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    • El ojo de Argos512
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      Te mataré

      Fue una semana compleja de definir. Agradable, desde luego, aunque el regusto amargo con sabor a odio fue gran parte de lo que quedó al final.
      Empieza esta historia el 15 de june de este año 158 de la cuarta era, como no podía ser de otro modo. Viajaba a Anduar a lomos de mi quimera, como es costumbre desde hace algunos meses. Ya hacía años que observaba las míseras condiciones de los perros abandonados por ciudadanos ricos sin escrúpulos, o bien por pobres que, desgraciadamente, no podían mantenerlos, mucho menos si carecían de recursos para ellos mismos. Por lo menos no decidieron emplearlos en su menú.
      Los druidas siempre hemos sido amantes de la naturaleza, casi desde el inicio de los tiempos. Hemos protegido los bosques, las llanuras, los montes, y hasta los más valientes se han atrevido a vigilar el bienestar de los desiertos naturales. Cuando hemos sacrificado a algunas plantas y animales con tal de alimentarnos o confeccionar equipos en beneficio de la guerra, en el caso de algunos aventureros que decidieron tomar partido en este conflicto generacional entre el bien y el mal, siempre hemos procurado hacerlo con cuidado, evitando sufrimientos innecesarios, y, como no podía ser de otro modo, buscando la eficiencia y la mínima explotación posible del entorno.
      Los animales domésticos no son una excepción, o al menos eso opino. Los gatos me preocupan realmente poco, pues su sentido de la orientación y su alta independencia cercana a lo salvaje, los hacen perfectamente capaces de valerse por sí mismos casi en cualquier medio. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de los perros que, por una razón u otra, han acabado en las calles, alimentándose de roedores y de la basura de los vecinos. Contrayendo horribles enfermedades en algunos casos, gracias al veneno y a las comidas podridas. Por lo general, aquellos que no perecen en semanas, no suelen tardar mucho más en hacerlo. Sin embargo, algunos logran adaptarse, y toman las calles como su propio hábitat.
      Tomé la decisión personal de ocuparme de darles una vida mejor. Propuse la adopción generalizada de estos animales por parte de nuestro pueblo al consejo de Thorin. Los Nyathor expresaron su desacuerdo con mi iniciativa, y es lógico. Un número demasiado elevado de estas criaturas en un entorno que no les corresponde podría ocasionar daños irreversibles en el ecosistema de la zona. No quería ser la causa definitiva de la destrucción de los bosques. Por ello he tenido que ponerme en contacto con algunas familias e individuos de la ciudad en los árboles que, gracias a su altruismo y a un buen suministro de recursos, podían hacerse cargo de unos pocos. Incluso el amor por los animales en ELoras me ha permitido simpatizar con algunos halflings y conseguir algunos hogares más para estos perros, traídos de Anduar y Keel en su mayoría. Desafortunadamente no puedo hacer mucho más por ellos. Eso creía, hasta el comienzo de la semana.
      No era el primero, tampoco sería el último. Cerca de la muralla norte de Anduar encontré uno nuevo. De pelaje gris moteado de negro, pequeño, bastante delgado. Alegre y juguetón a pesar de la complejidad de su situación. NO sé por qué, pero le cogí un cariño que no había llegado a tener con otros que ya había salvado. Le ofrecí algo de carne que había obtenido algunas horas antes, aprovechando la ayuda que había prestado a una partida de cazadores que se había cruzado con una enorme manada de lobos, y agua que traía en un odre, que siempre llevaba conmigo para ocasiones como esta. Mediante el conjuro de creación de agua logré refrescarlo y limpiarlo de la porquería de las calles, pues el calor de la estación del sacrificio había hecho ya mella en él. Una vez resuelto el asunto, recuerdo ccogerle en brazos y dirigirnos ambos hacia la muralla este, buscando algo que nos resguardara del todavía ardiente Sol de la tarde. Seguramente los que me observaron desde la seguridad de los muros interiores, o bien desde las cercanías a la capital del comercio, debieron pensar que estaba loca. Tal vez. Lo cierto es que asumí demasiados riesgos al quedarme tan expuesta a ataques de batallones del enemigo que no dudarían en rebanarme el cuello si tenían la ocasión, y no, los guardias de la ciudad neutral por excelencia no iban a intervenir, eso estaba clarísimo. De todos modos, ¿qué es la vida sin un poco de riesgo?
      Llegado el inicio del crepúsculo, tuve que regresar a mi hogar, no sin antes comprar algo de comida para el nuevo amigo que acababa de conocer. Aquella noche, mientras el viento me azotaba, entre el galopar de mi quimera, las escasas gentes de las calles, la largura del camino y las lunas y estrellas que alumbraban el cielo, decidí el nombre del canino: Grígol.
      La mañana siguiente regresé a la ciudad del comercio, tras colaborar con la recolección del fruto de las cosechas de Nimbor. NO me costó mucho volver a encontrarlo. Parecía que me hubiese estado esperando toda la noche. Grígol lucía algo más feliz que el día anterior, y aunque no puede sanarse casi nada en tan poco tiempo, me dio la sensación de que se encontraba algo más fuerte que antes de conocerlo.
      Esta vez decidí no volver a cometer la misma temeridad que el decimoquinto día de june. No quería acabar como obsequio del mal en un templo para Seldar u Ozomatli en el altar de alguna cruel deidad. Monté, perrillo en brazos, sobre la quimera y cabalgamos juntos a Eloras, a sus bosques. Ahí por lo menos estaríamos algo más seguros. No se trataba de un objetivo militar estratégico, por lo que no recibiríamos ataques. En todo caso, había amigos alrededor, así que estábamos protegidos en la medida en que eso es posible en tiempos de guerra.
      Contemplé como cazaba, y desde luego el animal había nacido para ser lobo. Los conejos podían ser rápidos, pero los superaba por mucho. Como no, tras hacerse con varias presas, acabó saciado. Volví a ofrecerle bebida de mi odre, y por si acaso, una nueva creación de agua tampoco le iba a sentar mal. A pesar de todo, no quise dejarlo en medio de ninguna parte. No sabía si podría adaptarse o no a vivir en entorno salvaje, por lo que antes del anochecer, volvimos de nuevo a las afueras de Anduar. Poco después volvería a partir hacia mi hogar, la morada de Astrion, quien en su benevolencia nos acogió a Fornieles y a mí en su techo hará ya varios años, a falta de uno propio.
      Dos días sucesivos transcurrieron de modo similar. Sin embargo, el sexto empezó con mal pie. Buscaba a un enérgico animal, y en su lugar me encontré a un malherido perrillo víctima de una pelea callejera con un gato. Mi amigo había ahuyentado a su contrincante, pero acabó terriblemente mal en el proceso. A los cuidados rutinarios se le sumó la magia curativa, que en pocos minutos lo dejó como nuevo. Agradezco haber aprendido los hechizos druídicos de curación. Si no fuera por los conjuros que uso desde mi niñez, muchos habrían muerto sin que hubiese podido hacer nada para evitarlo.
      Llegaron a la taberna del dragón verde rumores de que, la medianoche de mi regreso, una compañía enemiga de veinte lagartos incursores, dirigida por un poderoso mago transmutador, logró ignorar miles de efectivos del bastión del bien y traspasar la línea de lanceros cercana al camino a la puerta sur de Takome, dando pie al inicio de un asedio que acabó con la victoria de nuestro bando repeliendo al enemigo, aunque se sufrieron muchas bajas entre los nuestros. Por ello opté por dirigirnos a Kattak en vez de a Eloras. Prefería que estuviésemos en un poblado algo más protegido, por si se repetía algo parecido. Además, en el bosque nuevo había comida de sobra.
      Fue un día bastante agradable y productivo. Cumplí con varios encargos de la mandona y borde secretaria de la ciudad. No es que me haga feliz el dinero, pero seamos sinceros. Todos necesitamos senseres básicos. Comida, ropa y sí, armas y armaduras también. NO olvidemos que estamos en guerra. Como ciudadana de Thorin, miembro de la Alianza del Bien y fervorosa cruzada de Eralie, me siento en la obligación de prestar mis servicios y recursos a la defensa de lo que es mejor para la vida. Como aún no estoy preparada para combatir, mi única forma de contribuir es mediante la realización de tareas de abastecimiento para las ciudades y el ingreso de alguna cantidad monetaria, por ínfima que sea, a las arcas de mi ciudad para que puedan seguir manteniendo al ejército que nos protege del desastre. Y sí, tras el deber, hubo juegos. Grígol y yo acudimos al bosque nuevo. Le animé a cazar. Recibió los cuidados habituales, e incluso jugamos a lanzarnos el palo el uno al otro. Sí, lanzarnos, ambos. Yo también debía recoger los que me tiraba Grígol y dárselos. Por unos preciosos instantes sentí que nada importaba, que todos los problemas se reducían a la nada, que la guerra en Eirea no estaba teniendo lugar en realidad.
      A punto de ponerse el Sol, emprendí junto a la quimera y Grígol el camino a Anduar. Aquel día quedó claro que aquel perro y yo teníamos un vínculo especial. No trataría de convencer a nadie para que se quedase con él, sino que me haría cargo personalmente. No sabía si Astrion y Fornieles estarían de acuerdo, ni tampoco tenía ocasión de conocer lo que pensaban en poco tiempo. Ya hace algunos meses emprendieron un viaje a tierras remotas, cada uno por separado, y aún no han vuelto. No obstante, estoy segura de que están bien. Cuando estén de vuelta seguramente pueda hablar con ellos del asunto, pensé. De momento podía seguir ocupándome de él como hasta ahora.

      Aquellos fueron los pensamientos que corrían por mi mente al ritmo de la brisa, bajo el brillo de las estrellas, Argan y Velian durante mi regreso a la ciudad en los árboles por el camino de Thorin. Sin embargo, todo estaba a punto de resquebrajarse.
      EL 22 de june, como otros días a lomos de mi quimera, recorrimos la Senda del Alba, el Camino de Earmen y la Meseta Oriental, arribando a la ciudad tras varias horas de incesante y agotador galope, cuando apenas asomaban los primeros rayos de Sol. Sí, me había despertado temprano. Estaba ilusionada por verlo de nuevo, aunque en poco se me quitarían las ganas. Lo busqué por la muralla occidental de la ciudad, llamándolo, como siempre, pero no acudía. Me temí lo peor y, como no, acerté. Allí estaba. Grígol había decidido cambiar de color. Ahora en vez de gris y negro, también se había bañado en un intenso rojo sangriento, aunque el disfraz le hubo salido mal porque el suelo quedó igual. Y cómo no, también estaba entre los cambios de aspecto una barriga atravesada hasta el lomo por una lanza.
      Bajé de una de las tantas quimeras que se llamaban Veregor, y me acerqué corriendo al animal. Ya era tarde, había muerto. Posé las manos en el suelo desesperada, y multitud de árboles y arbustos pequeños aparecieron rodeándonos. Tras un largo ritual, multitud de verdes hojas se arremolinaron alrededor del cuerpo de la criatura. Obviamente no hubo efecto. Hacía mucho tiempo que el espíritu abandonó este mundo, por lo que no pude hacer otra cosa que abrazarlo y llorar en silencio.
      De repente escuché un aullido de dolor, y otro, y otro, y gritos desgarradores, bastantes más. Observé ante mí. Una figura armada con una pesada armadura y una espada, acompañada por un caballo esquelético, estaba dejando tras ella multitud de cadáveres de perros y personas, tiñiendo la carretera de rojo. AL instante comprendí que, fuese quien fuese seguro que estaba relacionada con la muerte de Grígol.
      Empecé a seguirla furiosa, adarga en mano, acompañado de mi quimera. Estaba lejos, pero cada vez había menos pasos entre nosotros. Entre la pesadez de la armadura y el rastro de sangre que dejaba a cada paso, la forma no dejaba de perder terreno; hasta que finalmente la alcancé, llamando con un grito su atención.
      Ante mi presencia, la figura se giró, por lo que impresionada pude contemplarla en su plenitud. Era una luchadora, y a juzgar por los escasos rasgos que se dejaban ver a través de su armadura, debía ser una hermosa mujer humana, particularmente de subraza dendrita. Estuvimos apuntándonos con odio durante unos intensos minutos. Todo lo que averigüé es que se llamaba Shorynh, una soldado raso de Galador, actualmente fuera de servicio y en período de prueba, lo que explicaba que hubiese venido sola, algo poco común entre los alistados a un cuerpo tan estricto como lo es el Ejército de Dendra. Ni siquiera entre sus vecinos se aprobaba el sadismo con el que mataba todo lo que le venía en gana sin ningún atisbo de emoción. A pesar de todo, nada podían hacer con ella, puesto que tampoco acababa con la vida de nadie si sus acciones perjudicaban legalmente su estatus con Dendra o los aliados del imperio. No cumplía con todos los mandatos de Seldar, aunque como era ignorada por el favor de este dios, pues como que no le importaba desviarse del código de su religión en absoluto. No demasiado tampoco, no fuera a ser que pasara a ser víctima en vez de verdugo, pero ahí queda su discrecionalidad. No es asunto mío lo que haga con su penoso modo de vivir. Recuerdo las palabras, alguna vez pronunciadas, por el sacerdote Ruthrer hace tiempo. Nadie puede matar porque sí, ni siquiera Seldar o sus seguidores. Me parece que estuve ante la primera persona que, con total desdén, ponía en duda tal afirmación.
      Tenía ganas de destrozarla, quemarla viva, empalarla como ella había hecho con Grígol, pero antes de que pudiese hacer nada, se montó en su esquelética montura. Traté de hacerla caer, pero el aguijón de mi quimera no produjo efecto alguno en la carcasa de huesos vivientes. Sonriendo con sarcasmo me preguntó si me había gustado ese regalo, cortesía de la famosa anti-paladín Dirmahin. Pocas armas podían hacerle daño. No pude seguirla, y antes de que pudiese reaccionar, partió al galope, perdiéndose entre las colinas de Ostigurt. Me quedé fija mirando al frente, observando cómo la figura del caballo y su jinete se desvanecían poco a poco en la lejanía. Una única idea, fugaz y destructiva como un relámpago, pasó por mi mente en ese instante:
      Shorynh debe morir.

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