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      Ghyrduana desciende por el pequeño ascensor metálico hacia las minas inferiores. Se siente como una cobaya en una jaula. El traqueteo de la caja y el sonido de las silgas, engranajes y ligeros golpeos contra el túnel no es nuevo para ella. Desciende rígida, inmóvil, evitando cualquier gesto que pudiera balancear el ascensor.

      Finalmente se detiene en el último nivel. Sus ásperas y callosas manos extraen un pico de su mochila y camina por los fríos y húmedos túneles de aquel lugar. Lo que para cualquier otro ser hubiera sido una aventura sombría en un valle de oscuridad, donde aparenta reinar solamente el vacío y el tintineo de gotas de agua… para ella es diferente. Cada galería que recorre es el vivo recuerdo de aquellos que en su día dejaron su paso. Cada marca de golpe en la pared, cada veta expoliada y cada túnel es el legado del esfuerzo de sus antepasados.

      Ahora camina palpando la pared, recorriendo aquel muro con su mano. La imagen viva y el recuerdo de sus ancestros minando aquel lugar le envuelven…

      “Los mineros golpeaban fuertemente la roca en aquel angosto y oscuro túnel. Sus picos chocaban contra la piedra maciza en harmonía mecánica, como una máquina vaporizada. El primer “clonk” era seguido por un estallido de golpes y unos segundos de descanso. El minero jefe marcaba el ritmo y si él se detenía, lo hacían todos los demás en señal de sorpresa.

      Un silbido resonaba en la cueva, era la hora del descanso. Todos los mineros se agrupaban y se sentaban en la entrada de la mina para desayunar algo.”.

      Ahora ella entiende que forma parte de aquello. No es una simple mina, es su mina. La mina que tanta sangre, sudor y esfuerzo le costó construir a sus iguales. Ella se une a la gesta, decide formar parte de la historia y marcar la montaña con su insignia.

      Se seca el sudor de la frente con un paño viejo lleno de carbón y golpea fuerte la pared:

      Picas fervientemente sobre la irregular superficie de la roca.

      Con un pequeño grito descargas tu fuerza contra la roca.

      [Consigues extraer Trozo de Mithril]

      Pero no estaba sola. Otros mineros picaban, junto a ella. El sonido mecánico y repetitivo de los picos impactando contra la fría y dura roca producía una harmonía perfecta, medida al segundo. El primer golpeo del capataz jefe daba la salida y le seguían los otros, cada uno en un intervalo de tiempo aleatorio, pero siempre igual. Creando en cada expedición una melodía distinta pero métricamente perfecta. Cuando alguien se detenía y le dejaba el lugar a otro, el nuevo escuchaba los impactos y añadía su instrumento en esa harmonía. El silencio de uno de los instrumentos o un movimiento fuera de lugar era motivo para que todos se detuvieran a observar qué había ocurrido. Así trabajan los enanos en las minas, en perfecta sintonía y coordinación. Como una orquesta improvisada de músicos experimentados.

      Los angostos túneles, oscuros y tenuemente iluminados por lámparas de aceite no eran impedimento. Si tenían que construir una empalizada de maderas para alcanzar el punto más alto de la caverna e impactar en las posiciones más incómodas, lo hacían. Eran como un sistema de seres vivos propio de la montaña. Como hormigas en su propio hormiguero acomodando su casa.

      Formaba parte de aquello y decidió hacer un pensamiento. Sería una lástima que todo aquel patrimonio, aquella obra de arte, aquel lugar defendido por los suyos cayera en malas manos… o fuera menospreciado por las manos de algún inexperto que no valorara la mina como la madre que es, como el refugio que aportaba riqueza y calor a los enanos.

      Así fue como decidió aprobar por consejo la ley “nuestras minas”, mediante la cual se iba a proteger su territorio, su patrimonio, sus riquezas y la fuente de su economía. Su legado, su pasado y su presente. En definitiva, su hogar.

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