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    • El ojo de Argos512
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      Memorias de Irhydia; los inicios (parte 1 de 3) Una infancia feliz

      Aquel glorioso día de mi nacimiento, el sol brillaba más de la cuenta, como si fuese a salirse de la bóveda celeste. La noche de antaño, las estrellas parecían faros que, en su deseo de alumbrar el destino de los creyentes, se hicieron ver como grandes candelabros cercando una senda de luz. Ambas lunas clamaban mi nombre y… ¿Qué sandeces estoy diciendo? SI el papiro entendiese mis palabras vomitaría la tinta recibida como si hubiese sido envenenado. Casi siento lástima por él. Suerte tiene la de no estar vivo. Así se ahorra el pensar y el comprender lo que se guarda en él durante decenas de generaciones.

      ¿A caso mi llegada a Eirea iba a ser tan distinta a la de miles de personas? No, la verdad es que no. Os contaré lo que pasó, simple. Un elfo y una humana concibieron un acto, de mucho contacto, , ella engordó cuan camello por embarazarse de mi, y a los nueve meses emergí berreando de lo más profundo de las carnosas tierras de má. Fin. Envuelta en mi propio jugo y sangre, seguro que hubiera sido carne irresistible para lobos si hubiese aparecido sola en los bosques… Pero no, sería yo quien los cazara en un futuro para mi sustento y enriquecimiento, y el de mis amigos, por supuesto. Así que nada de creeros que los dioses me trajeron para ser leyenda. Unos dioses en los que tampoco creo. EL porqué de mi escepticismo lo descubriréis a continuación. Sin embargo, debo advertiros con antelación que algunos de los motivos de mi incredulidad resultan bastante desagradables.

      Mis progenitores eran ávidos guerreros, así como mis hermanos. Una hechicera rúnica, Irjadilia, un curtido soldado maestro de armas cortantes pesadas, Gorathier, y mis dos ladronzuelos preferidos, Waireth y Kraiteir. Una familia feliz que recuerde, hasta mis diez años, cuando la condenada guerra decidió barrerlos a todos de un plumazo. Ese maldito hombre-lagarto amante de la carne y los despojos de los muertos… ¿Cómo se llamaba…? NO lo recuerdo. Ojalá pudiese olvidar con tanta facilidad peores penurias, mas sin ellas en mi memoria quizás no podría contar con mi actual experiencia. A partir de ese momento una nueva familia me acogió, con la mala suerte de caer en manos de unos fanáticos, cuya imposición de valores y creencias en Eralie a base del raciocinio y, sobre todo, de dogmáticos e inútiles discursos sin sentido, en primer lugar; en el del bastón y el látigo, en cuanto me cuestionaba las cosas y me desviaba, no pocas veces me hizo perder el norte, haciéndome pensar en lanzarme al vacío desde lo alto de un campanario, fugarme o matarlos. Sin embargo, entre las estrictas directrices de su educación, el deber de acudir al cónclave de la guerra de la ciudad al alcanzar los doce años era el menos duro de todos, incluso el más gratificante. Al menos los maestros, aunque exigentes, eran tan amables como los alumnos, nadie se ponía extremadamente quisquilloso con la fe, y sobre todo, me enseñaron a defenderme, algo increíblemente valioso para alguien con tantas ansias de explorar como yo.

      En aquella escuela aprendí el manejo de las armas, aunque donde destaqué más fue en el uso de filos ligeros y de arcos. Así pues iba a ser tiradora. Era mi mayor especialidad. De algunas amables partidas de cazadores pude comprender los gajes del oficio de la caza y el correcto uso de las partes más asquerosas e inconcebibles de cualquier animal o planta, aunque, para ser sincera, sigo acrecentando mis conocimientos.

      Con todo, el entrenamiento me animó a sacar fuerzas de flaqueza, a encontrar ángeles en las profundidades del tormentoso Abismo, y tras tantas palizas al final me encontré con que sabía cómo convencer a mis adoptivos padres de que me encantaban sus patrañas religiosas. No obstante, llegado el momento de pasar por mis años blancos como sacerdotisa de algo en lo que no podía creer, decidí marcharme, dejándoles una bonita carta de despedida en la que remarcaba mis recuerdos más felices con aquellos que me criaron (nótese la ironía).

    • El ojo de Argos512
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      Memorias de Irhydia; los inicios (parte 2 de 3) Hacerse mayor

      ¿Dónde iría? Pues a Anduar, claro. Durmiendo en tabernas de mala muerte; bañándome bajo la lluvia; obteniendo los alimentos directamente de la naturaleza como la cazadora experta en la que me había convertido; trabajando en la confección de zapatos de lujo.
      La empresa “El Calzador Esmeralda, muy popular entre la aristocracia local en aquellos días pasados”, era propiedad de un noble, cuyas miradas lascivas me hacían pensar en su hambre carnal, a pesar del sufrimiento que me pudiera causar. Mi arco, sin embargo, lo mantuvo a ralla durante todo ese tiempo, hasta que, en un agresivo intento de cumplir sus deseos en la arboleda de Ucho, una flecha de plata de mi arma preferida decidió volar con certero augurio hacia su estómago y dejarle morir lenta e inexorablemente, gritando de dolor como una gata desollada en vida. Nada quedó de su cadáver, pues una bonita salva de munición ígnea dio lugar a una nube incendiaria que rodeó su forma inerte de un fuego que todo lo destruye, eliminando cualquier rastro de lo que en aquellas tierras había sucedido. Con las joyas que pude vender de su cuerpo, jamás hallado, cómo no, me permití unos lujos más que inasequibles para los de mi condición en las estancias nobles de la taberna del dragón verde, mientras que, como miembro de una partida de caza, decidí contribuir al comercio de las carnes y las plantas de diversos tipos. Fue Shilops, el botánico del jardín más importante de Anduar, quien me enseñó gran parte de lo que no aprendí por mi cuenta sobre vegetación venenosa, curativa y comestible.
      Por vivir tanto en la taberna del dragón verde, pude conocer a personas más que sorprendentes. Algunos groseros borrachos, orgos civilizados (el aquel entonces joven Karsig sería buena muestra de ello), enanos fiesteros, mas siempre dispuestos a hacer amigos y a alargar las noches hasta el alba, creyentes y no creyentes en diferentes deidades, orcos y kobolds salvajes, otros que renegaban de su anárquica y caótica sociedad y decidían desaparecer a ojos de sus congéneres… Incluso algún bardo, creyente en Seldar, casi logró llevarme a la senda del antagonista de Eralie. Claro que cuando conocí la historia de unos huérfanos que apuñalaron repetidas veces a un inquisidor de Galador por tantos años de adoctrinador sufrimiento, pues como que perdí toda fe, aunque eso es historia para llenar otro rollo de tinta.
      Mi primer y único amante, Sirgol, alegría de almas atormentadas por el dolor, célebre intérprete musical, narrador de historias, poemas y chanzas, también apareció en aquella ciudad. Sus amigos y yo poco tardamos en hacer buenas migas, y aunque no compartía su interés por la rebelión del Culto al Lujo contra el imperio dendrita, considerándola imposible e innecesaria, la verdad es que me dieron bastante en que pensar, aun más buenos recuerdos que cualquier otra compañía de mi vida hasta la fecha.
      Huyendo junto a mi querido bardo de la implacable justicia imperial, hacia lo más profundo de las grutas del lago de Aethia, solo pude ver en sus ojos el miedo por el inevitable destino de recibir, más pronto que tarde, una tortura y ejecución tan cruel como la de sus compañeros, capturados y castigados una semana antes, a manos de las nada tolerantes legiones de Dendra. Algunos fueron quemados, otros ahogados en ponzoña burbujeante, otros atados a un palo de hierro más alto que la torre negra de Mor Groddur durante el transcurso de una tormenta eléctrica, otros abandonados a manos de una sociedad anárquica en el Erial de los condenados, donde unos orcos decidieron clavarlos al suelo mediante estacas de madera y dejarlos sofocarse y pudrirse al Sol, o bien empalarlos con terribles armas de asta roñosa, decorando con sus esqueletos el primer nivel de la fortaleza de Golthur Orod. Siendo tal su aciago destino, decidió acabar con todo. Los detalles de su muerte me los ahorraré por el momento. Lo único que puedo testificar en estas líneas que escribo bajo las copas de los árboles del Claro de los Nyathor durante la puesta del Sol, es que no sufrió ningún dolor ni temor en el poco tiempo que le quedó.

    • El ojo de Argos512
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      Memorias de Irhydia; los inicios (parte 3 de 3) Lo que nos queda

      Destrozada como estaba, solo pude acudir a su hogar, tal y como me pidió, y simulando una muerte aun mucho más temible de uno de los líderes del movimiento rebelde, escribí unas cartas a la capital del eterno cielo gris, gracias a las cuales me consideraron  fiel acólita de Seldar, lo que me permitió ganarme la vida en otro lugar más, a pesar de que en realidad no creyese en ninguna divinidad y tuviese que fingir en ocasiones para conseguir beneficios, de otro modo inalcanzables.

      Pasados unos años, atormentada por los recuerdos de la ciudad, decidí emprender mi camino de nuevo a Anduar, no sin antes despedirme, aun con falsedad quizás, de gente despreciable, como Hermillo, a quien no sé ni como logré conocer, para mi desgracia. Algunos, sin embargo, se mostraron más simpáticos durante mi estancia, hasta el punto de convertirse en verdaderos confidentes. Ismutus fue uno de aquellos que logró llenarme el corazón de esperanza. Obviamente no compartía las creencias del sacerdote, lo que curiosamente no resultó ser ningún impedimento para con nuestra mutua confianza. Fue sorprendentemente bueno conmigo, así como con sus allegados, lo que pagó con su vida, ayudando en la defensa de una importante partida de campesinos que pretendía refugiarse en la fortaleza de Dara durante una incursión orca.

      Mis días siguieron transcurriendo durante viajes alrededor de toda  Dalaensar, siempre y cuando no decidía volver a Anduar para trabajar y ayudar con parte de mis beneficios a los pobres, cuya brecha de oportunidades con los ciudadanos de aquella urbe no para de crecer a cada mes que sucede al anterior. Mis mayores y sinceras felicitaciones a la ciudad más próspera del continente. Sus pieles exteriores son de diamante y mármol blanco pulido a conciencia, mientras que en su corazón la gente muere y muere y vuelve a morir de inanición por el capricho de unos pocos indeseables que distribuyen los recursos económicos a favor de quienes los adulan. Pero claro, ¿qué puede hacer una simple arquera errante como yo? Las revoluciones no acaban bien si no se planifican con gran detalle y cuidado, tal y como me mostró la funesta suerte de Sirgol. Una dura lección sobre la realidad de este mundo, de la que conviene reírse por no enloquecer. Al menos no todo es malo, y tal vez en otra vida, en otro nuevo juego de azares, la buena suerte sea más considerada con los desfavorecidos.

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