Inicio Foros Historias y gestas «Tsunami en el Desierto», la caída de Efrim.

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    • Rijja
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      -Viejo! ¿Qué te cuentan tus visiones? ¿Encontrarás agua hoy?

      Las risas y las burlas seguían al alto y encorvado anciano en su camino a través de poblado de Efrim. Asentía sonriendo y saludando con la mano libre (la que no empuñaba su vetusta y desvencijada pala). Kurruin siguió andando bajo el sofocante calor con su peculiar contoneo.

      El anciano, otrora el herrero del pueblo, tenía por costumbre salir al alba a pasear por el vecindario, arrastrando los pies, y continuaba sus quehaceres hasta que se dejaba caer pesadamente, extenuado, para despachar su comida compuesta por dátiles y hojas de menta. Su presencia resultaba agradable, pero no dejaba de pronunciar frases sin sentido que ofrecía como valiosas perlas de sabiduría a aquellos dispuestos a trabar conversación con él. Ese día, Kurruin tenía un aspecto diferente: su paso era firme y apresurado, y en sus envejecidos ojos verdes había un brillo anormal, una impaciencia por llegar a algún sitio. Pocos de los habitantes del pueblo, martirizados por el calor, sudorosos y ariscos unos con otros, advirtieron la diferencia. Lubba, antaño tabernera del pueblo, sí.

      Siendo curiosa por naturaleza y una chismosa empedernida, Lubba vivía para los rumores y, también, para sus hijos. Su fino oído le permitía, a menudo, relacionar dos hechos dispares y obtener una síntesis aproximada al hecho verdadero. Lubba se protegió los ojos con una mano a modo de visera y observó a Kurruin hasta que el anciano desapareció finalmente de su vista entre los edificios del poblado.

      La causa de esta conducta no se le ocurrió hasta que el sol casi hubo levantado ampollas en su mano. Se aproximó a una pared cuya sombra proporcionaba cierto alivio de los perseverantes rayos del sol. Mientras acariciaba su apreciado collar, el coqueto movimiento de sus hombros al rozar la tapia que rodeaba la huerta de Efrim pareció remover un pensamiento en el fondo de su mente. ¡Las visiones de Kurruin habían vuelto a la mente del anciano!

      Alejándose de la acequia estéril, ahora cubierta de graba del huerto, Lubba correteó hasta el establecimiento de Zhur, el regente de Efrim. Llamó a la desvencijada puerta, la cual resonó bajo sus huesudos nudillos.

      -Entra.

      En la voz del regente se mezclaba la frustración, la tristeza y la desesperanza, fomentadas por un tercer año de pertinaz sequía. Él era uno de los últimos que todavía intentaba mantener una apariencia de normalidad yendo a trabajar todas las mañanas y atendiendo el negocio frente a su escritorio.

      • ¿Qué quieres? – La desabrida pregunta escapó de sus labios antes de adoptar su habitual talante afable.

      -Regente- jadeó Lubba, con su sencillo semblante enrojecido por el calor y el agotamiento- Traigo noticias, ¡parece que Kurruin ha tenido otra visión!

      • ¿Y qué? – Zhur se arrellanó en su asiento, observando a la mujer con sus irritados ojos castaños, rodeados de arrugas endurecidas por el sol- ¿A mí que me importa?

      -Se dirige al bosquecillo del sur del pueblo para volver a excavar hoy- Añadió Lubba.

      Zhur lo pensó largamente, con las curtidas manos plegadas ante sí sobre la mesa de madera agrietada.

      -Creo que tienes razón, Lubba- dijo Zhur sin interés- Gracias por la noticia- y volvió a concentrarse de nuevo en su trabajo.

      • ¿No vas a hacer nada? – balbució Lubba.

      Zhur se tornó como el que le habla a un niño recalcitrante.

      • ¡¿Qué quieres que haga?! Hoy he dejado marchar al último de los guardias para que pueda ir a mendigar y alimentar así a su propia familia- suspiró- Todo el mundo que conozco tiene necesidades imperiosas. Quisiera hacer algo, pero…

      -Yo puedo vigilarlo, Regente. Ahora estoy sola, mis hijos están con su tía. Puede que este anciano pueda llegar a ser útil para la supervivencia de Efrim.

      Lubba había quedado viuda durante el último brote de una enfermedad que asoló el pueblo, quedando sola con sus vástagos.

       

      Miró por las rendijas de las contraventanas y suspiró de nuevo. El cielo resplandecía con su habitual tono intensamente azul, acentuado por el fulgor del sol. En varios meses no había cruzado ante su incandescente semblante más que un jirón de nube. Tres persistentes años de una horrible sequía habían conducido a todos los habitantes de Efrim al borde de la desesperación. Las cosechas se agotaron en los campos y se desmenuzaron, convertidas en polvo. Después de eso, el ganado empezó a morir. La mayoría de los cadáveres se descompusieron donde cayeron. La tierra se cubrió por espacio de varias semanas de una fetidez que se adhería a pesar de los vientos constantes y secos. Ráfagas ventolinas que traían enfermedades que los sanadores no sabían diagnosticar ni curar. La mitad del pueblo había enfermado, incluso un centenar de personas habían muerto súbitamente ese mismo mes. Incluyendo a la amada esposa de Kurruin. Algunos habitantes afirmaban que su muerte había sido el golpe que acabó con la cordura del anciano.

      -Muy bien- El Regente se volvió hacia su visitante- Ya que Kurruin afirma tener visiones y al parecer está buscando agua, merece la pena vigilarlo. Un poco más de agua nos beneficiaría a todos, porque la represa está casi seca. Calculo que sólo nos quedan reservas para unas dos semanas, como máximo. Así que ya tienes tu misión, Lubba.

      • ¡Sí, señor!

       

      Lubba, transformada ahora en espía, salió como una exhalación a la luz del tórrido sol. Avanzando rápidamente, se detuvo en su casa, agarró un odre con algo de agua y una bolsa de alimentos desecados, se despidió de sus hijos y hermana y partió en búsqueda del viejo Kurruin. Pasado un tiempo en marcha, descubrió el polvo suspendido en el aire, fruto de las excavaciones del anciano, antes de localizar al propio viejo.

      Kurruin se hallaba en el interior de un agujero que le llegaba a la cintura, ahondando con la pala a un ritmo constante y farfullando para sí. Cada vez que echaba una palada de tierra a la superficie, se elevaba una nubecilla marrón que era arrastrada por el cálido viento que soplaba en aquella llanura. Por encima de su cabeza, las ramas desnudas de los árboles moribundos de un antiguo oasis tamborileaban al entrechocar unas con otras.

      -Los Djinns me dicen que cave aquí, que hay agua debajo. Los Djinns me dicen…- No dejaba de balbucear el viejo Kurruin.

      -Buenos días, antiguo maestro herrero- dijo ella.

      Unos ojos verdes, astutos, la estudiaron mientras el anciano se apoyaba sobre su pala.

      -Ya sé qué quiere- dijo el anciano sorprendiéndola- Quiere que rellene los agujeros- Kurruin empezó a cavar de nuevo. – Pues dile que lo siento, pero no tengo tiempo, no hay tiempo que perder, porque brotará líquido del suelo. Eso fue lo que me prometieron mis Djinns. Y sucederá pronto. Debo estar preparado.

      • ¿Para qué debes estar preparado? – Preguntó Lubba.

      -Para el cumplimiento de mis visiones, por supuesto. – Kurruin, interrumpiéndose por unos instantes, la observó con curiosidad. Salió del agujero y apoyó la pala contra un tronco reseco.

      El anciano soltó una risita, un ruido seco como el viento.

      -¡La visión se cumplirá cuando los Djinns designen! ¡Debo seguir cavando! Dicen que todo esto terminará pronto, y que la arena del desierto cubrirá, irremediablemente, ¡todos los agujeros de este pueblo!

      Dicho esto, empuñó su pala y, sosteniendo el extremo suavemente entre sus dedos retorcidos, empezó a andar cuidadosamente entre los árboles.

      Lubba no podía imaginarse cómo podía una visión enfermiza indicar la presencia de agua. Aun así, observaba fascinada.

      De pronto, el extremo de la pala del anciano se precipitó hacia abajo. Kurruin marcó el suelo con un dedo, empuñó la herramienta con fuerza y comenzó a ahondar de nuevo la tierra reseca.

      Lubba se preguntaba si el viejo estaría loco o si sería una broma de mal gusto. De pronto, observó que no todos los árboles de su alrededor se estaban muriendo, sólo los más alejados del punto donde Kurruin estaba excavando. Eso significaba que debía haber agua en algún lugar cercano que mantenía con vida a algunos de los árboles. Quizá la única esperanza de Efrim radicaba en las visiones de ese viejo chiflado.

      Sacudiendo la cabeza como quien aparta malos pensamientos, Lubba se puso rumbo hacia la ciudad para contar lo acontecido al viejo Regente.

      Cuando llegó, sin poder mediar palabra, Zhur comentó nada más verla.

      • Org, el herrero del pueblo, se ha caído hoy en uno de los agujeros que hace el viejo Kurruin. Se ha lastimado y exige una compensación.
      • ¡Convoca una reunión a media tarde – a la hora de más calor, cuando más acalorados estarían también los ánimos – Cuando oigan que hay una posibilidad de encontrar agua todos mirarán a Kurruin con otros ojos! –

       

       

      Mientras esto sucedía, Kurruin continuaba con su afanada empresa.

      • ¡Vamos, Djinns míos, vamos! ¡Ya es la hora! – Murmuraba la letanía para sí en voz alta, al tiempo que cavaba, como intentando convencer a alguien para que acudiera a él.

      Deteniéndose para descansar, frotando distraídamente la alisada superficie del mango de la pala con sus callosos dedos, Kurruin se acordó de la antigua Efrim. <<Antes este lugar era precioso>>, pensó. En ese momento se resecaba como los pastos circundantes, todo era de un color pardo grisáceo bajo aquel sol de justicia.

      -Ahora mucha gente me evita. Algunos se muestran abiertamente hostiles, pero no puedo permitir que eso interfiera en mi trabajo. Oh, no, no puedo dejar que una minucia como ésa me interrumpa. – comentaba entre balbuceos al aire.

      A medida que los humanos de Efrim lo condenaban al ostracismo, los Djinns de sus visiones se fueron convirtiendo en los únicos amigos de Kurruin. A menudo hablaba con ellos tanto si los veía como si no. Esta costumbre lo aisló aún más de los habitantes del pueblo.

      -Si encuentro agua, habrán merecido la pena todas las dificultades, todo el esfuerzo. <<El líquido brotará en el suelo>>, dijeron. Debo encontrarlo, ¡y pronto! ¡Vamos Dijjns míos! ¡Guiadme en esta empresa desdichada!

       

      -Antiguo maestro Herrero, el Regente Zhur requiere tu presencia.

      Kurruin miró hacia arriba y escrutó suspicazmente entre los troncos y las copas de los árboles para ver a Lubba, que había vuelto en su busca.

      -No puedo ir. Tengo que cavar. – Replicó el anciano.

      -He visto a tus Djinns- Provocó Lubba- dicen que debes acompañarme a la plaza del pueblo. ¿Vienes o no?

      -Has visto a mis Djinns??!? ¿Han hablado contigo??!? Bueno, supongo que es posible.

      Salió del poco profundo hoyo donde se encontraba, se echó la pala al hombro y recogió su preciada rama “buscadora”, emprendiendo el camino al pueblo junto a Lubba.

       

      El anciano guardó silencio durante todo el recorrido, incluso cuando vio a la multitud que abarrotaba la plaza del pueblo. Se detuvo un momento, inspiró profundamente como si aspirara coraje junto con el sofocante aire y continuó de frente.

      Un murmullo burlón siguió a Kurruin, que se abría paso a codazos en dirección a la plaza donde le esperaba el Regente. Este se hallaba cerca de un grupo de ciudadanos apiñados en un bochornoso retazo de sombra.

      Nada más hubo llegado, el Regente tomó aliento para hablar, pero el anciano exclamó primero.

      -Mis Djinns no están aquí, ¡Debo volver al trabajo!

      -Tú y tu estúpido… trabajo!!- esputo un hombre situado detrás del Regente. Lo único que haces es complicarnos la vida a los demás, por poco me mato al caer en uno de tus agujeros. ¡He sufrido contusiones y la culpa es tuya!

      Gritos de “¡¡Desterrémoslo!!” y otros improperios contra el anciano se alzaron entre la multitud.

      Cuando Lubba se disponía a comentar la posibilidad de que el anciano tuviera razón y hubiera agua en las inmediaciones, el ruido creciente del tumulto la acalló.

      -Siento que resultaras herido- la disculpa de Kurruin se perdió en el clamor- Pero mis Djinns…

      • ¡Tenemos que obligarlo a que deje de hablar de esos Djinns como un loco! – aulló uno de los presentes- ¡Que deje de cavar! ¡Debemos expulsarlo del pueblo y que se vaya a molestar a otros!

      La muchedumbre despotricaba sin cesar contra el anciano, pero este se había esfumado rápidamente en un despiste en el tumulto. Encaminándose de nuevo a su particular zona de excavación.

       

      El viejo Kurruin apenas había recorrido un centenar de metros cuando comenzó a oír los enaltecidos gritos e insultos del gentío que lo había perseguido. Más de cincuenta personas, antes queridos vecinos, le gritaban de manera amenazante pidiendo su destierro.

      -Kurruin! -exclamó Org en la distancia- ¡No sabes nada ni entiendes nada! ¡solo eres un viejo que ha caído presa de una locura que nos perjudica a todos! ¡Esos Djinns no existen!

       

      -No sabéis de lo que habláis! – Replicó Kurruin- Ellos me han dicho que traerían el preciado líquido a la ciudad! y que, además, los agujeros del pueblo serían cubiertos con arena por si solos. ¡Incluso mencionaron que muchos de los habitantes más amables de este pueblo gozarían de una sombra que los protegería de este infierno solar! Solo tenéis que dejarm…

      El anciano detuvo su réplica súbitamente cuando una piedra le impacto de lleno en la testa, haciéndolo voltear dentro de uno de los hoyos que había cavado días atrás. Dicha pedrada, surgida de entre la multitud, fue secundada por otra, para dar paso a un aluvión de ellas. Algunas impactaron consecutivamente, para mala ventura del anciano, en su ajado cuerpo. Provocando la muerte irremediable, por lapidación, del viejo Kurruin.

      La locura de la muchedumbre dio paso a los vitoreos y gritos de victoria por su parte, como si acabaran de ganar una guerra que solo ellos veían, llenos de júbilo entre risas desesperadas y siniestras.

      La sangre empezó a brotar en cabeza del cadáver del anciano, llenando parcialmente el fondo del hoyo donde se encontraba su cuerpo inerte.

      Al final, los Djinns de las visiones de Kurruin tenían razón, encontró líquido en una de sus perforaciones, su propia sangre.

      Como si de un capricho de los dioses se tratase, una gigantesca tormenta de Arena se cernió sobre el poblado de Efrim y sus inmediaciones de una forma extremadamente súbita. Las dunas del desierto parecían haberse tornado repentinamente en una especie de tsunami arenoso que se precipitó sobre el centro del pueblo. Tan solo Lubba, Zhur y algunos habitantes más (los que no habían ido en persecución del viejo Kurruin) tuvieron tiempo de refugiarse en un viejo almacén subterráneo, que servía como despensa, antes de que las olas de arena engulleran el pueblo al completo.

      Las profecías en las visiones del anciano por fin se vieron cumplidas, aunque no de la forma que él había interpretado, y el poblado de Efrim sucumbió definitivamente al poder impertérrito del desierto.

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