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Hastiado ya de apartar el molesto fango de sus grebas, las botas las daba por imposible, a cada paso, se internó en el lodazal, perdiéndose entre la espesura de la vegetación, guiándose por la tenue luz de una Argan creciente que proyectaba pequeños haces entre el follaje.
Al sureste, no lejos de allí, el océano continuaba su eterna pelea con las costas de Dalaensar, dejando un perenne aroma a sal en el ambiente, tan solo enturbiado por la podredumbre que parecía venir de la zona más oriental del reino.
Haciendo valer su espada, apartó finalmente el grueso de la maleza y algún que otro junco y se dirigió al norte, donde parecía adivinarse una senda “enmoquetada” de musgo, entre lo que podría ser un antiguo cauce fluvial a medio secar. De repente, unas presencias supraterrenales rodearon a Thairanur, que, sin demorar su reacción en exceso, tomó su viejo Martillo del Divino Redentor y con dos ligeros movimientos golpeó a sus oponentes, dejando tras de sí una estela en forma de cruz y un fulgor divino apenas perceptible. No fueron los únicos en fenecer ante el poder de la luz, fue una velada productiva para un arma de tan bella factura, que normalmente se encontraba relegada al fondo de su zurrón de pertenencias, pero que cobraba gran importancia en empresas como ésta.
Tras deshacerse, no sin dificultad de la molesta visita, así como adentrarse más si cabe en los movedizos terrenos, se encontró ante una especie de majestuosa construcción semi-ruinosa, custodiada por una suerte de guardias fuertemente armados. Apuró mentalmente sus opciones y decidió que atacando el flanco este de sus defensas, la ventaja sería suficiente para salir indemne de la primera acometida y después… “después que sea la espada quien guía mi camino –pensó-“.
Con gran desempeño y no exento de fortuna, logró que los aguerridos combatientes volvieran a su reino de muerte y olvido, encontrando entre sus restos unas curiosas armas que llamaron su atención, tomándolas para examinarlas con detalle a su vuelta. Continuó internándose en lo que a todas luces había sido cuna de una evolucionada civilización que, por las dimensiones y el estado de las estructuras, debió de pertenecer a la anterior era y exceder las medidas propias de un humano bien dotado. Con cuidado, para no deteriorar cualquier valioso indicio que corroborara su teoría, fue examinando en detalle las inscripciones que presentaban los muros de los edificios de mayor tamaño, que mostraban una serie de patrones repetitivos, con una especie de marcas de garra de animal, sobre lo que parecían ser olas de mar. Ayudándose de sus avanzadas nociones de la lengua lagarta, consiguió identificar parte del significado de las mismas, anotando en su libro de viaje una breve reseña.
Viendo que el día lo sorprendería en territorio hostil, decidió desandar el camino, deteniéndose junto a la entrada, donde había hecho frente a los “guardias”, de donde parecía brotar una emanación de poder divino que no había percibido con anterioridad. Una presencia que se le antojaba extraña, entre conocida pero automáticamente descartada por su racional cerebro, una esencia que algunos daban por muerta o desterrada de los planos. Centrándose nuevamente en la realidad, decidió dejar sus indagaciones en ese terreno para otro momento y acelerar el paso, dentro de lo que aquel maldito pantano le permitía, para volver al jergón de su confortable pero austero castillo.
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