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    • El ojo de Argos512
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      1. La rutina del monstruo.

      En lo más profundo de las tierras enanas, una asquerosa y enorme alimaña aguardaba.

      Jragol era un verdusco caqui gusano de unas trece varas de largo y otras 7 de alto y diámetro. SU cuerpo, provisto de manchas y biscosas protuberancias, se movía lentamente por la húmeda y oscura guarida que es su hogar. En la cornucopia de la misma, una especie de cuerno invertido cavado en el suelo, no tan solo hace de túnel por el que las crías de esta bestia pueden ocultarse, sino que guarda, también, los más preciados bienes y armas de los incautos que fueron a parar a sus fauces, para la fortuna de su estómago.

      En la urbe de los pequeños y fornidos trabajadores no le ponían nombre, pues pocos lo conocían. En su lugar, lo apodaban el gusano gigante de Kheleb Dum. A pesar de que era preferible no acercarse demasiado a sus dominios, aquellos mineros más codiciosos, ávidos de riqueza y poder, como solo pueden serlo los peores entre los enanos, e incluso aquellos que tan solo eran jóvenes inexpertos y temerarios, ansiosos de aventuras, desobedecían las advertencias, y luego claro. Los familiares no se atrevían a recuperar los huesos de sus congéneres de donde fuese que hubiesen ido a parar… Y luego llegaban los estridentes lloriqueos de quienes creían en el viaje eterno al mundo de los dioses para quienes fuesen quemados, enterrados o quién sabe qué crédula costumbre sin fundamentos.

      Y fue este otro día, en el que la suerte le llegó a un adolescente picador de piedra, quien atraído por el hipnótico brillo del plateado mithril, que entre rocas se esconde, no tuvo sino, la gran idea de caminar derechito a la morada de Jragol, junto a su hermano, quien perdía toda su prudencia verbal en su inconsciente acto, más de perro leal que de inteligente humanoide con un ápice de cerebro funcional,  de seguir, cuan oveja guiada por pastor, a quien le llevaría al fin de su senda, sin tirar ni un ápice del sentido común.

      Y así fue como, despertando a la bestia, ambos exclamaron un estridente «¡Aaaaaaaaahhhh!».

      NO duraron ni medio minuto. El primero, decapitado de un mordisco, directo hacia las tripas. ¡Qué aproveche gusanito! Como la presa estuvo muy dura, bajo un escupitajo de ácido, tan ardiente como el mismísimo fuego, introdujo al segundo criajo agonizante en su boca infernal, y tragó. La carne se hace pasar mejor hacia el esófago si se disuelve antes. Cuando se hubo hartado del sobrante del segundo cuerpo, reptó lentamente hacia el centro de su excavada madriguera de cuerno invertido, no sin antes arrastrar hacia la misma  los picos de los dos niñatos muertos valiéndose de su cola para tal avara tarea. Tras alimentar a las crías que le sucederían en su labor depredadora, mediante el jugo de lo restante, se enroscó y acurrucó junto a la tierra de su refugio, una costumbre de miles de años que se obceca uno en no perder, por muchos años que se tengan.

      Y así durmió, otro día más, tras una dieta más. ¿Quién sería el que en su inocente voluntad de rescatar a los que, por su falta de sentido común tal vez no merezcan ser salvados, el que mataría a esta bestia, solo para que, en unos pocos meses, una mole peor ocupase su lugar? Las crías de este alargado y grandioso ser crecen rápido. Pobres semi héroes, que en su ánimo megalómano de ser leyenda, no hacen, sino una matanza épica, mas a su vez, propiedad de la mediocridad de una leyenda inexistente, truncada por la eterna repetición. Pobres… Gusanitos míos, los mataremos a todos. Jragol os quiere, en su menú.

       

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