Inicio › Foros › Historias y gestas › Memorias de Irhydia -tres cabezas tiene el dragón
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¡Pinchito de serpiente! ¡Qué rico! Pocas maravillas culinarias logran competir contra este manjar. Uno que, con mucho, recuerda al del pollo asado. Creedme. Saben, i huelen, mejor de lo que uno podría imaginarse. Sin duda, el filete de reptil a la flecha de fuego, resulta recomendable. Jamás sería capaz de perdonar a alguien, fuera plebeyo o señor, que no se dignara a degustar una delicia del estilo. Y es que el indigno que osara ofender al sagrado arte de la cocina forestal, de tal ruin manera, solo podría padecer la más eficaz de las penitencias. ¡A la hoguera con el hereje!.
Por supuesto que esto es una chanza, estimadas y nobles gentes inocentes. Shhhhhhhh. Venga, no lloréis, que Elrich no puede venderme tantos pañuelos en un día. Lo tenéis sobreexplotado al pobre chiquillo. Como si no hubiese soportado ya suficientes tragedias en su vida, como para verse obligado a cargar, después de todo, con las de cientos, miles de pueblerinos asustados por la perturbada de Irhydia. Obligado a trabajar, a pocos años de la mayoría de edad, a causa de un padre que ya no está entre nosotros… Y yo que me sentía desconsolada, por haber perdido a toda mi familia a los tres… ¿En qué estaba pensando?
¡Oíd mis palabras, testigos de la plaza de Anduar! ¡Relajaos! ¡Acercaos! Ocupad los bancos con calma y gracilidad, mientras el iniciado Ninhus Bravus, bardo entre los bardos, os adormece, al ritmo de su arpa, amenizando la más emotiva historia que, en una noche tan tranquila como brillante, envueltos en las tinieblas del misterio, tengo ocasión de narraros. En otras palabras: bostezad con descaro. Acurrucaos, unos sobre otros, compartiendo el aburrimiento, mientras vuestros oídos se cierran a la más mediocridad entre lo mediocre. Kobolds sobre orcos. ¡Orcos sobre kobolds! ¡Humanos dendritas y takomitas, hágase la fraternidad! ¡Drows, elfos y mestizos! ¡Cojámonos las manos! ¡Bailemos, unidos, al ritmo de las fúnebres campanas, anuncio irrebatible de la pérdida de la cordura! ¡Sin fornicios, por favor, que los perros, gatos y niños también están invitados! ¡Que los gnomos y los goblins abandonen sus diferencias. Que se atrevan a apuñalar con inventiva, los rencores que tanto les han hecho padecer, sin ni siquiera recordar el por qué.
Os halláis en el ojo del huracán. Una lucha por la supervivencia, en la que, en esta ocasión, os veréis forzados a desoír los delirios de una loca idealista, amortiguados por un músico reseñable. El único inalterado, entre los que en este caos danzamos, capaz de manteneros con vida, a pesar de las incongruencias que de mis frases han de emerger, cuan alargadas y viscosas crías de gusanos de Kheleb. ¿Qué tal, si le ofrecéis a mi bardo ayudante, el merecido pago de 10.000 platinos, en recompensa por salvaros de mi?
Disfrutáis, o renegáis, del espectáculo que ante vuestros ojos y oídos se desarrolla. En un insufrible ambiente, del que vuestros aletargados cerebros, deteriorados por las pipas que, con tanto ahínco fumáis, os impiden escapar. Una maldita noche, oscura como las más dejadas zonas de las minas de carbón. Sin estrellas ni lunas. Cuajada de nubes, más sólidas que las pétreas baldosas doradas que, riéndose de los suburbios, yacen bajo vuestros pies. Nubes que, con el ánimo de generar mayor tensión, aún no han decidido si desatar lluvias, o traer con ellas la última procesión de apóstoles de Astaroth.
Mmmmm. no. Me parece que hoy no van a volar saetas. En estos instantes, he perdido el interés por la vida del cazador. Tal vez me dedique al tejido de fardos con forma de oso de peluche, adornados con un corazoncito rojo en el centro y las siguientes palabras: “De mi para ti, por ser tú y quererte mucho”. Solo, por un tiempo. Una hora, quizás. Suficiente como para comprender el verdadero significado de lo aborrecible. Por otro lado, de lo que mañana haya de suceder, no tengo mayor idea que vosotros. Lo único que, bajo estas líneas puedo afirmaros, es que el día en el que deje de comportarme como una nómada de alma libre, no seré yo misma, sino un sacerdote de Khaol que, adoptando mi aspecto, no es capaz de imitar mi personalidad, ni tan siquiera en su faceta más simple.
Ahora en serio. Ni que fuera a declarar la guerra por una comida no catada… ¿Aunque pensándolo bien, no se desarrollan auténticos conflictos, por motivos igual de absurdos? ¿Matanzas realizadas en el nombre de Gurtang? ¡Venga ya! Deletreen conmigo: ¡A B S U R D O!
Regresemos al suculento arte de lo culinario, antes de que me ponga a llorar. Como es sabido por casi nadie, la lenta cocción de la carne, proporcionada por la disposición de las flechas, y una enorme piedra inferior, le otorga unas propiedades, un aspecto y un sabor más valioso. Detalles de importancia, que las fogatas convencionales no son capaces de preservar, si no es de mano de los cocineros más hábiles de los reinos. El problema es la paciencia, sin duda. Un reto de fácil solución, puesto que, mientras esperaba a que la comida estuviese lista, saciaba el apetito mediante bayas del entorno.
Al anochecer, Molduthus y yo cenamos copiosamente. Aun así, y a pesar de que, a duras penas, Argan había alcanzado los dos tercios de su recorrido, El hambre acabó por acudir de nuevo. Insistente, exigente, durante la que, en aquella noche, era mi jornada de guardia. La concentración exhaustiva, tarde o temprano, llama al apetito para que te entretenga. El estómago debe pensar que, de este modo, hará más llevadera la labor del vigía. No podría andar más errado. Aún más probable es que las tripas se manifiesten si, al igual que yo, eres incapaz de pasar demasiado tiempo sin poner a prueba tu físico, forzándolo a cruzar los límites para mejorarlo. Si, en vez de quedarte en un lugar concreto, comienzas a moverte. Realizar estiramientos, sentadillas, abdominales, lumbares, y ejercicios de flexibilidad y fortalecimiento de todo tipo, antes de embarcarte en una carrera al trote, alrededor del improvisado fortín. Corriendo de puntillas, con el ánimo de entrenar la velocidad y el sigilo. Logrando de paso, no despertar a aquel amigo tan pequeñito. Añadiendo a la tarea del rápido desplazamiento, las dificultades de efectuar, en pleno movimiento, piruetas, volteretas, y todo tipo de acrobacias. Saltando ramas bajas. Pasando por debajo de aquellas más molestas, que me supusieran un reto sortear por abajo. Escalando y bajándome, de pequeños salientes y pedruscos a gran velocidad. Disparando, apuntando lo menos posible, a blancos inexistentes, mientras ejecutaba los enérgicos movimientos mencionados. Empleando, indistintamente, flechas, dardos, piedras y saetas penachadas en el cometido. De tal manera que, primero, practicaba el rápido intercambio de armas, empleando la mochila como bandolera de ballestas, hondas y cerbatanas. Equipando, en mi hombrera, algunos de los arcos más útiles, como el de ponzoña y el de madera de edhelorn, sin permitir que aquellos más largos me limitaran los movimientos mientras les daba uso. Segundo, me obligaba a intercambiar rápidamente los proyectiles de las armas al carcaj, y viceversa, disparándolos a montones, en una breve fracción de tiempo, combinándolos ocasionalmente entre sí, haciéndolos chocar con el objetivo de producir multitud de nubes elementales a mi paso. Tercero. Tan rápido como me era posible, recogía las saetas, flechas, piedras y dardos lanzados, colocándolos en el orden idóneo, en el interior de mi depósito de proyectiles. Repitiendo el improvisado circuito, una y otra vez, hasta que la disuasiva fatiga acabó por hacerme desistir, forzándome a cambiar el ejercicio. Sería útil disponer de algunos blancos móviles, como los zombis del túmulo de Thorin, pero no había ninguno disponible en los alrededores.
Y el entreno proseguía. Sin concesión de descanso alguno, más que el justo para echar un trago a mi odre. Trepando, y descendiendo, de la multitud de árboles del bosque de Urlom, saltando de rama en rama, entre las frondosas copas de la amplia y mágica foresta. Tensando, y destensando, la gruesa y resistente cuerda, de un diminuto arco de prácticas, carente de espacio para insertar cualquier proyectil, que no fuese del tamaño de un minúsculo guijarro. Una herramienta, ridículamente tan reducida, que carecía de utilidad alguna en combate, apta solo para trabajar la fuerza de las manos. Obviamente, tal tarea requería unos hidratantes tratos posteriores, si deseaba mantenerlas suaves, a la vez que fortalecidas, sin que ninguna de las dos cualidades tuviese por qué obstaculizar a la otra.
De tal hidratación y cuidados, me encargo a diario, sin concederme días de excepción. Así lo he procurado, desde que me inicié en las técnicas de combate. De idéntico modo persistiré en el doble cometido. El de mejorar la forma física y la estética, hasta que llegue el turno en que, alcanzada la imperfección de lo inerte, deba recibir las suculentas atenciones de las moscas y los gusanos.
¡Vaya! Creo que se me acaba de revolver el estómago. En definitiva: alabadas sean las alhoes y alhovas. En resumen, todas las plantas y remedios, que le otorgan suavidad y buen olor a la piel.
Una ardua tabla, tanto de ejercicios, como de posteriores acicalamientos, ¿no? Así fue, como me libré, lentamente, del yugo de los que fueron mis religiosos tutores fanáticos, a la vez que, cada vez, me sentía mejor conmigo misma. Familiarizándome con un estilo de vida, del que sería incapaz de prescindir. Incluso mis antiguos maestros del cónclave de la guerra de Takome, reconocieron el, tal vez, exagerado empeño, con el que, desde que me resultó posible, le dedicaba al desarrollo de mis cualidades, mucho más allá de lo que se le exigía a un arquero corriente de las murallas, e incluso a un cazador medio. Obviamente, lo tenía muy complicado contra el duro trabajo de los exploradores experimentados, pero por lo menos, les resultaba una notable incomodidad en los combates simulados.
Apurados los últimos bocados de mi presa nocturna, combinada con una generosa cantidad de frutas, y una conveniente cantidad de líquidos de mi odre, me dispuse a ocuparme de mi higiene personal. Sin olvidar, cómo no, el lavado de todas mis piezas de equipo. Empleando para todo ello, algún río cercano, un jabón de hierbas de propia creación, y abundantes hierbas aromáticas, con las que mi dentadura recibió, como siempre, sus merecidos cuidados. Las frías aguas compensaron el calor producido por el esfuerzo, extrayendo de mis prendas, a su vez, toda la roña acumulada. Toda la sangre, que no era mucha. Rastros de bandidos, más bien mediocres, que habíamos llevado a la tumba el día anterior. Los ropajes, y el báculo de Molduthus, yacían unos metros más allá, completamente relucientes. Él también se había cuidado del aseo, algunas horas antes. Unos agradables y largos minutos, en los que permanecimos juntos, admirando las titilantes estrellas que se colaban entre los árboles. Lo cierto, es que la visión desde el volcán de Ormeion era inigualable. Tanto por las propias vistas del poblado y los alrededores, como por el despejado y abierto cielo que se cernía sobre nosotros, provocándonos una residual sensación de vértigo. Un pequeño choque de miedo, que no hizo sino unirnos más aún, para admirar juntos los astros, gracias al poderoso telescopio gnómico de la cima. Aparato de impresionante ampliación de la bóveda celeste, situado cerca de la más prestigiosa torre de ilusionistas de Eirea. Claro. Contra eso, pocas cosas pueden competir, mas no por ello, las vistas desde nuestro humilde refugio se volvían despreciables.
Al finalizar mi rutina, esta vez algo exhausta, pero lista para cualquier suerte de imprevisto, me vino en gana acercarme al pequeño y adorable Molduthus. No por ambas cosas, carente de poder. No albergo intención alguna de menospreciarlo. Al contrario. Es imposible no alzarlo en un pedestal. Si es que es más inteligente, más bonito, más delgadito, más tentador… Estaba ya durmiendo, plácidamente. No producía ronquido alguno. Aunque sí parecía estar emitiendo algún sonido. ¿ese era mi nombre?
¡Qué visión más conmovedora! ¡E irresistible! Aquel pequeñito cuerpo, cubierto tan solo por una diminuta túnica, unos pantalones de piel de demonio, y una capa extendida tras él. Al igual que yo, no disponía de mucho. Había sustituido el resistente reforzado de mi peto, aún mojado, pesado, a causa de haberlo sumergido en el río, por una camiseta corriente de manga corta y fino tejido. Todos nuestros equipos, una vez secados mediante la proximidad a una de mis salvas de fuego, habían sido guardados cuidadosamente, entre la hojarasca del provisional campamento. No sería para nada conveniente el perderlos de vista. Aún menos, con tantos bandidos deambulando por los caminos. No fuera a ser, que alguna de aquellas inmundicias se atreviera a adentrarse en el bosque para robarnos, no sin antes deshacerse de nuestros cuerpos dormidos. Pobre del que lo intentara. Por mi parte, Sufriría un infalible flechazo en el pecho, que lo enviaría al abismo al instante. Eso, si me sentía compasiva, llegada la ocasión de enviarlo bajo tierra. De lo contrario, sería más implacable. Acribillado por decenas de dardos salidos de la nada, de tal forma que un erizo de gran tamaño y el ladronzuelo despreciable, serían indistinguibles. Apedreado por centenares de afilados proyectiles redondeados, bañados en una enfermiza mezcla de nigromancia y bacterias, que le causarían al mísero engendro de asesino, una muerte indeseable, acusado por multitud de dolorosas pústulas y ronchas, de una afección desconocida. Incinerado en el centro de una salva de flechas incendiarias, que no pondría en riesgo proyectil ígneo alguno. ¡Alabado sea el creador del primer arco de chispas de la historia! Apuñalándole el corazón, saeta en mano,. Clavando el extirpado órgano en lo alto de una pica, aún latente. Perfectamente visible para los que trataran de imitar las acciones del maldito bastardo. Víctima de la silenciosa muerte del que, lentamente, se hunde entre las sombras, sin poder pedir ayuda ni piedad alguna. Oyendo susurros de verdades, que lo horrorizarían hasta el último momento. Impedido para respirar por el vacío de mis manos, presionadas contra su aberrante semblante. Tratando de patalear, desesperado, con el afán del superviviente que necesitaba librarse de mi agarre. Obviamente, los pocos de esta suerte sometidos a mi poder, no consiguieron salvarse. Lástima. Conozco un modo similar de acabar con la vida de un hombre. Uno que puse en práctica, hará ya mucho, con el primero de mis amantes. El encandilador bardo Sirgol. Murió, sí. Pero con una importante diferencia. Él no sufrió temor alguno. Al contrario. El éxtasis inundó cada diminuta porción de su ser, hasta el último segundo, hasta llenarlo por completo. AL fin y al cabo, no era ningún bandido. Lo único que me robó mi primer amante, fue el corazón. No lo duden. Por supuesto, al son de canciones de utilidad arcana, de efectos comparables a las salmodias de poder, pronunciadas por magos blancos, arrebató multitud de vidas. La de gentes despreciables, que no merecían el lujo de ocupar espacio en los mapas de Dalaensar. Desde luego, endulzó muchas otras. El arte con el que había nacido, le otorgaba el don de, casi sin dificultad, obtener tratos extremadamente favorables. Compra ventas de alimentos, ropajes, y demás bienes de valor, que a menudo entregaba a los mendigos de las ciudades, especialmente a los de Anduar. Hoy en día, y desde un principio, honro su memoria, siguiendo parcialmente la senda marcada por aquel humano benevolente, provisto de un alma tan grande y pura, como el inexplorado fondo de los mares. Sin entrar, por ello, en las revoluciones que le llevaron a la desgracia. Proyectos utópicos, en los que nunca creí. Deseosa de no irrumpir en algún sollozo, fruto de la melancolía, os incito a ocuparnos, nuevamente, del asunto de mi bardo en tiempos posteriores. Sigamos con las amenazas que nuestros enemigos deberían de afrontar, de osar cruzar la linde de Urlom, con nosotros dos, Molduthus y yo, acampando en su interior.
Si el papel del verdugo le correspondía a mi pareja, los métodos serían aún peores que los ya explicados. La destructiva descarga mental de una ilusión de magia de las sombras. La insoportable agonía del que nota su sangre mutar en ácido, destruyendo las entrañas que se encontrara por el camino. ¿Quizás la horrible sensación de ser perforado por cientos de espadas espectrales, al mismo tiempo, o el imperceptible final de quien recibe un asta de hielo en el cerebro? Desde luego el gnomo disponía de mayor variedad, a la hora de escoger el modo de matar. Sea como fuera, el canalla que osara atentar contra nosotros, no saldría con vida de nuestra zona de verdor. Bueno. Así debería ser, a no ser que nuestro oponente fuera mucho más letal de lo esperado. En ese caso, tal vez deberíamos de ser nosotros, los obligados a abandonar nuestro improvisado paraíso, o bien pagar cara valentía de enfrentar a nuestro agresor. Probablemente, con nuestra vida, o con algún miembro mutilado, que tiempo tardaría en ser recompuesto.
Era inevitable que, aun después de tantas ocasiones, me resultara imposible no observar de cerca su sueño. Mucho más de cerca de lo normal, atendiendo a mi guardia al mismo tiempo. Él ya había sufrido su carga de trabajo, el día anterior, vigilando nuestro pequeño campamento. Seguro que en aquellos momentos de aburrida vigía, realizando algún que otro ejercicio de los que le aconsejé, aunque sin emplear en ello una voluntad legendaria, y repasar, una y otra vez, las lecciones de su grimorio del séptimo círculo, del que cada vez comprendía más conceptos y aplicaciones arcanas, se detenía, el muy pillo, para observarme yaciendo, libre de preocupaciones. Sabiendo que, a la más mínima señal de peligro, estaríamos listos para el combate. Claro que, llegada la hora de la intimidad salvaje, una vez privado de la posibilidad de formular hechizos, algo que, de permitírmelo, no me costaba conseguir, sin emplear en el cometido, objetos de metal, que le produjeran el incómodo vacío del hechicero desvinculado del éter, el gnomo era todo mío. Perfectamente dispuesto, para dedicarle todo mi amor y dulzura hasta agotarnos.
Me aproximé a él. Tendido en el mullido suelo de hojas, en el que había colocado su mochila sin fondo como almohada. Todo ello, bajo un techado refugio. Cobijo que habíamos construido, bien entrada la tarde de aquel día. Le examiné con ojos escrutadores, y oído atento. Sí, había pronunciado mi nombre… Parecía que ansiaba algo. Y yo sabía el qué. Seguro que estaba teniendo un sueño bonito. No relacionado con inventos, precisamente. De esos ya había experimentado demasiados, cuando me hallaba practicando la rutinaria serie de ejercicios. Cuando solo el silencio, y su acostumbrada y calmada respiración, casi imperceptible, eran los únicos indicios que su cuerpo ofrecía de tranquilidad.
A juzgar por el creciente bulto que había aparecido en sus pantalones, debía estar soñando algo placentero. Siendo ese el caso, opté por hacer sus deseos realidad, pero con sutileza. Con cuidado de no despertarle, le cogí la mano, y la llevé hacia mi teta izquierda, cubierta por una fina prenda, que la hacía perfectamente perceptible. Todo ello, mientras observaba su reacción. Aún estaba dormido… Pero indudablemente, algo se había empezado a apoderar de él. Lo observé en su rostro, que adquirió una pequeña sonrisa inconsciente, desplazándose hacia un lado. Que deseos de cogérselo con ambas manos y besarlo… Pero aún no debía hacerlo. Luego, manteniendo el contacto, me acerqué a su oreja izquierda para despertarlo, lentamente, susurrándole que estaba con él. Haciéndole cosquillas en el costado, justo por debajo de las costillas, con la mano libre para que, lentamente, fuese descubriendo que, sorprendentemente, lo que era su sueño, había dejado de serlo. Cuando volvió en sí, aquellos dormidos ojos, ya mostraban el éxtasis de mi contacto. Pero estaba adormilado. Totalmente relajado, sin interés alguno por las emociones fuertes y los actos salvajes. Acabé el dulce trabajo que la Irhydia de su mente había iniciado, insistiendo tan solo en excitar sus pezones, a los que uní sutilmente con los míos. En sus muslos, pecho, cuello, barbilla, rostro, y en lo que se había movido en su entrepierna, tratándole con la delicadeza de quien, hipnotizada por la adquirida belleza de los paisajes de verdor, acaricia a un amante hasta dormirlo. Todo ello, a la vez que le besaba en labios, nariz, cara y orejas, con suavidad, sosteniéndole ligeramente la alzada cabeza con un brazo para que me observara, y le agarraba su mano zurda con mi diestra, haciéndole cosquillas con el pulgar, pasándole el indicado dedo por ella, dibujando pequeños y lentos círculos concéntricos en su superficie. Un acto relajado, en el que los esfuerzos eran escasos, suficientes. Después de aquello, le besé en la mejilla, le susurré que siguiera durmiendo, sin dejar de silbarle, casi en un murmullo, la letra de un precioso poema élfico sobre las aguas del Cuibinien. Tapándole, cuidadosamente, los ojos con ambas manos, para que el cruel clareado, el del temprano despunte del alba veraniego que, impasible, se filtraba por entre el tejado de hojas y el exterior, no echara a perder la somnolencia, que habría de empujarle de nuevo a dormirse. Así permanecí con él, hasta que, a causa de las acumuladas horas sin dormir, debido a su vigía de la noche anterior, y al letargo que, tras la cúspide de lo excitante, esperaba a quienes se sentían queridos y seguros, acabó por regresar a su bien merecido descanso.
Aquel día nos levantaríamos tarde. No había prisa alguna por llegar a la ciudad de los gnomos. No sé cómo se las había ingeniado aquel hombrecillo, para que me fuese concedido el permiso requerido. El caso es, que había obtenido la autorización para enseñarme las maravillas de volar. Cruzando los cielos sobre las nubes, viajando de un lugar a otro, a velocidades indescriptibles,expelida hacia arriba por la increíble lanzadera de la sede de inventores. Con lo conservadores que, con total justificación, son los gnomos con sus inventos, desconozco qué demonios les ha hecho dotarme de tal restringido privilegio, aunque fuese solo por una vez.
Mientras tales emocionantes pensamientos acudían a mi mente, inundándola de felicidad, el sueño fue venciéndome paulatinamente. Daba igual. Bastaba con limpiarme de nuevo en el cercano río, vestir, nuevamente, mis equipos de siempre, y dormir con arco y flecha en mano, mi mochila y bolsita de hierbas compradas y recolectadas al hombro. Sabiendo que, al más mínimo ruido que levantara sospechas, los infalibles instintos de protectora y cazadora, o los avisos de un simulacro de ilusionista cercano, acudirían en nuestro auxilio, advirtiéndonos si algo iba mal.
Así fue como, tras tan larga jornada nocturna, me acurruqué al lado de Molduthus, en nuestro improvisado lecho de hojarasca. Levantando mi rostro y acercándolo a sus labios, durante unos segundos, para ver si volvía a decir algo, o por si alguna pesadilla empezaba a incomodarlo, cosa que dudaba. Después de despertares tan relajantes y sugerentes, ninguno de mis más íntimos compañeros, por muy dura que hubiera sido su vida, volvía a ser presa fácil para sus propios tormentos. Así lo procuraba por instinto, especialmente con los más sensibles. No. Desde luego, el gnomo iba a dormir profundamente. Y es que por algo lo había agotado tanto. Lo único que noté, al girarme para observarlo, fue un pequeño roce rojizo. Restos de un curado corte superficial en la mejilla. Probablemente, causado por alguna cimitarra de los bandidos que nos entretuvieron, justo cuando el ilusionista había perdido sus espejos. Tendré que recordarle que cuide más de las imágenes que le sirven de escudo. Claro, que hace tiempo, traté de reanimar mi cuerpo aturdido con una lágrima de sangre, que ya había empleado previamente, sin molestarme en rellenarla, dada la situación idónea para hacerlo. SI no hubiera sido por el gnomo, en ese momento, bajo mis cuidados, ahora mismo estaría criando malvas. Supongo que todos sufrimos, de vez en cuando, algún estúpido desliz, especialmente, cuando nos sentimos confiados y apoyados por un buen compañero. En fin. Con respecto a aquellos bandidos, molestos como moscas cojoneras, ninguno de ellos sobrevivió. Un chorro de fuego, surgido de unos mágicos dedos gnómicos pequeños, mortales, a su modo, se llevó a la mitad de los asaltantes. Los restantes fueron masacrados por tal lluvia de proyectiles, que el cielo simuló haberse tornado loco, escupiendo gélidos y afilados pedruscos de granizo. Poética conjunción de hielo y fuego. Otra prueba más, de que el frío de origen arcano puede ser tan temible como el fuego. Una muestra irrefutable, de que el calor y la ausencia del mismo, no tienen por qué ser necesariamente incompatibles en sus quehaceres.
El deseo de asistir a los míos, como ya habréis sospechado, es intenso. Muy intenso. Por ello, no tardé, ni siquiera un pestañeo, en extraer una alhova de entre mis hierbas, realizarle a la planta un pequeño tajo, cubriendo mis dedos y palmas, de aquella sabia cremosa, y masajearle el remanente de la indicada herida con aquel jugo hidratante. Acicalando, de paso, el resto de su rostro, con el sigilo de quien quiere pasar desapercibida, sin intención alguna de interrumpir un sueño que, seguramente, estaba tornando más agradable, a cada sutil roce de mis manos bajo su barba. Un poco de frescor, unos delicados mimos a su piel, no le sentarían mal. Con gran certeza, al día siguiente se notaría algo extraño, gratificante. Al oler mis manos, sabría lo que había sucedido. El aromático jugo de la alhova lo había acariciado, de manos de la chica que dormía con él. Bastantes años había convivido con el gnomo, para entender que algo así le resultaría de agrado, especialmente, si se hubiera hallado en condiciones para notarlo. A pesar de tal gusto añadido, que el gnomo durmiente obtendría, a la incontablemente repetida experiencia, me negué a interrumpir su descanso. No, otra vez, pues de hacerlo, la próxima guardia le resultaría más dura, a causa de una molesta falta de sueño.
También descubrí, al acercar mi oído a su boca, una ligera corriente de aire, procedente de su nariz. Exhalación que, pícara en su forma, me cosquilleó la oreja diestra, arrancándome una enmudecida risita, removiendo ligeramente algunos de mis cabellos, a pesar del estricto recogimiento con el que los tenía sujetos. El pelo largo es bonito, si se cuida bien. Algo en lo que, desde luego, me esmero sin remolonear, empleando para ello los métodos más sencillos, fácilmente extraíbles, incluso, de la propia vida nómada de las almas libres. Pero no debe permitírsele a la cabellera, el lujo de fluir libremente en el transcurso de un conflicto. El contrincante podría emplearla para su beneficio. No es conveniente, en absoluto, ofrecerle a nadie, la ventaja de una larga melena que agarrar. Cualidad que, sin embargo, favorece mis ataques a distancia. Al fin y al cabo, el viento remueve la negrura de la negra seda de mi cabello. Movimiento que, a su vez, delata la dirección e intensidad del viento, la desviación con la que debo corregir el rumbo de mi disparo. Claro, que tras tantos años, incluso recogido, soy capaz de comprender la tácita información, aportada por los leves cambios en la disposición de mi pelo.
Los ojos se me cerraron. Las telarañas del cansancio fueron, poco a poco, atrayéndome hacia la dulce oscuridad de una noche que, cruelmente, amenazaba con abandonarnos. No obstante lo anterior, nuestro momento de alargada paz no tardó demasiado en truncarse. No, cuando, repentinamente, el sutil movimiento de los pelos que rodeaban mi oreja izquierda, comenzó anotarse demasiado, sin que Molduthus, de manera alguna, pudiera producirlo desde su posición. Revelando la existencia de una brisa inminente. Una brisa que, intuía, no era tal cosa. Y supe, sin margen alguno para la duda, que mis temores no eran infundados, cuando una amenazante exclamación animal, casi inaudible, acabó por ponerme definitivamente en pie.
Súbitamente, el intenso alarido combinado, de lo que se asemejaban a tres rugidos, acalló, de golpe, el relajante gri gri de los grillos, el escaso piar de los ruiseñores recién despertados, el ulular de los búhos, y el aullido de los lobos a una Argan resplandeciente. Luna que, en aquellos instantes, rozaba el azulado horizonte de poniente, perdiendo la notoriedad de su brillo nocturno, destacable en la negrura de las horas de descanso. En contraste, como era natural, con el lento e impasible incremento del brillo celeste. Alegre bienvenida a un nuevo día. Tal vez, el último que mi querido mago y yo, tendríamos ocasión de presenciar, antes de ser reclamados por la más absoluta oscuridad. Signo inconfundible, perteneciente a los espectrales dominios de los espíritus difuntos, con los que permaneceríamos durante un tiempo inexistente, eterno, inconmensurable… Hasta que Gedeón acordara, con los demás seres superiores de Eirea, el siguiente paradero de nuestras almas.
Me dispuse, presta, a despertar de nuevo a Molduthus. Esta vez, sin intención alguna de jugar a otra cosa, que no fuera a vivir un poco más. No hizo falta. Seguramente, el simulacro que confundía a nuestros posibles enemigos, acababa de ser destruido, o alterado, por algo enorme, desconocido. Tal vez, ni siquiera sólido. Cortando su vínculo etéreo con Molduthus, haciéndole saber al hechicero, que algo iba terriblemente mal. En lo que tarda un hipogrifo marrón en alzar el vuelo, dada la orden del paladín de Eralie que lo monta, el ilusionista se puso en pie, báculo y grimorio en mano. Con tanta agilidad como le fue posible, se colocó en el cuello sus cuatro gemas de poder, y empezó a recitar conjuros en antiguas lenguas. Los espejos aparecieron de tres en tres, hasta alcanzar la impresionante cifra de 15 imágenes idénticas. Todas ellas, rodeadas de auras de protecciones elementales, mayores y menores, envolviéndolos de una multicromática capa de defensas. A continuación, al grito de “Nergix Escudis”, un poderoso campo de energía violáceo se manifestó ante él, volviéndose transparente, instantes después de envolver a quien lo invocó. Un servidor invisible acudió a su llamada, presto para obedecer sus órdenes, y un enorme portal esférico, azulado, tenuemente brillante, húmedo, se abrió ante nosotros, dándole la bienvenida a un elemental de agua, presto para la batalla. Una vez todos los preparativos fueron cubiertos, me pidió que me colocara tras él. Al fin y al cabo, ambos sabíamos lo que se aproximaba. Y es que ninguno de los dos podría olvidar, jamás, el característico bramido producido por un dragón. ¡Al parecer, no se trataba de uno, sino de tres! ¡Un trío de bestias enormes, voladoras, capaces de escupir un aliento del que nada podíamos comprender! Aquello iba a ser peliagudo, sin duda.
Nuestras pesadillas se hicieron más acuciantes, cuando el templado clima, carente de brisa alguna, se tornó ventoso, al ritmo de los, cada vez, más próximos aleteos de la inminente amenaza. La fuerte y ensordecedora ola de viento, se tornó en un empuje huracanado, el cual arrancó árboles enteros del eólico impacto, obligándonos a cerrar los ojos y a agarrarnos, el uno al otro, para no salir despedidos, junto al derruido refugio de palos y hojas, ahora inexistente. Fue una suerte que aquellas enormes alimañas no arrastraran consigo, nuestras mochilas sin fondo, repletas de toda clase de pertenencias. Ya habíamos sido lo suficiente inteligentes como para ponérnoslas, antes de que todo aquello se volviera peor.
Repentinamente, el monstruo se hizo visible bajo las nubes. No se trataba de un trío de dragones, sino de uno solo. Uno, mucho más grande e imponente, que todos los wyrms negros y rojizos a los que ya había dado muerte, en un pasado no muy lejano. Su escamoso ser multicromático. El trío de cabezas, que le sobresalían de la parte superior y delantera del lomo, si es que este se podía identificar como tal. El triple hálito violáceo, verdecino y amarillento. Electricidad, ácido y fuego. Los tres alientos de la criatura. Como si sus garras, imponentes mandíbulas, enorme cola y afiladas garras no supusieran un problema de por sí.
Íbamos a morir. No albergaba duda alguna sobre nuestro sino. Lástima que no lo hubiésemos visto venir con antelación. Habríamos procurado que resultara más indoloro. Incluso, tal vez, nos habríamos marchado de aquel lugar, en búsqueda de algo más de tiempo para permanecer juntos.
Siendo aquel el que, sin duda, se convertiría en nuestro aciago destino, nos besamos y abrazamos, sin gozar de la más mísera ocasión para derramar ni una sola lágrima. Nos miramos a los ojos por última vez. El castaño de la fértil tierra, lista para recibir el abrazo de los bosques. El azul de los cielos, fuente de irrebatible calma para los observadores de lo nocturno. Ojos que, sin mediar palabra alguna, acordaron la inflexible indeterminación de luchar hasta el último aliento. Por nosotros mismos, pero sobre todo, por las gentes que, al parecer, sufrirían los estragos de una brutal masacre, si no les concedíamos el tiempo suficiente como para abandonar la cueva gnómica de Ak’anon, Ormeyon, y el antiguo poblado de Ormerak.
Molduthus se colocó ante mi, salvaguardándome del aliento de la bestia, con su bien surtido repertorio de protecciones e ilusiones, distrayendo la atención del dragón con sus poderosos hechizos ilusorios, alteradores y conjuradores. Yo tras él, ballesta duergar en mano y proyectil cargado, preparada para producirle a nuestro enemigo el mayor incordio posible. El destino nos reuniría próximamente en el mundo de los espíritus. Pero antes, lucharíamos. No tanto por nosotros, quienes ya estábamos condenados, sino por aquellos que, desafortunadamente, no eran capaces de defenderse. Unidos, aun sin pretenderlo, en la última voluntad de los Iris. Quizás, el gnomo no pudiese ser partícipe de la causa del clan, del que mis aliados pacíficos y yo formábamos parte, impedido por sus obligaciones, para con los gnomos amenazados por los adoradores de Seldar. En última instancia, tal nimia formalidad importaba bien poco, pues finalmente, todo se reducía a un único acto de heroísmo, del que los indiferentes dioses serían meros espectadores.
Sin embargo, el ser antinatural no se fijó en nosotros. Por alguna razón que desconozco, no le resultamos lo suficientemente apetitosos. Muy al contrario, y por mucho que nos costara creerlo, el inmundo ser, optó por conformarse con poco. Comportándose, como el simple depredador que era. Sus presas eran mediocres. Casi ridículas, para el tamaño de un ser tan descomunal. Por supuesto, tampoco íbamos a quejarnos. No fuera a ser que el animal cambiase de opinión, encontrando en las carnes de semi-elfa y gnomo, un suculento manjar de valor incalculable. El gigantesco dragón pasó rasante, ante nosotros, no derribándonos con sus alas de milagro. en su carrera aérea, cocinó a un enorme unicornio, del tamaño de tres caballos, devorándolo de un trago. Arrancó a un enorme jabalí del suelo, con sus garras, y lo hizo volar varias decenas de metros, hacia la bóveda celeste, antes de abrir los tres gaznates y recibirlo en la más central de sus fauces. El pobre lobo que lo siguió, fue alzado por los aires mediante una garra. Alzado vivo. Tras su última acometida, el que conoceríamos como Lessirnak, o como mínimo, el que sería denominado, de modo idéntico al de decenas de bestias similares, herederas del apelativo “Wyrm Infernal”, partió hacia el noroeste. Consciente de su inminente fin, el lobo que se serviría de menú, emitía aullidos lastimeros, casi suplicantes. Ruegos absolutamente inútiles, que se perdieron en la infinidad de la techumbre azulada, rojiza en el horizonte oriental, llenada de luces por el inminente amanecer. Y el dragón voló, hasta tornarse una negruzca mancha en los cielos. Impureza que, tan rápido como la arena es arrastrada por las olas, se fundió con la nada. Dirigiéndose, impasible, hacia el volcán del que procedía, levantando una nueva ráfaga de tormentosos vientos a nuestro alrededor. Arrojando a Molduthus al suelo por la intensidad del impacto, haciéndole perder el báculo e incorporarse a medias, aturdido. Mis reflejos volvieron a mostrar su relevancia infalible. Y es que, de súbito, vi venir lo que, con la furia de los bárbaros, se aproximaba hacia nosotros. Tan rauda como pude, me agaché a su lado, sujetándole la cabeza con ambas manos, protegiéndosela y empujándola contra la hierba, a la vez que me tumbaba sobre él, cubriéndole con mi cuerpo, con tal de que no le atravesara el fragmento de un tronco de abeto que, arrancado de la tierra por la impresionante ventisca, salió disparado contra nosotros, a la velocidad de una bala de cañón. Desintegrando, de una vez, los catorce espejos del mago, que no habían sido apartados de la trayectoria. El letal proyectil no nos rozó de milagro. Con la descomunal fuerza a la que venía hacia nosotros, ni siquiera el escudo de energía de Molduthus le habría salvado. Pasada la muerte sobre nos otros, me atreví a alzar la mirada, unos instantes, antes de volver a fijarla sobre el segundo amigo al que había estado a punto de perder. Contemplando como, a cien pasos de nosotros, un enorme ciervo, del tamaño de un camello, era destrozado. Empalado por el susodicho tronco, sin que hubiese dispuesto de posibilidad alguna para esquivarlo. Volando, ensartado en aquella lanza de la naturaleza, hasta clavarse en una roca, donde las tripas decidieron reclamar la independencia del inerte cuerpo del ensangrentado animal, nadando en una rojiza charca de despojos, hacia la libertad. Total, al caído comedor de césped, ya no iban a servirle de gran cosa.
El peligro había pasado. El dragón había dejado su huella en el terreno, aún acallados los murmullos naturales que, lentamente, volvían a adueñarse del bosque. La terrible amenaza se había esfumado, tan rápido como llegó. Sin embargo, nuestros corazones seguían latiendo con fuerza. Y es que todavía, asombrados por lo ocurrido, seguíamos tumbados en el suelo. Yo sobre él, todavía sosteniéndole la nuca entre las manos. Con menos fuerza, pues no pretendía causarle el dolor que, de modo inexplicable, le había evitado, a pesar de la espontánea actuación, al reaccionar de modo tan protector. Supongo que, en parte, gracias a que mis brazos le amortiguaron la caída contra la dura tierra verde, no sintió en su cabeza la dureza de un golpe, en su mayoría absorbido por las manos que le atrajeron hacia abajo. Completamente alerta, me hallaba preparada, para cuidar de él de nuevo, por si algo parecido, aunque improbable, regresaba para rematarnos. Me fijé en su rostro, contraído por el miedo que habíamos pasado. Barbudo, ojos marrones, en los que se reflejaban, sin duda, lo mismo que Molduthus debía estar atisbando en los míos. Una mezcla de emociones fuertes, entre las que sobresalían el terror por lo ocurrido, la congoja por el destino de los habitantes de Urlom, en un futuro, a todos los indicios lejano, y la alegría de seguir vivos. Si él vio aquella alargada y gigantesca forma de madera pasar sobre mí, yo la noté remover mis cabellos, como un arcano soplo de viento, a centímetros de destrozarme la cabeza.
Permanecimos varios minutos así, durante lo que tuvieron que ser unos quince minutos de reloj de Sol, antes de que me decidiera a dejar de aplicar fuerza alguna sobre él y levantarnos. Mirándonos fijamente, abrazados intensamente. Diluyendo nuestros temores en la mutua calma y en el éxtasis, si es que la imagen de tal aberración voladora había dejado un hueco para lo segundo.
_Al menos no se dirige a Ak’Anon. -Pensamos. Parece que al dragón, solo le interesa crecer. Tanto en tamaño, como en poder. Al menos, por ahora. Seguramente, en algún momento de su miserable vida, la bestia optará por intentar convertir las cavernas en polvo. Mientras tanto, es probable que, para entonces, los inventores hayan diseñado algún arma defensiva, de gran ingenio y tecnología. Un obús explosivo, capaz de destrozar un ala draconiana, de un solo golpe?. Un aparato para crear ondas de ultrasonidos de potencia descomunal, armado con la asombrosa cualidad de, tras un mísero disparo de segundos, tornar los bramidos de la criatura, en sangrientos borboteos, golpeando al dragón en las tres gargantas con la fuerza de un semidiós? Tal vez, un artilugio, mezcla de ciencia y magia, capaz de crear un escudo de energía infranqueable, alrededor de toda la cueva de los gnomos, haciendo de ella, el fortín más inexpugnable de Eirea? Difícil saber, cuál de las creaciones indicadas, si es que he acertado en mis sugerencias, será la afortunada. La primera que, recién creada, gozará del privilegio. La oportunidad de plantarle cara a la mole de tres cabezas que, con absoluta frialdad, acecha desde la empinada montaña de fuego que es Ormeyon. Quizás, llegada la hora de la verdad, los inventores no hayan logrado avances patentes, en la legendaria empresa de convertir una ciudad subterránea, en un repelente masivo de dragones. Solo el tiempo será testigo de lo que, más tarde o más temprano, deberá, o no, suceder en las tierras de Urlom.
Y fue de este modo repentino como, sin pretenderlo, conocimos al que, sin duda, sería el espécimen de dragón más temido de los reinos. En una de sus vulgares sesiones de caza, de la que el pavoroso Wyrm se alimentaba, al igual que las crías que, en un futuro próximo, habrían de sucederlo en su senda de horror. Y es que, llegado el momento en el que, como en múltiples ocasiones, le hostigarían algunos de los guerreros más valientes y ambiciosos de Dalaensar, el temido ser podía estar tranquilo. Se había asegurado, como era lógico, de preservar su legado hasta el fin de los días. Tal vez morirían las más pequeñas criaturas a su cargo. Se siente. Los débiles no tienen cabida en la vida silvestre. Sin embargo, con que sobrevivieran uno o dos de los dragones más crecidos, escapando a algún recodo incógnito, inexplorado, Lessirnak, el 195º de su nombre, se aseguraría de preservar la fama de cruel, desdeñoso, tacaño y mortífero que le corresponde a su predecesor.
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