola, sería música para mis oídos. Cuánta alegría me proporcionaría el ver su cuerpo envuelto en el rojo de su propia sangre, tras recibir una flecha en la ingle. O mejor, tras propinarle con mis propios puños, o tras lancearle con arco y flecha, hasta dejarle hecho un colador. No es un método de lucha cuerpo a cuerpo tan malo, os lo aseguro. Eso sí, usad un arco resistente, como los élficos, y unas flechas de las que podáis prescindir, al menos hasta repararlas tras un uso para la que no fueron concebidas. Cuán magna traición sería este asesinato para los cruzados de Takome.

      Como indica el nombre de este cuerpo, bien *cruzados* de brazos, se quedan cuando observan injusticias realizadas por aquellos que les mantienen en el poder o les ofrecen alforjas repletas de platino. Y, ¡Eralie! ¿Por qué ocurren las desgracias? ¿Por qué mi fuente de riquezas ha perecido con tal vil crudeza? ¡Apresadla! ¡O matadla! ¿Qué más da? Eralie lo entenderá.

      En conclusión, que matarle resultaría totalmente inviable. Sí, mi flecha, saeta o dardo no erraría el blanco ni a cuatrocientos pasos. Ellos tampoco fallarían el golpe que, en un pestañeo, habría de enviarme junto a Sirgol. Preferiría vivir un poco más antes de reunirme con él. Aún tengo algo que aportar a Eirea. Además, ¿Para qué matarlo? Lo más probable es que, siendo tan adorado, miles de cleros rezaran por su regreso, y mágicamente este volvería a la vida. Para asegurar la muerte absoluta de aquel indeseable engendro, debería incinerarle por completo y luego arrojar sus restos a un río. Como es comprensible, no tendría tiempo para nada de eso, antes de ser lanceada, pasada por la espada, o quién sabe qué otro modo de morir recibiría mi osadía.

       

      1. Lecciones de historia de una ignorante.

      Emprendida la senda de la frialdad, os preguntaréis algunos. ¿Y a qué viene todo esto? ¿Qué es ese sarcófago que se mueve? ¿Y esos seres extraplanares que, sin motivo alguno, han decidido mudarse al interior de una cueva? ¿A quién guarda dentro? ¿Por qué espíritus que se liberan, pero vuelven otra vez al cautiverio?

      Tan solo sé lo que los pájaros cantan como rumores, lo que los ancianos del pueblo pescador comentan durante los días a quienes quieran escucharlos. Esperan algunos, paseando por entre las calles del poblado. Otros tantos aguardan pacientes en el centro de la plaza de la villa, sentados en un banco y protegidos del inclemente Sol del verano, o de los tibios vientos del invierno, amortiguados por las temperaturas templadas que proporcionan los mares a los climas costeros.

      ¿Y Cuál es tal historia? Explicaré lo que sé, que no es mucho. Si queréis más información, deberéis acudir a los anales de Eirea e investigar la historia de Erik Aldara y su estirpe (paréntesis fuera de rol. Lo que en otras palabras quiere decir: entrad en la Eireapedia y buscadlo, pues desconozco la historia lo suficiente como para replicarla con aceptable exactitud).

      Y es que, a finales de la tercera era, este puerto no pasaba por sus mejores momentos. Una guerra había asolado la población. Para colmo, una enfermedad estaba diezmándola como moscas. Erik Aldara fue el responsable, mediante su poder clerical y el favor de un dios, de erradicar tal enfermedad y de alejar a los invasores. Varios sucesos que ignoro tuvieron que acontecer con respecto a su familia. El caso es que, poco a poco, el favor de su dios le abandonó, sustituyéndose tal por pesadillas insoportables, todas relacionadas con torturas que las almas de sus antecesores sufrirían para siempre, a manos de Seldar, quien ansiaba castigarlo por frustrar sus intentos de aniquilar a un pueblo mediante el poder de lo vírico.

      En su desesperación por recuperar el favor de Eralie, se volvió un religioso fanático. Se sometió a estrictos regímenes de ayuno y autolesiones, e incluso se negó a dormir durante una dura temporada. Finalmente, viendo que no recibía respuesta de ningún ser superior, y tras asegurarse de que las almas de los parientes que le quedasen vivos, y de los que no, no serían condenadas, acabó con todo arrojándose desde un acantilado, llevándose consigo su tan preciado diario. Varias décadas tuvieron que pasar hasta que las olas decidieran devolverlo al muelle,rescatándolo de las corrosivas aguas salinas del océano. Desde entonces, cuantiosas copias se han realizado mediante la labor de los escribas. Con tanto realismo quisieron los famaritas rememorar la tragedia del tan amado sacerdote, que imitaron en el encuadernado y en la tinta, el desgaste sufrido por el original, mientras sucumbía, poco a poco, pasto de los elementos. Y no es de extrañar que, de vez en cuando, emerjan perfectas imitaciones del raído librillo, como ocurrió por primera vez hace varios siglos. Así lo procuran las embarcaciones comerciales que parten al horizonte, en honor al más querido gobernante que jamás pisó el tan disputado territorio entre los nacionalistas y los takomitas. Jamás habrá otro como él.

      ¿Resulta curioso, ¿no? Hasta el más alabado entre los dioses tuvo algo que ver en la muerte de uno de sus sirvientes. No condenó su alma al fuego eterno, mas por omisión también pueden cometerse los crímenes. «No pudo hacer nada.» Justificaron los creyentes. Si tanto presume Eralie de su poder divino, algo podría haber hecho… Solo algo. No hace falta que mates a un ser indestructible como tu homólogo Seldar, mas prestar algún favor hacia tu seguidor, por mínimo que fuese, habría sido más que posible. Todo ello pronuncio, desde mi más humilde opinión. Otro motivo para desconfiar de las intenciones de los supuestos amos superiores de este mundo.

       

      1. Perpetua penitencia.

      Todo lo anteriormente explicado es horrible. Es cierto. Mas no quisieron las divinidades, carentes de empatía a mi parecer, acabar con el tormento de los Aldara.

      Y es que, con tal de prolongar, hasta la eternidad o más aún, el sufrimiento de Erik y su estirpe, Seldar rompió el sortilegio de salvaguarda de las almas realizado por el sacerdote. Encerrando sus doloridos espíritus en lo más profundo de unas heladas cavernas de hielo. Con tal de velar por el eterno sufrimiento de los Aldara, sus cadáveres y espíritus fueron confinados, a temperaturas insoportables para cualquier ser vivo. ¿Dónde? Aquí empezó el heroísmo de los mediocres. Pues en un sarcófago helado, envuelto por un bloque de compacta agua cristalizada. A su vez, tal féretro animado se encuentra poseído por un poderoso espectro, rodeado por una temible escolta de elementales de hielo que, con impasividad absoluta, patrullan las cuevas, en busca de víctimas temerarias que, tras su dolorosa muerte, serán añadidas al enorme salón de los rostros. Todas aquellas caras, petrificadas en semblante de horror, maravillosa decoración para los dominios de los congelados.

      El que considere, a partir de este momento, que la muerte por congelación siempre es dulce y tranquila, es que no ha entendido los hechos con claridad. No he sentido la quemadura del hielo arcano por nada. No he visto a algunos guerreros morir gritando, por nada. Sí amigos. La gélida escarcha, de tener origen mágico, puede llegar a ser tan temible como el fuego.

      Muchos famaritas y seguidores del bien se han adentrado en las cuevas de hielo, con tal de rescatar las almas de sus amados líderes caídos. La mayoría no volvieron. ¿Por qué iban a hacerlo? En la cueva se vive mejor. No hay que pagar alquiler alguno, ni trabajar por un pedazo de pan. Claro que no. Los muertos no necesitan comer.

      Otras multitudes atrevidas entran en las cuevas, rebosantes de orgullo. «¡Nosotros te salvaremos! ¡Oh, estimada guía espiritual, aquí concluye vuestro tormento!» Y no salvaron a nadie. Aunque tal vez regresaron todos los combatientes ilesos, no lograron hacer frente a los servidores del espectro supremo. ¿Cómo iban a enfrentarse a un sarcófago viviente, provisto de conocimientos arcanos de enorme poder?

      Quedamos entonces los pacientes salvadores. Valerosos luchadores, eruditos hechiceros, druidas experimentados, sacerdotes de notable fe, bardos de gran talento, tiradores de precisión. Motivados por el valor de hacer lo correcto, o por el afán de conseguir los tesoros abandonados por quienes perecieron en la cueva. Indiferente es el motivo de nuestros enfrentamientos. Todos son igual de inútiles contra el Sarcófago helado de Erik Aldara. Sylbira, Fornieles, Enorthus, Astrion, Clanbardan, Dirmahin, Karsig, Rija, Relkshanur, Daenariel, Adrak, Raiduan, y yo, entre muchos otros. Todos y cada uno de los nombrados enviamos al espectro del sarcófago de vuelta junto a los muertos, al menos una vez. Pasa un tiempo, más breve que largo, y ahí vuelve de nuevo, tan poderoso como siempre. Emergiendo de las paredes de la cueva, resurge el espíritu junto a su séquito de elementales.

      Y por este motivo, muchos acaban frustrados por sus absurdos intentos de salvar a quien ya no puede ser salvado. La mayoría de estos héroes mediocres, bien por egocentrismo, bien por ignorar lo inservible de su acometida final, trata de simular haber logrado una épica y victoria sin parangón. Sobornando a los trovadores, escribas y sacerdotes con los cuantiosos tesoros de lo que adquirieron en la cueva, estos componen canciones sobre unas almas, por fin liberadas para siempre de su dolor. Mas, como no puede ser de otro modo, la verdad acaba imponiéndose a las chanzas, por muy ocurrentes e inspiradoras que puedan llegar a ser.

       

       

      1. Rompiendo el hielo.

      Antes de adentrarnos en materia, no puedo, sino explicar lo que sucedió la primera vez que vine a combatir a la prisión viviente de Erik Aldara. NO todo el mundo es de fiar. Por muy amables que puedan llegar a ser las gentes, la falsedad abunda en los hombres y otras razas. Incluyo entre ellas a los elfos y semi-elfos como yo, y, por supuesto, a los semi-drows.

      No me entiendan mal. NO odio a los elfos de la suboscuridad. No soy muy diestra en materia de odios raciales. Comprendo que, entre ambos grupos élficos, ha habido disputas en el pasado. Como no puede ser de otro modo, todo enfrentamiento puede conducir a la muerte. Esta muerte, seguramente, habrá sido la causante de tanta aversión recíproca, aunque como indiqué antaño, ignoro lo que sucedió, cuando ni tan siquiera había nacido. Normalmente suelen ser los drows los que se muestran más ariscos, e incluso agresivos. No incluyo a todos ellos. Desde luego que no.

      Sin embargo, cualquiera que tuviese malos presentimientos con respecto a uno de estos albinos habitantes de la sombra, no verá en este hecho, sino odio. Yo solo veo una lección de un maestro. ¿Cruel? Tal vez. Sin embargo, y a pesar de lo que le gustaría reconocer a mi mente, aprendí. Y vaya si aprendí.

      Era una noche tranquila de un mes del 162. Un mes que no recuerdo, un día que rememoro mucho menos. Incapaz de situar la jornada en el calendario, tan solo recuerdo que las vistas del acantilado de Aldara y del mar que bajo él se extiende, eran inmejorables. Ambas lunas lucían en el cielo, rodeadas de multitud de puntitos blancos. Una creciente y la otra menguante.

      Un fin de jornada agradable. Perfecto para dormir, envuelta en un saco de gruesa lana y piel de lobo negro. La brisa era suave. La temperatura, templada por la acción del mar, era inmejorable. AL menos en el exterior. En territorio de muertos, ni la piel de lobo protegía del frío.

      Cualquier ser prudente se conformaría con aquello. Yo poco tuve de prudente aquella noche. Y es que, arco en mano y flecha en arco, me adentré lentamente en aquel gélido paraje, no sin antes barrer la zona de elementales, mediante precisos disparos apuntados efectuados desde la prudencial distancia, de cuatrocientos o quinientos pasos.

      Ponía una flecha en el carcaj. Observaba, paciente, apuntaba, tensaba y disparaba. Caía uno. Moría otro. Desaparecía un tercero. Todos explotando en una nube de hielo, dejando mi munición en el suelo. Y tras limpiar la entrada, sorprendentemente iluminada por efecto de lo arcano, me introduje en el frío. Recogí las flechas caídas, fabricadas tan solo en madera y hueso, por mi propia mano. Nada tenían de especial. Todo tirador aprende a fabricar su propia munición básica a partir de los despojos. Un arquero sin flechas que poner en su arco, es un arquero muerto.  Tras asegurarme de que seguirían siendo útiles sin reparación alguna, o tal vez tras un pequeño afilado, continué barriendo sin escoba.

      Quise ir muy rápido en un momento concreto, y por efectuar un disparo certero, encontrándome demasiado cerca del blanco, uno de aquellos seres me vio y voló hacia mi con gran agilidad. El frío me invadió, y una pequeña herida helada surgió en mi hombro, cuando uno de aquellos seres me rozó con su brazo plano como el papel, afilado como el acero. La sensación fue dura. No hay cuchilla que pueda henderse tan dolorosamente como aquella. Por suerte logré retirarme con agilidad, y cambiando mis proyectiles por flechas vampíricas, recogidas tras dispararlas desde una distancia segura, el pequeño hueco se me cerró enseguida, volviendo la sangre y la energía a mi cuerpo. Mis más sinceros agradecimientos al inventor de estas reliquias de salvación.

       

      1. Duelo de espíritus.

      Continué con precaución. Avanzando sin premura alguna. Acechando con el debido sigilo de una cazadora, entre las caras congeladas y las paredes de la cueva. Los servidores del supremo espectro cayeron. Y al fin lo encontré. Tan aterrador. Tan idéntico a lo que describen las canciones de los bardos. Era, sin duda, el Sarcófago Helado de Erik Aldara.

      Enorme como su poder, digno de los más temibles magos de una esfera que ignoro. Un blanco perfecto. Salvo por el pequeño inconveniente de que podía volar, moviéndose ágilmente. Quedando a varias decenas, centenares de metros de su localización anterior. Fuera del alcance si no era rápida apuntando. Y por tal motivo, no pude confiarme demasiado en una perfecta precisión, ni mucho menos en un tiro, muestra de mi fuerza y destreza. A base de mantener la distancia, so pena de una muerte segura, solo me quedaban dos caminos. Acabar con aquel ser despreciable, o marcharme tras recoger mis flechas de madera. Objeto del agotamiento, el remordimiento de no ser apta para el rescate de Erik me atormentaría durante meses. Y es que recordando, de nuevo, a Sirgol, solo podía pensar en el dolor que habría sentido el bardo, si un espíritu como aquella mole hubiese apresado su alma para siempre. Una pesadilla sin fin.

      Fue por tales razones, fruto de la emoción, la furia y la voluntad, que continué en mi perseverancia. En aquel momento era una de aquellas crédulas. Inconsciente arquera con complejo de heroína, que rescataría a quien no podía ser salvado ya. Si a caso me llevaría también el equipo de algún valiente luchador, como pago por mis servicios. Pobre infeliz al descubrir la verdad.

      Fue de este modo, que escondida entre las caras, apuntaba y disparaba con brío, por no perder a mi presa. Ninguna de las flechas erraba, pero aquel monstruo era duro. Diez disparos llevaba ya, cuando por fin el hielo comenzó a agrietarse. Mas larga era todavía la senda a recorrer. Para empeorar la situación, nuevos guerreros de escarcha fueron llamados a la cueva, venidos del plano elemental. Y en cuanto efectuaba el disparo que habría de herir a la tumba viviente de los Aldara, los servidores del espíritu líder me cazaban. SI no hubiese sido por mis agudizados reflejos y por la lágrima de sangre que una vez hubo de regalarme un amigo, tal vez no lo habría contado.

      Y seguí. Abandonando la cueva. Vendando mis heridas. Curándome mediante la perforación de mi guante espectral, empleando una flecha vampírica. Revisando el carcaj y cargando de nuevo, tras comprobar que estaba intacto, sin proyectil alguno que faltase. Entraba, disparaba, salía. Volvía a acechar, apuntaba, disparaba y seguía. Incluso me batí, cuerpo a cuerpo, contra un elemental, dándole muerte sin que a penas pudiese tocarme. Quiso la suerte que, al fin enfurecido, el Sarcófago se acercase más a la entrada de aquella prisión, posición desde la cual sería una diana más sencilla. Y el hielo a penas rodeaba ya su ser deteriorado. En un arrebato de ira, aquel espíritu comenzó a formular. Esquivé el mortal viento helado y el cono solidificado de frío que, de tocarme, bien me habría podido matar al instante.

      «¿Así que un duelo de tiradores?» -Pregunté al espectro, observándolo fijamente, sin esperar contestación alguna por su parte. «¡Como desees, aberración del Abismo!»

      Y tras aquellas palabras, el combate se volvió más crudo. El temido espectro eludía mis acometidas, mientras recibía algunas con resignación. A su vez, yo esquivaba, con reflejos de felino, sus poderosas saetas heladas. Aquellos conos destructores que hubieron de desvanecerse en el aire, sin encontrar cuero ni carne. Las exclamaciones que proferíamos parecían de locos. Sus gritos infernales, agudos como los cantos de Lavansee, apenas hacían mella en mis tímpanos, pues mis rugidos, más de animal que de semi-elfo civilizado, le igualaban en intensidad y bravura.

      Y de modo semejante, prosiguió nuestra contienda personal, durante un buen rato… En nuestro duelo de espíritus… Hasta que una flecha atravesó mi hombro, y un golpe seco en la sien, lo tornó todo negro.

       

      1. Lecciones de Dreyhz.

      Desperté en la casa de Socorro de ANduar. Varios clérigos trataban mis heridas, ya al fin sanadas. El poder curador de los sacerdotes no tiene comparación en nuestro mundo. Me hallaba postrada en un cómodo lecho de pieles. Llevaba ropas sencillas. Un conjunto de camisa y pantalones blancos, señal de mi condición de auxiliada.

      Me hallaba sola, tendida en aquella cómoda superficie, de colchón y almohada blandas. Sorprendentemente agradables, para tratarse de una mera camilla de cuidados. Observé la totalidad de mi cuerpo, tras quitarme las ropas. Todo estaba intacto. Todo, tal vez, salvo mi embotada mente, presa de las aún restantes secuelas de una conmoción. Mis manos, torso, pecho, espalda, brazos, piernas, pies… Incluso mi rostro. Todo estaba ileso, incluso completamente aseado. Buen trabajo hicieron aquellos sirvientes de dioses en los que no creo. La totalidad de mis cabellos negros, ahora despeinados, se encontraba en un estado idéntico al que podría observarse tras un buen baño y secado al Sol.

      Incorporándome, no sin cierta dificultad, observé que todo mi equipo estaba raído. Limpio como cuando lo adquirí. Es cierto. Pero Desgastado por un abuso. Tal vez hubiese sufrido más daños de los que pretendía reconocer en aquella pelea. La totalidad de mis prendas, así como mis armas y otros avíos, se encontraba tendida en una gran mesa de madera. Hasta mi carcaj estaba lleno, repleto de todas las municiones que llevaba cuando entré en la cueva.

      Permanecí un rato más tumbada, y cuando me consideré preparada, librada ya del dolor, me levanté, despacio. Me enfundé en mis prendas, guardé todo lo que no iba a necesitar en mi mochila sin fondo, y tras equipar mis arcos y cerbatana en la bandolera que ocupa mi espalda, bajo la preciada capa de la oscuridad, cortesía de Lindria Aureus, salí al exterior. Varios sacerdotes, previstos de túnicas blancas, me examinaron mediante potentes hechizos de curación, y tras comprobar que me hallaba en perfecto estado, me ofrecieron un buen filete, algo de pan élfico para acompañarlo y una pera de buen gusto. A pesar de sus repetidas negaciones, no pude contenerme, sin ofrecerles el pago que consideré, adecuado por sus servicios. Tiempo me costó que lo aceptaran, pero al fin el dinero acabó en manos de aquellos buenos servidores.

      Cada vez más confiada en mi buena salud, fui caminando hacia la plaza de Anduar. Ahora debía entender qué había sucedido. La respuesta no tardaría en llegar.

      Recién alzada el alba del tercer día, tras mi épico combate contra el Sarcófago Helado de Erik Aldara, dos caballos entraron por la puerta norte de la capital del comercio, a ritmo de trote.

      Aminoraron la marcha, hasta la velocidad de un transeúnte, mientras la multitud de guardias de la ciudad les recibía, con los elogios propios de quien ayuda a combatir a los bandidos de Kregg.

      Caminando retrasado, a varias docenas de pasos de aquellos rocines blancos, montados por Daenariel y Relkshanur, un semi-drow caminaba impasible, con varias saetas de doble punta metálica y varias de filo único, envueltas en polvo de hierro. Jamás olvidaría la cara de aquel cazador. Era Dreyhz.

      Famoso por su humor cambiante. Una simpatía inmejorable, con ciertos, y copiosos, momentos de salvajismo, en los que cualquier desafortunado podía ser su presa. Normalmente dejaba vivir a los pobres infelices, no sin propinarles antes una brutal paliza, a base de lanceados, puñetazos y flechas. En otras ocasiones, cuando el desafortunado pertenecía a un ejército, como el de los defensores del bien, o los seguidores de Seldar, la cosa era bien distinta. Hasta se rumoreaba que a veces era capaz de comer carne humana, de elfo, o de orco. Su plato favorito eran los kobolds servidos a la brasa, tras una poderosa nube incendiaria originada en una salva de dardos ígneos. Y sí, a pesar de todo ello, era sencillo llevarse con él… Si uno es capaz de comprender el porqué de su carácter.

      Tras conversar con él sobre lo sucedido, no tardé en entender lo que pasó. Fue él quien me dejó fuera de combate, mientras, imprudentemente, dejé al descubierto mis espaldas. Tan obcecada estaba en acabar con la vida de aquel ser inmundo, que olvidé cuidarme de los vivos, quienes pueden llegar a ser todavía peores que los no-muertos.

      Además, antes de partir a aquella aventura, que no pudo procurarme beneficio alguno, no se me ocurrió mejor idea que la de anunciar, a todo pulmón, y en medio de la taberna más frecuentada de Eirea, dónde estaría, cuándo, y para qué. De este modo, cualquier desalmado habría podido aprovechar mis confesiones en beneficio propio. Desde luego, tuve suerte de haber sido encontrado por aquel trío de relegados de la sociedad. Relkshanur, Daenariel y Dreyhz. Por mucho que puedan ser odiados en el continente, no son tan horribles como podría parecer. Hasta casi podría tildarlos como amigos. Suerte tuve de encontrarme con ellos, y no con cualquier otro que, sin ningún remordimiento, y aprovechando mi distracción, habría podido destriparme allí mismo. Tal vez hubiera obrado peores actos con lo que hubiese quedado de mis restos. Como ya comenté, la vileza de los peores entre los vivos, no tiene límites.

      Y así fue como, de un modo chocante y maestro, aprendí dos lecciones imprescindibles para cualquier vagabundo. NO revelar tus intenciones a cualquier desconocido, y mantener la guardia siempre alta. Todo aquello, adicionalmente, hubo de premiarme con una Ballesta Duergar de Repetición, traída de la misma suboscuridad, y un abundante suministro de saetas ejecutoras y del verdugo. Todo otorgado a mi persona por Dreyhz, en compensación por las molestias padecidas. La puesta a punto de todo mi equipo recayó bajo mi economía y responsabilidad, lo que no me importó en absoluto.

       

      1. Esta vez caerás.

      Transcurridos seis meses desde lo sucedido, decidí volver a la carga. Esta vez, nadie supo de mis intenciones, hasta que cumplí mi propósito. Al menos, todo aquella parte del propósito que pudo cumplirse. Fue una decisión casi espontánea. Me encontraba contemplando el castillo del pueblo costero anexionado a Takome. Bueno, tal vez no esté anexionado. NO es que comprenda mucho la política. Supongo tal hecho, basándome en la continua presencia de patrullas de cruzados, mas no conozco realmente en qué situación se encuentran las relaciones entre pueblo y urbe.

      Sea como fuere, me vino en gana probarlo. Dar por fin, merecida muerte a aquellos espectros maltratadores. Entregar los restos de Erik Aldara a quien, conociendo las costumbres locales, fuese capaz de procurarle adecuada sepultura por sus logros.

      Tras alimentarme, aprovisionarme y comprobar todo mi equipo, al que debían sumarse dos nuevas ballestas y saetas de metal, ambas otorgadas por mi estricto y extraoficial maestro semi-drow, me encaminé hacia la cueva.

      Me encontré en el elevador al molesto Gairm. Quién sabe lo que estaba leyendo. No me importó en absoluto. Con un cortés saludo, carente de emoción alguna, y una petición de subir, coloqué mi arpeo de tripa de troll, enganchando su garfio en el saliente del acantilado al que debía ascender. Con manos y piernas trepé su resistente cuerda, tejida en intestinos, y tras llegar al peñasco y recoger el material de escalada, observé el cielo. Azul, brillante, despejado, diurno. La brisa acarició mi alargado y liso cabello, negro como la noche, de nuevo recogido en su forma habitual, por medio de una coleta de idéntico color. Oteé el horizonte con mis azulados ojos de halcón. Observé el mar. Pequeños rastros de espuma blanca, fruto de las olas en calma, propias de un buen tiempo. Solo eso era vista hermosa y suficiente, como preludio de lo que se avecinaba. Podían incluso, atisbarse las difuminadas figuras de las embarcaciones, en el punto exacto en que agua y cielo se confunden, carentes de contorno. Las gaviotas volaban sobre mi. AL menos esta vez tuvieron la consideración de no defecar sobre mis ropajes, o sobre el camino que debía recorrer. Al fondo, y al norte de aquella porción de despeñadero, la encontré. Oscura al principio, desprendiendo un tenue fulgor cian desde el interior. La cueva de hielo.

      Revisando mis municiones y equipo, rebuscando en mi mochila sin fondo todo aquello que pudiese necesitar, que por suerte no era nada, y observando a mi alrededor en busca de algún maleante aprovechado, me preparé para lo que venía. Y tras inspirar profundamente, por verlo todo a mi favor, y fruto de la emoción que me embargaba, me adentré de nuevo en la morada de las caras de piedra.

      Esta vez sí. -Me dije. Por mi nombre, el de mi auténtica familia, el de todos los que perecieron por tu culpa, el de todos mis amigos, y por la paz que en su nueva vida le deseo a Sirgol. Que, de lo irreconocible que quedarás, no te sientas a gusto ni entre los espectros que deben ser tu familia, a fuerza de no tener a nadie que vaya a quererte de igual modo. Esta vez caerás.

      Y como tan cobarde era mi presa, fueron sus débiles esbirros de hielo los que me invitaron a una gélida morada.

       

      1. El golpe de gracia.

      En esta ocasión, cambié arco por ballesta. Ya había tenido el tiempo suficiente como para fabricar un buen surtido de saetas de madera y hueso, empleando para ello la fauna y los árboles del Bosque Nuevo, que complementarían las ejecutoras y de verdugo que me regaló Dreyhz. Cierto es, que su funcionamiento es diferente. Tardan más en ser cargadas, pecan de incomodidad y peso, y además no se tensan de la misma manera. Un arco solo requiere la fuerza de un brazo y el apoyo del otro. El lanzador de saetas precisa, tan solo, de tensar la cuerda del proyectil hasta un punto concreto, y presionar la palanca tensora en el momento oportuno. Todas aquellas molestias, sin embargo, valían la pena, considerando el alto poder de penetración de lo que dispara una ballesta. Tampoco es que estuviese mal versada en el uso de tal armamento pesado. En la escuela de tiradores nos enseñaron a sacar el mayor provecho de todo lo que pudiese hostigar desde la lejanía. Desde las cerbatanas, ligeras armas de corto alcance, útiles para una buena labor de cobertura. Pasando por los arcos, sobre todo los largos. Tan precisos como eficaces. Rápidos al cargar, certeros al disparar.  Hasta las temidas ballestas, famosas por su poder de penetración inigualable, capaces de atravesar la coraza de hasta el más poderoso dragón. Inútiles, por ello, en el fragor de una verdadera batalla. Precisamente por lo complejas que resultan de manipular y de cargar, hacen a uno vulnerable frente a la impasividad de un numeroso ejército. En esta ocasión, sin embargo, sería el artilugio de penetración el idóneo, el que habría de romper el bloque de hielo de la tumba viviente de los Aldara, como corta la quilla de un barco las aguas.

      De este modo, con ballesta y saetas, iba barriendo el frío terreno de elementales, como hice varios meses atrás valiéndome de un arco de ponzoña. Tras las explosiones de hielo que anunciaban la muerte de los sirvientes del espectro supremo, recogía los proyectiles con gran celeridad, colocando la mayoría en el carcaj e introduciendo uno en el aparejo Duergar.

      Así fue, como, otra vez, iba adentrándome en la prisión de hielo, acribillando a los guardianes de aquel inhóspito lugar. Y como no podía ser de otra manera, acabé topándome de frente con la visión del Sarcófago Helado de Erik Aldara.

      La táctica se repitió. Agazapada entre las caras, desde la cómoda y segura distancia de cuatrocientos pasos, dedicaba a aquel espectro sus merecidos golpes de proyectil. Y retrocedía, alejándome del que, probablemente, sería el espacio donde habría de posarse tras volar algunas decenas de pies.

      Pronto salieron nuevos elementales a recibirme. Con mucho gusto acogí sus saludos, en forma de certeros flechazos. Qué goce experimenté al observar que, por el quinto disparo, la carcasa de hielo que rodeaba al espectro estaba casi destruida.

      Otra vez, el ser enfurecido, quiso desafiarme a la entrada de la cueva. Esta vez no volví a cometer el error de no observar mis alrededores. Divisé el horizonte, esperando encontrar entre las tierras del acantilado, la más mínima huella de un extraño que hubiese de venir a molestarme. No había nadie.

      Proseguí mi labor destructiva. EL sarcófago, airoso, volvió a emplear sus tácticas de mortífero conjurador. Erraban algunas de mis saetas, mas casi todas daban en el blanco, ya bastante debilitado. Por su parte, los proyectiles helados, conos de frío, enviados por el espectro, no me rozaban ni un ápice, gracias a mis desarrollados reflejos.

      Finalmente, el combate concluyó. El golpe de gracia. Un último disparo, cambiando las saetas de propia creación por lo infalible del polvo de hierro de las ejecutoras. Cuando el espíritu poseído estuvo a tiro, coloqué mi último proyectil en la ballesta, tensé la cuerda que había de darle fuerza, la enganché al gatillo que debía presionar, y accioné la palanca.

       

      1. Un final infeliz.

      ¡Qué zumbido el del proyectil, que ahora marca su fin! ¡Qué crujido, el del hielo partido!

      Seguí con la mirada el movimiento de la saeta. Casi me sentí en su mente, como si estuviese viva, y yo fuese una hechicera con poderes de adivinación. Aquella visión no abandonaría mis recuerdos. Trazando una parábola casi inexistente, aquella enorme flecha fue a clavarse en un lateral de la enorme tumba viviente. Con su choque crujiente, rompió los últimos rastros de hielo que le quedaban a la estructura, rajándola por la mitad, mientras el espectro que la empleaba profería un grito agudo, estridente como dos cuchillos frotándose lentamente. Estruendoso como el ruido de los cañones, fue la exclamación de terror de la criatura que, convertida en humo negro, se volatilizó sin prisa alguna, diluyéndose poco a poco en el aire.

      Allí estaban los restos de Erik ALdara. Su rostro, marcado por el semblante de tormento que sus últimas pesadillas hubieron de procurarle. El sufrimiento que padeció, siendo objeto de pesadillas interminables, a cada una peor que la anterior. Los espíritus de su familia, allí estaban. Elisabeth, junto a su marido. Todos libres al fin. Debo confesar que no me creía la historia que narraba el confinamiento de las almas. Pensaba que Soële no era capaz de permitir tal aberración. Una vez más, mi ya escasa fe se vio truncada de nuevo, pues nada podía asegurarte la paz después de morir. Sea testigo de ello lo que hubo de suceder en esta cueva.

      Sin embargo, y a pesar del fin del cautiverio, no los vi ni felices ni tristes. NI airosos ni aterrados. Los semblantes fantasmales no eran, sino inexpresivos. Recogí unas cuantas reliquias almacenadas por el Sarcófago. Seguramente pertenecían a algún infeliz que ocupaba aquel enorme salón de los rostros. Ahora me pertenecían, así como el dinero que habría de proporcionarme la venta de tales objetos. Un pergamino poderoso, incluso fue de utilidad para un buen amigo mío. Uno de aquellos nigromantes tan despreciados por el pueblo. Sí, a veces nos peleamos. Es cierto. Sin embargo, tales pugnas no son, sino voluntarias. Rozamos el peligro de las heridas mortales, mas su invocación fúnebre ya se encarga de socorrer al vencido. Nada hay de malo en la violencia consentida. Así es como nos entrenamos. De este modo, tan extraño como emotivo, se desarrolla nuestra amistad. Tras luchar, comida tragar. Dos de los tres beneficios de los que, como seres provistos de intelecto, podemos gozar sin problema alguno. ¿Por qué no aprovecharlos?

      Nada pude recuperar de los restos, salvo un corazón escarchado, que ni siquiera parecía pertenecer al mismo Erik. Con la fuerza de su caída, los trozos del noble Aldara se clavaron en el suelo. Estando tan fríos, era imposible cogerlos. Ni aun provista de los más abrigados guantes era aconsejable tocarlos, so pena de quemarme las manos y convertirlas en esqueleto.

      «Tal vez, entre varios podamos cargar con esto.» -Pensé. Sin embargo, poco me duró la ocurrencia.

      Un ruido extraño se manifestó ende redor. Giré para ver lo que ocurría, y la imagen no pudo ser peor.

      Elementales de hielo. Aún seguían llegando. Su líder había desaparecido. ¿Por qué habían de venir, sin nadie a por quien acudir?

       

      1. Los cinco vértices del terror.

      EN ese preciso instante, las almas de la familia famarita profirieron un grito de horror. Absorbidos como por el tentáculo de un kraken, volaron raudos, tirados por un hilo invisible, atravesando la pared de la zona norte de la cueva.

      Me acerqué al área en cuestión, y lo que observé posteriormente, me dejó atónita, si es que no lo estaba ya. Un diminuto círculo brillante. Una mezcla entre deslumbrante blanco y cian, Apareció en el muro septentrional de la cueva, por el mismo punto por el que los espíritus atormentados habían desaparecido… Por el mismo punto en el que vi a la tumba viviente que los contenía, tanto aquel día, como dos meses atrás.

      Y fueron dibujándose, cada vez más rápido, nuevos puntos en la pared. Unos junto a los otros, conformaban una línea discontinua. Cuantas más esferas había, mayor era su fulgor cegador. Cuantas más esferas habían, mayor era la similitud de su figura con un pentágono.

      Y entonces lo comprendí. ¡Era el pentágono de Seldar! Allí iba a ocurrir algo malo. Muy malo. Como permaneciese mucho tiempo en aquel lugar, jamás volvería a ver la luz del Sol.

      A todo correr, hice inventario de mi equipo y municiones, y tras comprobar, en varios pestañeos, que todo estaba intacto, me dispuse a abandonar la caverna, antes de que fuese demasiado tarde. Ignoré a los elementales, tan numerosos como al principio. En su amabilidad no fueron descorteses, proporcionándome la gélida despedida de sus cortes. El dolor era agudo, pero no importaba. Debía salir de allí rápido, o pagaría cara mi osadía.

      Casi arrastrándome, logré poner ambos pies en la cálida roca del acantilado, a decenas de metros de la cueva. Alcancé a tumbarme en el suelo, herida en piernas, brazos y espalda. Invoqué el sortilegio de la mano espectral, y empuñando una flecha vampírica de mi carcaj, atravesé lentamente al espíritu de mi propia mano mientras, poco a poco, se me cerraban las heridas, y volvía la sangre perdida a mi cuerpo. Fue tras desabrochar aquella manopla salvadora y colocar la munición en su carcaj, que escuché una explosión proveniente de la caverna. No era nada del otro mundo. Hasta una salva de proyectiles elementales podría emitir un sonido de tal intensidad. Sin embargo, no era una explosión de hielo o fuego lo que se produjo dentro de la cueva.

      Recuperada de los ataques de los elementales, me adentré de nuevo en territorio de maldiciones. Esta vez, sin acometer contra nadie. Lo primero que observé fue preocupante de por sí. Los restos de Erik Aldara ya no se encontraban en el suelo cercano a la salida. Fui introduciéndome, cada vez más hondo, en las gélidas tierras espectrales, y lo que vi, seguro que no lo han contado los trovadores. Allí estaba de nuevo. En la zona norte de la cueva, flotaba, casi sonriente, el Sarcófago Helado de Erik Aldara.

      Y no exagero al explicar, a pesar de lo que os cueste creerme, que su cuerpo, protegido por un duro bloque de hielo, estaba tan intacto como antes. Como si nunca le hubiese plantado nadie cara. No había tiempo que perder, si es que mi vida aún valía algo. Debía ir lejos. Lejos de aquellas tétricas cavernas. Lejos de la morada de las criaturas de hielo. De lo contrario, más pronto que tarde, sufriría el mismo destino que los valientes que nunca regresarán.

      Abandoné la cueva otra vez. Posiblemente, para siempre. En esta ocasión, me desplacé cauta, moviéndome con sigilo entre las caras de los muertos. Y tras cerciorarme de que nadie, ni nada, me seguía, me senté en el borde del acantilado, sin poder reprimir el llanto. Desde luego, el destino de los Aldara sí era conmovedor. Mucho más que cualquier otro suceso que hubiese podido ver y oír. Ya fuese directamente, o por boca de fiesteros taberneros, trovadores o cuervos mandados a volar con mensajes en su pata. Si ya bastante dura llegaba a ser la vida, ¿qué esperanza habría tras partir junto a los antiguos, más allá de los confines de Eirea?

       

      1. El Pacto de Las Quimeras.

      Bien es conocido, que las escuelas de los magos guardan secretos. Conocimientos únicos, reservados tan solo a los de una esfera de especialización. Los transmutadores, expertos en la alteración, tienen sus propias reservas. Los ilusionistas gozan del pertinente secretismo. Los evocadores no carecen de confidencias. Y cómo no, los nigromantes, constituidos en más cerrado colectivo, debido al desprecio general que les procesan las gentes, esconden sus propias discreciones. Tales saberes no entienden, ni tan siquiera, de las relaciones entre ciudades. De este modo, incluso un ilusionista dendrita, y otro urlomita, pueden llegar a unirse por lazos irrompibles, tejidos por el interés de comprender el éter.

      Y fue uno de tales secretos, el que procuró, hace más de siglo y medio, la liberación de las almas atormentadas de los Aldara. Y es que tan magnífico llegó a ser el poder de algunos maestros del delirio ajeno, que pudieron hacer frente a la voluntad de los dioses. Raras veces sucede algo parecido, mas sin dudarlo, un hecho como el que explico merece ser anotado. Un recuerdo de que, tal vez, ni siquiera las divinidades son invencibles.

      Reunidos en un punto recóndito de Ostigurth, Thangriws Hirat, y Ringland Tornillo Sin Fin, discutían el temible asunto de las almas encerradas. El primero, humano simpatizante del ejército dendrita. El segundo, uno de los más poderosos magos de Acanon. A pesar de las diferencias provocadas por el radicalismo de las posiciones enfrentadas en los conflictos, ambos arcanos llegaron a la misma conclusión. Los muertos no merecían castigo alguno. Menos aún, el terrible destierro al reino de las eternas pesadillas. A tal acuerdo pudieron llegar, ignorando sus diferencias. Uno estaría destinado a luchar por satisfacer los designios del dios de la corrupción. El otro se esforzaría, hasta el fin de sus días, por proteger el “statu quo” de la vida, maravillosa creación de Eralie que, en su opinión, merecía ser conservada, a pesar de toda la sangre de enemigos que hubiese de ser derramada.

      Ambos comprendieron, sin embargo, que los vencidos ya habían sufrido castigo suficiente. Es pues, que de este modo, los dos hechiceros optaron por unirse en el conocido, posteriormente, como “El Pacto de Las Quimeras”. Formaron una alianza de renombre, a pesar de la discreción con la que hubo de sellarse aquel acuerdo. Uno de ellos, sin dudarlo, acabaría pagando cara su carencia de fe, mas poco importaba la creencia de uno, frente al honor y al sentimiento de haber obrado lo correcto.

      El 15 de Osucaru del quinto año de nuestra cuarta era, aquellos dos extraños compañeros, rara alianza en tiempos de guerra, quedaron en el muelle de Alandaen. La noche no podía ser más bella. Las estrellas brillaban imponentes, como hijas del astro rey. La posición de las lunas no podía ser más favorable. Velian y Argan se encontraban resplandecientes, una junto a la otra, emitiendo sus rayos plateados sobre las sosegadas olas del mar. Parecía pues, que ambos satélites, guiados por la voluntad de la mismísima Nirve, quien, por su omnipresente consciencia, podía comprender lo que iba a suceder, se colocaron favoreciendo el poder arcano de ambos magos.

      Bien entendían, la importancia de no ser vistos. Por tal motivo, haciendo acopio de todas las provisiones que les fuese posible cargar, se dispusieron a embarcar en un pequeño velero, con eslora suficiente como para transportarlos a ambos. Desataron los cabos, izaron velas, y zarparon hacia el horizonte. Navegarían bordeando los mares conocidos, en busca del Sarcófago de Erik Aldara y de su ejército de elementales. Serían pues, aquellos dos amigos los que, al fin, acabarían con el tormento del legado famarita.

       

      1. Enfrentamiento arcano.

      Durante cinco días y cinco noches, ambos magos recorrieron los mares de Eirea. Navegaron incluso, por las zonas más recónditas. Todo ello, con el objetivo de evitar las concurridas rutas comerciales, a rebosar de piratas y de barcos del ejército, pertenecientes a diferentes ciudades. Teniendo en cuenta lo peligrosa que podía ser su alianza si los descubrían, más valía no encontrarse con nadie. Ni los seguidores de Eralie, ni mucho menos los de Seldar, debían sospechar lo más mínimo. De lo contrario, todo esfuerzo realizado resultaría infructuoso.

      Cuando el alimento se hubo agotado, no fue necesario mayor tarea que la de recurrir a la pesca, oficio bien conocido por los Tornillo Sin Fin. Pulpos, calamares, boquerones, salmones. Todo lo que el mar les suministró, se agradecía. La carencia de agua trajo consigo más preocupaciones, pero la habilidad de ambos conjuradores, generando bolas de agua de la nada, les permitió llegar sin problemas al Mar de Plata.

      Arribaron a puerto, cubriéndose el dendrita con un encantamiento de invisibilidad. Tras atracar en el muelle y amarrar aquel velero, ambos amigos se encaminaron hacia la ya conocida cueva del infierno azul.

      Solicitaron los servicios del elevador de Gairm, quien orgulloso de su invención, no dudó en accionar la palanca de ascenso. “A todo esto me pregunto: ¡Cuántos años pesarán sobre los hombros de aquel mozo mentiroso y egocéntrico? Eran los inicios de la cuarta era cuando esta aventura tuvo su inicio, mas el supuesto arquitecto, inventor de nada, sigue vivo, tras más de doscientos años de existencia. No ha habido humano que, en su sano juicio, haya vivido más que él. ¿A caso está dotado de sangre élfica que se desconozca? Es tal vez, el favor de un dios selectivo, el que mantiene vivo a este ser, en mi opinión insufrible?”

      Tras colocar el visible su arpeo, ambos hechiceros se elevaron hacia el acantilado.

      Las lunas todavía seguían siendo favorables. La cuestión era: ¿por cuánto tiempo?

      Nada tuvo de reseñable aquella escaramuza. Ambos magos, experimentados e inteligentes, conocían la estrategia más idónea para vencer a un espíritu de enorme poder, como el que guardaba los restos de los Aldara. Primero disiparon la magia de los elementales, obligándolos a volver a su plano de existencia. Tras cubrirse con los conjuros protectores de resistencias mayores contra el frío y el mal, así como con un escudo de energía y una serie de duplicados, que alcanzaría entre los presentes la increíble cifra de cincuenta espejos, comenzó el verdadero combate.

      Cualquier mago ilusionista, que haya combatido contra esta mole de muerto viviente, entenderá las técnicas empleadas por los hechiceros. Los misiles invocados mediante magia de sombras hacían trizas la escarcha que rodeaba el ataúd volador, como si de auténticos proyectiles se tratasen. Por su parte, los furibundos y titánicos golpes gélidos de la bestia espectral, no hacían, sino golpear a los espejos de los magos, quienes rápidamente reemplazaban a sus idénticos caídos por unos nuevos. Hechizos como las tormentas de hielo fueron esquivadas o absorbidas por las protecciones, y los impresionantes estragos que habrían de producirle a un soldado los conos de frío, nada pudieron contra los dos amigos.

       

       

      1. Libres.

      Finalmente, y como no podía ser de otro modo, el Sarcófago fue destruido. Una vez más, el espectro que lo poseía emitió un grito estridente, volatilizándose en el acto. El problema venía en aquel momento. Justo cuando, antes de ser absorbidos, los espíritus de los Aldara tendrían que ser replicados con el realismo suficiente, como para que Seldar los confundiese con sus verdaderos prisioneros. Solo un minuto. Un minuto de distracción vastaría para que, aprovechando la confusión de Seldar, las almas torturadas de los Aldara desapareciesen de la faz de Eirea, de modo que el dios del relativo mal jamás pudiese volver a hacerles daño.

      Con tal de procurarle mayor éxito a la empresa, Thangriws, siendo consciente de las consecuencias que acarrearía su herejía, invocó el favor de un dios en quien ya no confiaba, con el objetivo de que este amplificase la eficacia de su poder mágico. AL mismo tiempo, Ringland, demandando el favor de Eralie, rezó al supuesto creador de la vida, el poder para afrontar el desafío inminente, para con los espíritus, temporalmente extraídos de su cárcel de hielo.

      Una vez realizados sendos rituales, empleando para ello, dos altares y dos barritas de incienso, Thangriws y Ringland unieron sus fuerzas, convocando a la vez la energía de los vientos del éter. Empleando un gran esfuerzo, transmitieron sus energías a la armonía de conjuración, mediante la formulación de un sortilegio de creación de quimeras pronunciado al unísono. Un encantamiento de potencia tal, que tan solo resultaba comprensible para los más versados en la materia de lo irreal.

      En un acto de coordinación, pocas veces observada, un destello de luz alumbró la cueva, emitiendo un fulgor tan deslumbrante como el propio Sol. Los espíritus de los Aldara fueron envueltos en un campo de energía amarillento, mientras otra esfera similar se formaba, a una distancia mínima, casi imperceptible, con respecto a la ubicación de los originales. Una franja circular de energía que, en su interior, contenía a quienes debían ser los nuevos atormentados. Almas inexistentes, aparecidas de la más convincente ilusión. Almas falsificadas, fruto de la manipulación de las energías del entorno. Mientras tanto, Erik y su familia fantasmal, conscientes de su definitiva liberación, huyeron con presteza. Atravesaron la cueva a la velocidad del rayo, y fundiéndose con la luz del Sol del mediodía, desaparecieron de la faz de Eirea. Al fin eran libres.

      Ambos magos observaron satisfechos, el fruto de su trabajo. A penas sin fuerzas, lograron abandonar la caverna de hielo, antes de que nuevos elementales optasen por visitarles.

      Tumbados, uno junto a otro, observaron, con expresión de inconmensurable alegría en el rostro, los últimos rastros de energía que desprendieron las almas liberadas, antes de dejar este mundo, quedando fuera del alcance de quienes quisieran causarles algún otro dolor en el futuro. El trabajo estaba hecho. Seldar ya no podría molestar a aquellos dejados a su suerte por tanto tiempo. Lo que hubiese de ocurrir a partir de ahora, pensaba Thangriws, era irrelevante. ¿Qué importaba su dolor, frente al privilegio de haber concedido la merecida paz a quienes se asemejaban a sus congéneres? Después de todo, solo eran personas que, al igual que él antaño, y guiados por su fe, no obraban, sino en pro de lo que consideraban correcto. ¿Cómo pudo permanecer ciego durante tantos largos años?

       

      1. Fría mediocridad.

      Poco se supo entre los ilusionistas, de los liberadores espirituales. Poco se supo, que no fuese lo ya narrado por mi amigo. Cuentan que Ringland, orgulloso ciudadano de Urlom, regresó a su comunidad, para no volver a emigrar durante unos años. Pasada casi una década, fundó una escuela de magos, que buena labor habría de realizar a los nuevos aprendices de la magia de ilusiones. El futuro del exiliado de Dendra, no obstante, fue mucho más oscuro. Los rumores afirmaron que, Seldar, como castigo a la traición de Thangriws, Sentenció al hechicero a una muerte larga y agónica, sometido al peor de los efectos de una maldición de horrible marchitamiento. El desdichado, deseoso de acabar con todo aquello, antes de que el dolor se convirtiese en insoportable, se arrojó desde el mismo lugar por el que el noble Erik se precipitó, a finales de la edad anterior. De este modo, el alma del salvador, descargada de toda culpa por los atroces actos cometidos en vida, recibió el favor de Eralie, Soële y Gedeon, quienes le invitaron a cruzar el desconocido portal azul, que habría de conducir a los espíritus a una nueva vida, o a quién sabe qué otro modo de existencia, desligado de los yugos de lo terrenal.

      **********

      Bajo promesa de estricta confidencialidad, Clanbardan me hizo jurar, que por nada revelaría a nadie, salvo a aquellos de mayor confianza, lo que sucedió con los Aldara, bien entrado el inicio de nuestra era.

      Puedo prometerle a mi fiel amigo gnomo que, a pesar de todas las noticias que han volado, concernientes a las hazañas de su antepasado, yo no he tenido nada que ver en la divulgación de los hechos. Tal vez algunos, deseosos de dar a conocer lo que realmente sucedió, han optado por revelar al mundo, a quiénes deben realmente los nobles Aldara, el definitivo cese de su sufrimiento. Es posible que, a pesar de lo que ya se sabe, algunos guerreros, bien por ignorancia, bien por ego, continúen considerándose los mejores. Los auténticos salvadores. Les comprendo. De verdad que puedo llegar a entender a aquellos infelices. Después de todo, no hay mayor desconsuelo, que sentirse inservible. Duro es, el abrazo de las tinieblas. Al menos puedo alegrarme de que, después de todo, ni tan siquiera los dioses pueden ejercer eterno control sobre los muertos.

      Tras tantos malos tragos, tantas víctimas perdidas, en un vano esfuerzo de rescatar a quien ya no necesita ser rescatado, tan solo el imperfecto poder de los dioses me produce mayor dicha, frente a la cruda realidad. La fría mediocridad de quienes, para bien o para mal, jamás alcanzaremos a los héroes en los que desearíamos convertirnos.

       

       

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