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Las notas la llenaban, mientras sus dedos recorrían las escalas como a una amante. El arpa parecía guiarla suavemente, mostrándole variaciones de los acordes, disminuyéndolos y aumentándolos por lo que, aunque aquellos parroquianos habían escuchado mil veces las canciones que ella tocaba, nunca las habían vivido así. Había escuchado contar historias de encantadores, magos que con gestos de la mano podían hacer que todo el mundo cayese dormido al instante, o que lo considerasen su mejor amigo. hechiceros con el poder de dominar la mente de animales y hombres, haciéndoles cumplir su voluntad. Ella nunca lo había sentido correcto. Esos magos controlaban, no guiaban. El verdadero poder del encantamiento no radicaba en dominar, sino en dirigir. Y ahora podía sentirlo.
La historia de una joven mujer, perdida durante el ataque del imperio Dendrita a los bosques de Thorin. Los controlaba con la música. Acordes menores mientras relataba el dolor, el miedo, la rabia. Un crescendo manteniendo la escala menor, introduciendo algunas variantes para transmitir el pánico cuando la muchacha divisa un pelotón de soldados dendritas acercándose con antorchas. Entreabrió los ojos, que los había mantenido cerrados desde el comienzo de la canción, y contempló a su público hipnotizado. Caras pálidas, tensas. Los parroquianos la contemplaban absortos.
Convirtió un fa en sostenido, iniciando la transición a una escala mayor, mientras su voz se teñía de una temblorosa esperanza. El pelotón imperial siendo emboscados por un grupo de cazadores. Un combate violento, poco épico, desesperado. Sus pies comenzaron a golpear el suelo de madera, acompañando el Tum del talón con las campanillas que tenía rodeándole el tobillo. Incluso los otros bardos que esperaban su turno parecían impresionados. Bajó la voz, dejando que su tono se enronqueciese en algunas sílabas, mientras contaba el fin de la batalla, y cómo los imperiales rechazaban a los cazadores. Un retroceso a trompicones, la espalda topando con el tronco de un árbol muerto. El fa sostenido volvió a bajar un semitono, pero ahora ya no era una simple escala menor, sino que estaba tan llena de notas alteradas que no sonaba a nada conocido.
Incluso ella sintió como su corazón se aceleraba, mientras describía a los soldados acercándose con sonrisas ensangrentadas. Sintió más que escuchó el jadeo unísono de su público cuando sus manos se detuvieron, las respiraciones se contuvieron, los ojos se agrandaron… Y el taconazo final golpeó el suelo como un volcán en erupción, acompañado del acorde conclusivo del arpa y una frase casi susurrada. «Y la figura agazapada entre sus faldas preguntó, ¿mamá?». -
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Se llevó la copa de vino a los labios mientras observaba a una familia de trovadores actuar. La niña parecía talentosa, improvisando con una flauta dulce sobre una base de tambores, con la segunda voz a cargo de su hermano con un pequeño flautín. Lo ejecutaba con mucho menos habilidad. Los niños no aparentaban tener más de 6 años, y sus padres rondarían la treintena. El hombre se encontraba junto a su esposa, ambos sentados en unos taburetes de madera con los pequeños de pie justo en frente. El primero tenía entre sus piernas un Djembe, y sus manos parecían danzar sobre el parche de cuero. La mujer se encontraba en el filo del asiento, con ambos tambores del bongó inclinados sobre sus rodillas. Una de sus piernas, la que sostenía el tambor más pequeño, se movía arriba y abajo, haciendo sonar una pandereta de media luna. La gente les prestaba atención, y otros también se dejaban llevar por el ritmo de la alegre música, pero no se comparaba con la abstracción que había conseguido ella con su público. Ella también se permitió perderse en sus pensamientos por algunos minutos.
El hombre se fijó mejor en la niña. Lo demás no significaba nada para él. Tambores de madera, flautas chillonas. No había nombres, ni acordes. No había tempo ni técnicas de golpeo. Simplemente una mujer demasiado avejentada para que sirviese, y una niña que podría significar una buena inversión. Era un buen objetivo, pero tenía otras prioridades. Cruzó la mirada con un par de marineros, quienes asintieron levemente y dejaron sus asientos, perdiéndose en la noche. Corroboró que hubiesen pagado sus cervezas, y vio un par de monedas de platino en el fondo de las jarras. Ignorando el asco que le producía tan bárbaro comportamiento, se levantó al mismo tiempo que sus demás compañeros, ubicados en lugares estratégicos. Dos de ellos salieron, y el otro se acercó a él, como si hubiese encontrado a un viejo amigo. Fingieron conversar mientras controlaban como la familia de juglares recogía sus exiguas ganancias, y conversaban con el tabernero. Seguramente pidiendo alguna habitación a cambio de su actuación. El rubicundo bheniense pareció aceptar, y la familia subió por las escaleras de la posada. El hombre sonrió. Quizá podían hacer una doble jugada aquella noche. Su aliado siguió su mirada hasta la pequeña niña, que en esos momentos se perdía de vista en el piso superior. Justo en esos instantes, el objetivo principal del hombre se levantaba, colgándose el arpa a la espalda y acercándose al tabernero. No pareció regatear, sino que después de una corta conversación dejó en la barra una pequeña bolsa con monedas y subió hacia las habitaciones. Tras compartir un asentimiento con su compañero, dejó su anodina capa colgada en su asiento, y atento a miradas indiscretas, aprovechando el rincón en sombras, se envolvió en otra que había traído envuelta en un petate. Tras ajustarse la capucha, se notó en sintonía con la oscuridad que todo lo rodea, siendo capaz de enfundarse en sus ropas y sumergirse en el silencio absoluto. La mujer se movía con una sutil elegancia, casi inconsciente mientras subía los escalones. Cuando miró a su alrededor, ya no vio a su compañero y supuso que haría su trabajo como lo habían planeado. Se movió entre los comensales como el viento, aprovechando cada sombra y acercándose así a las escaleras. Rozó con sus manos las empuñaduras de su cimitarras, y sus pasos no produjeron más que un susurro cuando comenzó a ascender.
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