Inicio › Foros › Historias y gestas › Relato Eriloin- Espíritu de lobo
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Las concurridas calles de Anduar no son el ambiente preferido de ningún druida. Es más apacible un paseo por los bosques. Las llanuras y las montañas verdes. Los más abiertos al riesgo y a los ambientes hostiles, incluso pueden optar por moverse por los desiertos, límites del reino de Al-Qualanda, o los peligrosos y nevados parajes de Naggrung, a rebosar de criaturas que, por mucho que hubieran sido creadas por el hijo de Osucaru, en su afán de combatir las ordas de demonios que asolaban la gran isla, tal vez ya no deberían existir.
No obstante lo expresado en el párrafo anterior, hay que admitir que resulta mucho más duro destruir algo que, simplemente, no haberlo creado. Eliminar de un plumazo cientos de vidas, seres plenamente conscientes del entorno que les rodea, debe resultar una tarea de gran impacto emocional, a no ser que seas una sádica deidad adoradora de la destrucción, como Seldar, o un falso dios, deseoso tan solo de riquezas y más riquezas. Debates relacionados con el futuro incierto que le espera a las aberraciones de izgraull, sin embargo, los dejaremos para cuando un seguidor de Ralder y uno de Izgraull sean capaces de dialogar sin bombardearse a hechizos.
Eriloin caminaba por entre las sucias callejuelas de los suburbios de la ciudad, ofreciendo curación y alimentos a los mendigos, como en contínuas ocasiones acostumbra a hacer. Las peleas callejeras entre gatos y perros, por ser meras expresiones del equilibrio natural, no eran interrumpidas por el adorador de Ralder, al considerar que la naturaleza debe seguir su ciclo. Pero a pesar de sus ideales, no pudo evitar centrar ssus atenciones en un cachorro de perro lobo abandonado a su suerte.
El escuálido cánido, más hueso que carne, se encontraba tirado en una mugrienta esquina entre casonas de madera tosca, desde la cuál se habían vertido desechos de una semana al grito de «¡Agua va!». Una de sus patas había sido arrancada limpiamente de su cuerpo. La limpieza del corte sugería que fue serrada de lado a lado, mediante un hacha de filo dentado. Las otras tres no se hallaban en mejores condiciones, puesto que la negrura de la podredumbre había llegado hasta la parte superior de los muslos, infectando incluso el, ya detteriorado estómago del animal. La cola del perrillo mostraba un aspecto negruzco y deprimente. La mitad de la cola, para ser exactos. Del extremo más exterior del rabo, nada había quedado. Nada, salvo un agujero, del que emanaba, lentamente, un fino chorro de sangre putrefacta, cuyo hedor podía compararse al de un túmulo lleno de muertos vivientes. Mención especial deben recibir los cientos de heridas ensangrentadas y pústulas que adornaban el resto del cuerpo de aquel ser moribundo.
Los verdes ojos del druida adquirieron un brillo de furia durante unos instantes. ¡Malditos desgraciados! ¿Cómo se atrevían a criar a un ser tan leal y amigable como un perro, solo para abandonarlo a su suerte? Aún podría explicarse que lo hubieran dejado libre, si la familia que lo había acogido en un principio ya no podía permitirse alimentarlo. La barbarie que habían perpetrado contra el pobre cachorro, sin embargo, no merece perdón alguno. Ninguno, salvo, tal vez, el de una lanza incada en las tripas de aquellos desgraciados. Una enorme asta de piedra mohosa, que ayudara a los pobres y cautivos intestinos a abandonar la putrefacta prisión, constituída por los cuerpos que aquellos engendros humanoides pudrían aún más con sus acciones impías, contra los propios designios de la naturaleza.
Pronto, sin embargo, la ira fue eclipsada por la tranquilidad, que a su vez se convirtió en preocupación. En última instancia, en firme decisión. Eriloin se acercó al maltrecho cachorro, y susurrándole palabras de ánimo, impuso sus manos en el lomo del perro, mientras un brillo blanquecino comenzaba a rodear su cuerpo, al ritmo de una salmodia de extrañas palabras. Al cántico de: «‘magius deux curato», toda la energía clerical acumulada en el aura de Eriloin pasó de los dedos del druida a la figura del malherido, envolviéndola en un capullo de luz blanca. Cuando la luz se disipó, el cachorro quedó como si jamás hubiera recibido maltrato alguno.
El cánido, mostrando una alegría indescriptible, comenzó a lamer la mano de Eriloin, quien, sonriente, le ofreció una buena porción de jabalí, recién comprado en la taberna del Dragón Verde. Llegado el momento en el que el druida trató de convencer al cachorro para que se alejara para continuar con su vida, sin embargo, no consiguió que el agradecido mestizo se separase de él. El guardián del bosque se dispuso a proseguir su camino, en su errónea convicción de que el cachorro acabaría por perderlo de vista. No fue así. Por lo contrario, el cánido regresó, moviendo la cola feliz. Aparentemente, sosteniendo algo en su ozcico… Cuando el druida se fijó con mayor detalle, descubrió que le había devuelto una bolsita de plantas, repleta de numerosas semillas que aumentaban el poder curativo de los practicantes de magia sanadora que las ingiriesen. Sin duda, el cachorro le había hecho un gran favor, puesto que la cosecha de tantos frutos de potenciación mágica había requerido un esfuerzo considerable.
A partir de ese momento, la relación entre «Lobito» y Eriloin se tornó irrompible, acompañándose mútuamente en las más peliagudas aventuras, a lo largo de los recobecos más inexplorados de Eirea. Incluso, en la lucha contra uno de los dragones más poderosos de Eirea, un poderoso ejemplar de wyrm negro, la valiente labor de «Lobito», de enviar, cuan fiel mensajero, semillas de potenciación arcana, creadas por Eriloin, a los magos que, respaldados por ráfagas de poder sanador, lanzadas por el druida desde la retaguardia, estaban haciendo frente a la bestia, resultó crucial para evitar que una de las peores alimañas concebibles por la más horrenda de las mentes arrasara con el bosque de Eloras. De paso, contra el pueblo de mismo nombre, destruyendo la aldea de los halfling. Obligando a los escasos supervivientes a cruzar tierras repletas de goblins, ansiosos de sangre que derramar en sus sacrificios a Gurtang.
Fue tal acto de valor, el que le valió al cachorro el nombre de «Lobito». Un pequeño perro de espíritu valeroso y amigable, que considera como propia manada a sus más fieles compañeros.
Nadie sabe cuánto tiempo durará la relación entre perro y guardián del bosque, mas si Naphra y Ralder se muestran complacidos, tal vez les esperen un sinfín de aventuras y de momentos felices. Y cuando la muerte llegue a alguno de los dos, la vuelta al ciclo de la vida constituirá consuelo suficiente para ambos, teniendo por verdad innegable el hecho que, en realidad, ninguno de los dos se perderá en un limbo vacío y oscuro por toda la eternidad. Muy al contrario: de un modo u otro, la vida acabará por reclamar el regreso de sus almas, las cuales, hasta la hora del nuevo renacimiento, fueron acogidas en el limbo de los no nacidos y el túnel de espíritus.
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