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Inicio › Foros › Historias y gestas › Muerte a los Espias
En la ahora obsoleta sala del consejo inquisitorial, Zerb estaba sentado en uno de los cinco sillones, con un librito en las manos, inmerso en una lectura concentrada. Después de unos minutos, un empujón en su hombro lo sacó de su trance literario. Era Rakmet, el mismísimo Heraldo de la Inquisición de Seldar: un anciano de piel cobriza y ojos profundos. Hizo que lo siguiera a la sala común, alegando que tenía para él una importante misión.
Aquí me tienes, Heraldo Rakmet. Ahora podría usted informarme qué podré hacer por la Inquisición? – Preguntó el Alto Inquisidor, mirándolo fijamente.
-El archiprelado siempre necesita que la Inquisición se mueva y yo aún soy el portador de sus mensajes- explicó Rakmet, suspirando profundamente.
-Actualmente hay muchas misiones pendientes que yo asigno a los Inquisidores que considero oportunos.
Hablaba Rakmet haciendo algo de esfuerzo mientras caminaba lentamente por la sala. Su voz ronca se podía escuchar por toda la habitación.
Le explicó al Alto Inquisidor sobre el culto al lujo: Un grupo de adoradores de los vicios ocultos y los excesos esparcidos por la ciudad y sus alrededores. Zerb oía atentamente a Rakmet.
-Nada de amiguismos ni de torturas bondadosas, destrúyelos- ordenó.
Y ve con mucho cuidado, si se ven descubiertos huirán.
-Afirmativo, señor. En nombre de la gloriosa Inquisición de Seldar, estos infectos gusanos conocerán de hoy para mañana su fin- dijo Zerb, asintiendo con la cabeza.
Así partió Zerb: En una mano su cetro y en la otra su amuleto: La calavera de Seldar, símbolo sagrado, terror de los infieles, para cumplir esa sencilla pero honorable misión. Le hiso una respetuosa reverencia al Heraldo de la Inquisición y salió de la habitación.