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    • El ojo de Argos512
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      Mucho más que saqueadores.

      Parte I.

      1. La muerte es un manto de silencio.

      Las empinadas paredes del desfiladero eran sobrevoladas por una bandada de cuervos que, testigos de la masacre, aguardaban pacientes a que los últimos pereciesen, en aras de un suculento banquete de carroña. El cielo del atardecer era oscuro. La luz solar no alcanzaba a los caídos, ya que entre rocosas paredes de más de 100 varas de altura era imposible que se alzara el Sol del ocaso. Era pues, destino inevitable, el que las sombras, y la todavía caliente sangre de sus congéneres, fuesen la última compañía de la que el enano gozaría, en sus últimos y escasos minutos de vida. SI es que llegaba a durar tanto, por supuesto.

      Desperdigados en más de 50 metros a la redonda, yacían, impasibles, los restos de carruajes saqueados, caballos carbonizados, miembros cortados y armaduras oxidadas recubiertas de escarcha, como testigo de lo que en aquel lugar había ocurrido recientemente. Avanzaba la comitiva, compuesta por más de 20 enanos y gnomos, procedentes de las ponientíes tierras de Kattak y Kheleb Dum. Los carruajes traqueteaban, al ritmo que marcaban los guijarros de aquel tortuoso sendero. Los caballos, acostumbrados a caminar por entre las más rocosas sendas en montes de notable pendiente, a penas notaban los estragos que los comerciantes, y la escolta de Khazad Dum Uzbads, sufrían en sus duras posaderas. Duras, mas no flexibles, pues a lo único a lo que estaban acostumbradas, al menos en su mayoría, era al duro y gustoso trabajo del picador de piedra y, en el caso de aquellos más intelectuales que formidables, al duro oficio del inventor, que tantas vidas se ha llevado entre explosiones y accidentes de lo más absurdos. No sin beneficios, desde luego. Al fin y al cabo, ha sido gracias a los gnomos, entre otras razas más intelectuales que diestros en lo físico, que las civilizaciones de Eirea han logrado avanzar en tecnología. Al menos, un poco. Sin embargo, deberían preguntarle al pueblo pesquero de Alandaen, qué opinan los marineros con respecto a aquella máquina para crear mareas de hasta tres metros y medio de altitud. Quizás, y solo quizás, sería conveniente que se emplearan campos de pruebas más seguros. Al fin y al cabo, lanzar toneladas de agua sobre una isla desierta no va a hacer daño a nadie. Realizar la misma acción sobre una ciudad abarrotada de transeúntes hasta los cimientos…. No creo que los resultados sean tan agradables.

      Mas dejémonos de elucubraciones y quejas sin sentido, destinadas a ser oídas por absolutamente nadie. La caravana, repleta de oro y joyas, avanzaba hacia la próspera capital del comercio. Sin prisa, pero sin pausa. Por entre los verdes senderos, flanqueados por el joven bosque nuevo. Por entre las antiguas ruinas de la vetusta preKattak, ahora convertida en un amasijo de piedras y más piedras. Entre las irregulares e imponentes paredes del desfiladero Leherdavel. El clima no era el más afortunado. No obstante, no se preveían lluvias, pues las nubes, aun abundantes y conformadoras de un manto de gris, no parecían lo suficientemente gruesas como para ser capaces de desatar una tormenta inminente. No obstante, la oscuridad, como es saber de la plebe, no es, sino el refugio perfecto para los bandidos. Tal vez, incluso para peores engendros humanos, y no tan humanos. Tal opinión fue expresada por el sargento Thramdir Ethengard, al frente de su reducido pelotón de guardias de piedra, conformado por unos veinte robustos enanos que, sin dificultad, sostenían sus afiladas hachas como si de una mera extensión de sus brazos se trataran.

      Los soldados que le acompañaban sabían que sus intuiciones rara vez eran erróneas, por lo que, a la orden de «Soo», todo el mundo se detuvo. Lo que hasta hace poco eran bromas y promesas de una fiesta sin parangón, en recompensa por el trabajo bien hecho, mutó súbitamente en un silencio descorazonador, roto tan solo por el silbante viento que, con el característico frío del invierno, atentaba contra los huesos de aquel grupo, provocando temblores, no motivados únicamente por el helor de la ventisca de los cañones. Aquello iba a complicarse de modos inimaginables. Incluso los caballos eran conscientes de lo que se les venía encima. Y cuando un equino se quedaba quieto, cuan estatua de marfil,, como bien les habían explicado los escasos pelegrinos eldorenses, algo iba seguramente mal. Muy mal.

      1. La emboscada.

      Cayeron de súbito, sin preludios ni advertencias de algún tipo. No hubo gritos de batalla, ni el desenvainar de los aceros. Un rayo de energía surgió de entre las piedras del norte, golpeando un carruaje con la contundencia de un relámpago. Los enanos que en él se cobijaron prendieron como antorchas. Los corceles se encabritaron, aumentando la confusión y las muertes, aplastando a los gnomos desafortunados bajo el hiriente peso de la carne ardiente. Un puñal surgió de entre las sombras y, sin contemplaciones, se coló por entre los escasos agujeros de una coraza de mithril, impactando directamente en la espina dorsal del desafortunado guardia de piedra que formaba a la izquierda de Thramdir. Este se desplomó entre espasmos y, entre espumarajos blancos, señal de un veneno mortal, la sangre negruzca del desgraciado abandonó el cuerpo del agónico guerrero por una boca desencajada, a partes iguales, por la sorpresa y el terror.

      El sargento se giró, presintiendo la muerte y, con la adrenalina que otorga el combate, y emitiendo un grito de batalla y furia por su amigo caído, arremetió directamente contra un guerrero orco, armado con dos cimitarras, afiladas como los dientes de un wyrm negro. El hacha de metal atravesó el pecho del hercúleo ser con la potencia de un martillo descargándose sobre un yunque, haciéndole caer muerto casi al instante, manchando la tierra de rojo. El noble Ethengard extrajo el hacha del cadáver y, sin premura, se incorporó a la batalla con sus compañeros, quienes habían empezado a responder, como bien mostraba el cráneo de semi-drow, separado del cuerpo de quien había apuñalado a uno de los mejores amigos de Thramdir.

      El sonido de las hachas, los puñales y las cimitarras entrechocando no se hizo esperar. Los gnomos de la comitiva tampoco se  acobardaron y, armados algunos con trabucos, y otros con báculos, respondieron al ataque, con certeros saetazos y bolas de fuego arcano. Las últimas, mucho más ilusorias que reales, aunque no por ello eran menos letales que las verdaderas esferas ígneas que habría creado un diestro evocador.

      La resistencia de la caravana era respetable, pero los enemigos acudían en oleadas, sedientos de sangre, oros, joyas y quién sabe qué más. La mayoría de aquellos desalmados renegados, surgidos de la nada, perecía en cuestión de segundos, víctima de algún hachazo, golpe de martillo, disparo de saeta, o a causa de algún hechizo, pero de vez en cuando alguno de aquellos maleantes lograba alcanzar su objetivo, acabando con alguna vida inocente. Fue en ese instante, cuando parecía que la amenaza había pasado, cuando el hielo  arcano, brillante y azulado como un fuego fatuo, alcanzó a decenas de gnomos y enanos, congelándolos al instante. Pocos segundos después, una poderosa ráfaga de energía, temible como una onda expansiva, resquebrajó aquellos cuerpos fríos, como si siempre hubieran sido meros bloques de hielo, rompiéndolos en afilados fragmentos que. A continuación, y sin ofrecer pausa alguna que sirviera como tregua, el hechicero aglutinó todas aquellas pequeñas lanzas en una esfera puntiaguda, como un enorme erizo, y sin contemplaciones, arrojó toda aquella amalgama de gélidos cristales cortantes en todas direcciones, atravesando armaduras, rompiendo escudos, destrozando protecciones mágicas como si estuvieran hechas de mantequilla. Llevándose, de paso, a muchos más gnomos y enanos por delante. Apagando, de un plumazo, tres cuartas partes de las vidas que conformaban la compañía constituida por Thramdir y los suyos.

      1. Espíritu enano.

      La potencia del deslumbrante fulgor arcano obligó a los supervivientes a cerrar los ojos durante unos instantes. Cuando Thramdir logró recuperarse, la imagen que avistó ante sí le hizo comprender que el fin estaba cerca. Un alto humano, delgado como una ramita de un árbol, pero letal como la mismísima fuerza de la tierra. Embutido en ropajes negros como el ébano, y cubierto por una capa negra como el carbón, aquel ser de rostro demacrado, desde el cuál, unos tétricos y fulgurantes rubíes lo observaban todo con sádica satisfacción, sostenía un báculo y un grimorio. Sonriente, mostrando una dentadura podrida como los cuerpos sepultados entre nichos milenarios, el necromante avanzaba sin prisa, precedido por tres espectros armados con guadañas.

      _Será un placer someter vuestras almas a mi voluntad. No os preocupéis, estúpidos vivos. Vuestra penitencia como siervos de mi persona no durará eternamente, mas terrible será vuestro tormento, si osáis enfrentaros a mi. No os resistáis, y todo acabará en un suspiro. -Tales fueron las palabras roncas de aquel mago negro.

      Thramdir y sus cuatro compañeros, vivos, pero heridos salvo en el orgullo, se irguieron tambaleantes, pero dispuestos a luchar hasta el final. Tanto por su pueblo, como por los gnomos que se habían convertido en sus amigos. El sargento ordenó, con voz imponente y firme, a los restos de la comitiva que retrocedieran. _¡Volved a casa, hermanos! ¡Explicadle a Durin lo sucedido!

      Los miembros de la destrozada caravana no objetaron nada en contra. Tan rápido como les permitían sus piernas, los pocos gnomos y enanos que no yacían en el suelo emprendieron el camino de vuelta, poniendo pies en polvorosa. El mago empezó a conjurar para deshacerse de aquella escoria asustadiza, pero tuvo que interrumpirse cuando Godril, el segundo más diestro en la lucha, después de Thramdir, arremetió contra él, destrozando varias de las pieles de piedra que le protegían, haciéndole retroceder varios metros por el impacto. Sin embargo, tal hazaña no salvó al valiente, quien, antes de tener tan siquiera la oportunidad de alzar su martillo a modo de escudo,  fue decapitado por uno de los espectros que, raudo como una ola rompiente contra la costa, había volado hacia el guerrero, cuando este se hallaba absorto en la tarea de deshacerse de aquella molestia arcana.

      Quedaban solo cuatro. Se dijo el sargento para sí. Y sin mediar palabra, pues la coordinación entre aquellos Khazad Dum Uzbad apenas requería algo más que sutiles señas, atacaron todos al hechicero oscuro. Thogran se abalanzó con bravura contra los espectros. Sabía que iba a morir, y que su hacha corriente de hierro poco podría hacerle a una masa ectoplásmica, mas no era su objetivo eliminarlos. Por lo contrario, tan solo pretendía distraer a los espíritus para que los demás se ocuparan del mago negro.

      Tres quedaban en pie. Tres, y el que perecería inevitablemente en poco segundos. Uno de los soldados restantes se colocó tras el hechicero, que trataba de abatir a Thogran mediante proyectiles que le rozaban, pero que no hacían mella en la voluntad de aquel luchador. El golpe repentino volvió a pillar por sorpresa al necromante que, viendo sus pieles de piedra reducidas considerablemente, se enfureció sin remedio, acabando con la vida de aquel que le había atacado, mediante un rayo eléctrico que le hizo convulsionarse como trucha recién pescada.

      Dos. Se dijo Thramdir. Thogran al fin había sido alcanzado. No una vez, sino más de tres. El valiente sangraba por múltiples heridas. El costado izquierdo era un reguero rojizo. Una fuente que simbolizaba una vida más que iba a perderse. El brazo desgarrado le dolía como mil cuchillos clavados en las partes nobles, y la pierna izquierda en poco dejaría de resultarle de utilidad. Aun así, el enano continuaba su labor. Parando y esquivando tajos de guadaña. Asestando golpes que, si bien no hacían mella en aquellos engendros muertos, sí les aturdían momentáneamente, al tiempo que les obligaba a retroceder a causa de la inercia.

      El último amigo del noble enano arremetió, con cuerpo y hacha en mano, contra el necromante desprevenido. Destrozando, por fin, todas las pieles de piedra que le protegían. Sin embargo, cuando el hacha tocó hueso, un aura violácea empezó a cubrir el cuerpo del rey de los muertos, y del enano al mismo tiempo. El segundo vio, entre atónito y aterrado, cómo la herida infligida en el muslo del mago se le replicaba. Estaba ante los fatídicos efectos provocados por un sortilegio de ojo por ojo. Y tal fue la distracción que necesitó el mago, ni una más ni una menos, para convertir al derrotado guardia de piedra en una escultura de hielo, gracias a un sortilegio de cono de frío,, y destrozarlo como taza de cerámica reventada contra el suelo. Mientras tanto, y de un modo tan asombroso como casi sobrenatural, el guerrero encargado de distraer a los espectros, aún seguía en pie. A duras penas. Eso era indiscutible, mas con la cantidad de cortes que había recibido, lo normal era que ya hubiera mutado en un guiñapo de sangre , huesos y carne desmembrada. Claro que la fortaleza y bravura de los enanos no podía calificarse de normal, ni mucho menos.

      Thramdir, consciente de que era el único en pie, y de que él era el único muro que se interponía entre aquel macabro nigromante y los pocos gnomos y enanos que habían logrado escapar, se encomendó a Eralie, pidiendo paz para las vidas que se habían perdido. Rogando al todopoderoso, para que los supervivientes de aquella desarticulada comitiva siguieran siéndolo. Acto seguido, frotó con su dedo pulgar el anillo de obsidiana que lucía en el índice de su mano diestra. Este empezó a chisporrotear y, apuntando al mago, dejó que el poder de su anillo antimágico se desatara, destrozando todas las protecciones arcanas que envolvían al mago. Absorto como estaba en eliminar al adversario de sus fieles compañeros espectros, el arcano no se percató de que sus defensas flaqueaban. No, hasta que fue demasiado tarde. Con tanta agilidad como le fue posible, que no era mucha, se giró hacia Thramdir, mientras empezaba a formular un hechizo de proyectil mágico. El sargento de aquel destrozado ejército Balanceó su arma y, con sus últimas fuerzas, lanzó su mortal hacha contra el pecho descubierto de aquel mago, al mismo tiempo que el hechicero lanzaba su proyectil de energía. El impacto de la ráfaga mágica provocó varios cortes graves en el pecho del soldado. El hacha de Thramdir atravesó de parte a parte al mago quien, con el pecho abierto en canal y la espalda destrozada, con la columna partida en dos, cayó hacia atrás. El necromante emitió lastimeros gorgoteos durante eternos segundos que, indudablemente, se le hicieron largos como días. AL fin, su mirada de ojos rojos se perdió en la infinidad del cielo, junto a los espectros que, sin más, se convirtieron en polvo, desvaneciéndose como cenizas llevadas por el viento. El enano, tumbado, ensangrentado hasta el último pelo de su admirable barba, dolorido y herido de muerte, se volteó, no sin dificultad, y observó a su amigo caído. Aquel que había combatido valientemente contra los espíritus inmortales. La mirada de ambos se encontró, instantes antes de que los ojos de confidente del sargento perdiesen todo su brillo, y en una sonrisa de complicidad, comprendieron que podían morir tranquilos, sabiendo que su sacrificio había salvado a decenas de inocentes.

      1. La luz de poniente.

      La aureola azulada que envolvía el cuerpo de aquel murciélago, sanando las heridas producidas por una enorme astilla, al fin se fue disipando. El pajarillo, si es que tal nombre era digno de un ser negro como la noche, acarició al druida que le había salvado con el ala diestra, ahora sanada por completo, y sin más alzó el vuelo, perdiéndose en el horizonte.

      Eriloin se desplazaba lentamente, a lomos de su quimera. Le apetecía visitar, una vez más, los bosques colindantes con el reino de Kheleb Dum y, de paso, ansiaba ver si podía echar una mano a aquel pueblo con alguna plaga de criaturas, extraplanares, oscuras o muertas, que atentasen contra el ciclo, o si por lo contrario podía dedicarse a resucitar una parcela del bosque moribundo u ofrecer curación y energías a un grupo de comerciantes. En efecto, nada le impedía realizar todas aquellas tareas, pero era menester llevarlas a cabo en su justo orden. Lo primero era el cuidado de los bosques y la vida.

      Las reflexiones del Archiereo guardián de la foresta se vieron interrumpidas, cuando un brillo conocido se manifestó ante sí, al oeste. Por la lumbre que despedía lo que debía ser, sin duda, una fuente de poder arcano, estaba claro que ahí pasaba algo. Entre las pedregosas, elevadas y empinadas paredes del desfiladero Leherdavel.

      _Ya estaban con las guerras otra vez. -Reflexionó Eriloin para sus adentros. Siendo las razas homínidas, las únicas que pueden gozar del privilegio de vivir en armonía unos con otros, sin la imperiosa necesidad de supervivencia que mueve a todos los seres vivos, no se les ocurre otra cosa que pelearse por razones sin sentido. En fin, había combates en los que no intervenía, pues los asuntos entre dioses, consideraba, no eran más que una manifestación más del ciclo vital. Sin embargo, motivos mucho más horrendos sí que eran totalmente injustificados. Más aún, si causaban la muerte de aquellos que no querían verse involucrados en nada.

      Y con tal idea en mente, dispuesto a averiguar si era mejor hacer algo, o simplemente dejar que el conflicto pasara para curar a los que aún siguieran vivos (a no ser que tales individuos constituyesen lo peor de cada raza), el druida arengó a su montura, no sin antes formular un sinfín de salvaguardas protectoras sobre sí mismo. El superpredador sangre verde no necesitó más señal que aquella. Raudo como un guepardo, emitió un rugido, similar al de un león de poderosas zarpas y espíritu salvaje, e inició su galope hacia poniente, dispuesto a ayudar a su fiel compañero. Un pequeño aullido se hizo oír por las cercanías, acompañando al bramido del híbrido de Naphra y Ralder. En pocos segundos, Lobito, el pequeño perro que siempre seguía al protector del bosque en sus aventuras, se incorporó a lo que la vida tenía reservada para ellos más adelante.

      1. Magius deux curato.

      EL dolor remitía. Los ojos se le iban cerrando. Los demás sentidos se abotargaban, e incluso las piedras parecían perder su tacto de costumbre, tornándose más lisas de lo que debían ser en realidad. Tal vez las rocas se calentaban. Quizás, era su cuerpo el que se enfriaba, como le sugería un tiritar leve pero incesante. Pronto acabaría todo. Se dijo Thramdir Ethengard. Contemplaba un cielo, cada vez más azulado y despejado, por cuya superficie empezaban a asomarse, con tímidos destellos, los titilantes astros más pequeños y lejanos.

      Un agua extraña lo bañaba. Lo acogía en sus brazos. ¿A caso se trataba de roja cerveza? Extraño era su color. Desagradable, su sabor, muy diferente al regustillo amargo de la cebada. Más extraño era que en vez de entrar a su boca saliese de ella. No importaba. Estaba demasiado aturdido como para entender lo que significaba todo aquello. Lo único que sabía, con total certeza, es que la muerte estaba próxima. No habían pasado más de dos minutos desde que el nigromante había sucumbido, atravesado por su hacha. Aún le duraba el orgullo por haber protegido con éxito a los suyos.

      El entrelazado de pensamientos que fluía por un cerebro cada vez más aletargado se interrumpió de súbito, cuando un rugido cercano rasgó el desfiladero con una potencia sin igual, capaz de despertar incluso a los muertos. EL guerrero se levantó como pudo, que no fue mucho. NO consiguió más que ponerse de rodillas y voltearse hacia el sonido. Lo que avistó ante sí, a través de una nublada visión, como la que uno tendría a través de unos anteojos empañados, le resultó tan sorprendente como inquietante. divisó una extraña criatura hexápoda, verde como el césped y repleta de tentáculos que, como un caballo a galope, parecía dirigirse hacia él. Sobre la figura montaba una extraña silueta borrosa, del tamaño de un hombre, envuelta en un aura luminosa. Sostenía algo similar a un bastón, del que surgía una esfera de luz, cada vez más potente. Y aunque no podía distinguirlo con claridad, intuyó que aquella extraña pareja tenía, adicionalmente, un pequeño bulto blanco como compañía. Un conejo, quizás? ¿Tal vez, un perro? Lo único que comprendía, es que una mancha blancuzca, cada vez más próxima, se movía a gran velocidad, caminando sobre dos desdibujados pares de patas. Una cola pequeña se bamboleaba tras él, de derecha a izquierda y viceversa, en un desplazamiento que, durante unos segundos de llevó a un estado de trance.

      Un súbito pinchazo a la altura del corazón le hizo retorcerse y desplomarse hacia adelante. Y cuando la oscuridad, finalmente, estuvo a punto de reclamarlo, acogiéndolo en un abrazo de negrura, el caído Khazad oyó una oración incomprensible, pronunciada en una voz grave y serena, antes de que una luz blanca, brillante como el astro rey al mediodía, aun sin ser molesta, le inundase el cuerpo desde los pies hasta el último cabello de su maltrecho cráneo.

      Repentinamente, el sin fin de molestias que atentaban contra su cuerpo empezaron a remitir, a un ritmo lento, pero imparable. No como minutos antes, en los que el cansancio superaba con creces al dolor. Tanto el agotamiento como su malestar empezaron a desaparecer de modo gradual, cada vez más rápido, a la vez que sus heridas se cerraban, sin tan siquiera dejar una mísera cicatriz. Como si jamás hubieran existido. La pérdida de sangre iba revirtiéndose, como si todo lo que hubiera perdido el enano en cuanto a fluidos derramados por el suelo estuviera regenerándose, a causa del capullo de luz blanca que lo bañaba por completo. Capullo acompañado, como no podía ser de otro modo, por un agradable tintineo, similar al de un agudísimo y apacible gong, que llenaba de paz el alma de quien se estaba recuperando, con la delicadeza de quien vierte lentamente un zumo de naranja recién exprimido sobre una copa de cristal, que en breve servirá a su único hijo.

      La lumbre fue desvaneciéndose poco a poco, tras haber sanado por completo el cuerpo del enano, mas aún invadía a Thramdir una cierta fatiga. Al abrir los ojos levemente, se encontró rodeado de un verdor que juraría, hasta hace escasos segundos no había estado ahí. Las pequeñas hojas de los arbustos y la hierba que lo rodeaba y acunaba como un lecho empezó a moverse, animada por una ululante brisa agradable que, al contacto con su piel, le fue otorgando una vitalidad que no recordaba haber experimentado en su vida.

       

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