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      Capítulo I.

      Allí estaba Ghyrd, en lo alto de la colina. El cielo oscuro cual tormenta avecinándose. La verde yerba, mecida por el viento ondeando a sus pies. Su cara, armadura y hacha manchadas de sangre ya seca. Y su respiración acelerada, como si faltara oxígeno en aquel páramo. Decenas de cadáveres mutilados y destripados yacían a sus pies, emanando un olor a sangre similar al de las vetas de cobre.

      Ghyrd observó a su alrededor y extendió los brazos en cruz. Hacía frío, un viento lento se colaba entre las rendijas de su cota de mallas. Gritó:

      ¡¡Quien decide quien va a vivir?!… ¿¡Quien decide quién va a morir?!

      El eco de sus palabras en las montañas fueron su única respuesta. No había un Dios allí y de haberlo habido, no le habría importado nada lo que ocurriera.

      Asomándose por un lado de la ladera apareció un enano. Un sinfín de tatuajes azules que se mezclan con innumerables cicatrices con una greñuda y rojiza melena rizada. Era Rhomdur.

      Llegó a la altura de Ghyrd, clavó su arma en el suelo y apoyó todo su cuerpo sobre ella. Venía exhausto, tomando aire cual naufrago llegando a tierra firme. Su propia sangre, ya seca, se mezclaba en sus ropajes con la de sus enemigos. Llegó tan cansado, que no pudo evitar caer al suelo y quedar sentado sobre aquel páramo desolado, brumoso y húmedo.

       

      Ghyrd gritó al vació: ¡Dónde Están los DIOSES!…. ¿¡Si estaban con nosotros, quién estaba con ellos?!

      Rhomdur tragó saliva y aún con la respiración acelerada dijo: Ya déjalo… aquí no queda nada… nada.

      Ghyrd se arrodilló y en un acto de impotencia quedó pensativo e inmóvil cual muñeco de trapo abandonado en un estante.

      De súbito una sombra se alzó tras Rhomdur. Este tuvo el tiempo justo para girarse y dilatar sus pupilas ante el ataque certero y traidor de su enemigo. Pero el hacha de batalla de Ghyrd se clavó en su torax cual cuchillo cortando manteca. El Orco cayó de rodillas en un intento desesperado por recoger sus tripas, las cuales salieron expulsadas junto a chorros de sangre negra contra el suelo. Murió pocos instantes después.

      El enano de cabello cobrizo cogió su hacha por el mango y de una patada apartó el cadáver. Luego tendió la mano a Rhomdur, el cual se reincorporó. Miraron a su alrededor.

      Rhomdur: No somos suficientes como para dar sepultura a todos.

      Ghyrd: Vámonos. Que Eralie se apiade de sus almas. Será lo único que quede para mañana, los coyotes harán el resto.

      Ambos caminaron juntos hacia su hogar, apoyados el uno en el otro. Dejando atrás enemigos y cadáveres de compañeros. Seres queridos. Amigos de armas.

       

      Todo empezó un 13 de Soel de la 4ª era. El Rey Darin recibió noticias de un campamento Orco situado en la arboleda de Thorin, al noroeste de Kattak. Nadie en su sano juicio haría un campamento en tierras enanas si no fuera por un motivo de peso. Y el único motivo que se le pudo ocurrir al Rey era que buscasen Mithril, su preciado Mithril.

      Tan desconfiado como testarudo, Darin reunió a un pequeño ejército de no más de 300 enanos para asaltar el campamento. Solicitó apoyo a la Alianza de Kattak, la cual proveería 100 hombres más. Suficientes para asegurar la victoria y reunir aquellos engendros del mal con Gurthang.

      Los enanos son tan metódicos y disciplinados en combate como lo son en las minas. En filas de 20, formando cuadrados perfectos, marcharon hacia la arboleda. Luego de dos días de viaje, en la entrada de esta, a lo lejos se vislumbraba el humo de las hogueras del asentamiento. Un mensaje fue recibido por Rhomdur, el consejero del Rey. Kattak no pudo proveer de hombres para aquel asunto, pues habían sufrido bajas por un reciente asalto a la ciudad según se informaba. Rhomdur arrugó el papel entre sus manos y lo arrojó al suelo con cara de desprecio.

      Movido por la ira más que por la misión, ordenó avanzar a todos. Como un pie gigante aplastándolo todo, los enanos avanzaban haciendo temblar el suelo. No querían ser sigilosos, ni pillar a sus rivales por sorpresa. Querían asustarlos y prevenirlos de un final fúnebre.

       

      Cuando llegaron cerca del asentamiento, un pequeño ejército orco estaba listo y armado. 200 metros de distancia, se vislumbraba la bandera de la Horda negra y un cúmulo de orcos, goblins y gnolls desorganizados. Delante de todos ellos, un capataz.

      Nosotros plenamente formados en escuadrones. Delante de todos, Rhomdur.

      En estas situaciones suelen aproximarse ambos dirigentes y pactar, pero el odio racial entre ellos daba a entender que las palabras sobraban. Como una especie de provocación, ellos estaban ahí, dispuestos a asesinar a cualquier enano al alcance de sus hachas y garrotes.

      Algo no tenía sentido. Éramos más, estaban en nuestras tierras…

      De repente el sonido de tambores provenientes del oeste advirtió un mal presagio. Otro ejército se unió al primero y formaron una gran horda. Ahora nos triplicaban en número. La información que recibimos no fue precisa. La no unión del ejército de Kattak…

      Pero nuestro peor temor se hizo realidad entonces. Entre ambos ejércitos… una cría de dragón negra. No había victoria posible allí.

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      Páramos desolados, II.

       

      El pequeño ejército enano se vio superado en número y en moral. No es muy habitual en un enano retroceder. Es más, tampoco es que tengan mucha habilidad en hacerlo… pero ir en línea recta se podía interpretar como una muerte segura.

      La cría de dragón abrió sus alas eclipsando el sol y una llamarada cruzó el campo de lado a lado creando una franja divisoria entre ambos ejércitos.

      Rhomdur, con los ojos llenos de terror ante aquel espectáculo de fuerza, se giró y gritó retirada. Los enanos empezaron a correr en sentido contrario al grito unísono de avance de sus enemigos. Las flechas negras silbaban entre los 300, golpeando escudos, cotas, tobillos…

      El sonido de un cuerno y un par de gestos de mando fueron suficientes para dividir el bloque enano en 3. A fin de cuentas… era más sencillo perseguir a un ejército que a 3. Ghyrd y Rhomdur se separaron por el flanco oeste, hacia las colinas. Otro bloque siguió recto hacia Kattak y el último se internó en el espeso bosque al amparo de las flechas y de sus perseguidores.

      Corrieron como murciélagos escapando del infierno. Ninguno tuvo la osadía de volver la vista atrás para no perder ni un solo centímetro de carrera. ¡Ni tan siquiera eran conscientes de cuantos enanos eran!.

      Pasados unos 10 minutos, ya exhaustos, se detuvieron en lo alto de una colina y se reagruparon. A lo lejos se veía la sombra de la cría de Dragón volar en círculos alrededor del bosque y calcinarlo todo a su paso. Pobres desgraciados los que buscaron el amparo de las flechas… encontraron algo peor. Una prisión en llamas.

      Ghyrd, Rhomdur y unos 50 enanos más apretaron sus armas y formaron un bloque. Cansados, aunque bien organizados, clavaron sus armas en el suelo y se prepararon para la embestida de su enemigo. Fue cuestión de segundos que aquellos orcos descerebrados y desorganizados, pero numerosos, impactaran contra ellos en un choque tan sangriento como encarnizado. Pero ni uno solo de los enanos retrocedió ni un paso. Si debían morir, aquél era el lugar.

      Ghyrd esquivó el ataque de un orco por los pelos. Luego embistió con su yelmo y rajó las tripas de éste con un tajo horizontal perfecto que le hizo girar completamente sobre su eje, para finalmente rematar con un corte vertical, partiéndole en dos el cráneo. Luego su hacha impactó con la cimitarra de otro, saltando chispas, y ambos quedaron forcejeando.

      Acto seguido Ghyrd atizó un golpe en la mandíbula a su atacante desorientándolo, para finalizar con un puñetazo brabucón partiéndole huesos y dientes.

      Por su parte, Rhomdur desenfundó su Ira sangrienta y su florete del duelista y rebanó el brazo de uno de sus atacantes, para luego con el florete, ensartarle a otro la punta por la cavidad el ojo, atravesándole el cerebro.

      Un par de orcos a su vez rodearon a un enano. Uno de ellos le sesgó con su cimitarra mal afilada las rodillas mientras otro por detrás le empalaba una lanza a la altura del cuello, atravesándole la garganta y sacando la punta rojiza por el otro extremo.

      Otro golpeaba a un enano reiteradamente con su maza, el cual detenía los golpes desde el suelo con su escudo intentando alagar la agonía de aquella situación en un instinto de supervivencia.

      En aquella colina sonaban los gritos, el golpe de los metales y los relámpagos centelleando de fondo. Poco a poco, los sonidos de guerra fueron atenuándose debido a la fatiga y a las bajas.

      La carnicería no concluyó hasta que prácticamente todos hubieron muerto. A lo lejos no se oía ya la cría de dragón y solamente una nube de humo negro era testigo del fin de aquellos enanos que intentaron buscar cobijo entre la maleza.

      Un par de cadáveres de orco se apartaron a un lado cuando Ghyrd apareció entre ellos. Observó a su alrededor. Todo permanecía inmóvil. No sabía quien fue vencedor o perdedor de aquella trifulca si es que realmente podemos considerar que alguien venció. Quizá tampoco importaba ya mucho. A lo lejos, se asomaba Rhomdur, malherido y cojeando.

      Decenas o cientos de cadáveres mutilados se esparcían sobre aquella colina, ahora teñida de rojo y negro. No hubo ya rastro de la cría de dragón, de orcos o de supervivientes enanos. Solo el sabor amargo de la derrota y la traición. Sabor que a pesar de todo, era de agradecer de sentir en aquel momento, porque significaba que seguías vivo.

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