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Mi nombre es Ulver Doom’Occulta, General de Zulk y humilde servidor del único y verdadero Dios Ozomatli. Mi historia comienza hace ya treinta y cuatro largos años. Seré breve y conciso en la medida de lo posible, pues mi habilidad con la pluma es inferior a mi destreza con la espada. Pocos recuerdos conservo ya de mis primeros años de vida… Nunca se ha hablado de esto en el seno de la familia y tampoco yo he querido volver la vista atrás para revivir aquella interminable pesadilla. Basta una rápida visita a los fosos de crianza para ver cómo nuestros vástagos se devoran unos a otros en medio de un revoltijo de patas, lenguas bífidas, sangre y vísceras. Quizá tuve suerte, si se le puede llamar suerte a sobrevivir durante dieciséis años en un infecto cenagal en plena oscuridad y totalmente rodeado de hambrientos desgraciados tan desesperados como yo. Pero no obstante lo conseguí, y tras perder toda esperanza, una buena parte de mis dientes y casi la razón misma, he aquí que mis ojos quedaron cegados ante la desconocida luz de una antorcha. Largo rato tanteé mi entorno palpando cadáveres hasta que al fin mis ojos se adaptaron a la claridad y lo que ví me llenó de asombro. Allí, de pie, justo delante de mí había una bestia de color azul que me observaba con curiosidad. Era enorme, dos metros y medio, quizá más…El ser más imponente y musculoso que imaginarse pueda. Era mi padre, Ylhinof, Patriarca en aquellos tiempos y el más célebre de todos los saurios. Me miró con ojos brillantes de recogijo, y tendiéndome la mano derecha me ofreció una espada con la izquierda. Fue así como salí de aquel infierno de la mano de un gigante sitiéndome repentinamente el ser más afortunado de toda Eirea. Pero sólo fue un instante… La fortuna es truculenta, y los brillantes ojos de mi padre también. Me condujo amablemente a la cima del majestuoso Zigurat, y una vez allí se sentó distraídamente a observar el horizonte, cosa que yo imité. Miré y observé en todas direcciones, y la vastedad del mundo me pareció sobrecogedora. A nuestros pies, leguas y leguas de ciénagas pantanosas cuyo repugnante olor llenaba todo el aire. Más allá y al noreste una gran ciudad de largas murallas blancas y altos pináculos lindando al oeste con tupidos bosques y al este con otra ciudadela de menor aunque no desdeñable tamaño. Y al sur, muy al sur y más allá, hasta donde se detiene la vista en el infinito horizonte, el gran océano coronado por olas de espuma plateada. Pero he aquí que miré al oeste y no vi bosques ni océanos, sino cinco pares de ojos enrojecidos que me observaban con furia. Eran estos los restantes miembros ilustres de mi familia: Los chamanes Pentesilea y Yabba, los generales incursor y lagarto respectivamente Dimmu y Krauser, y el más bajo de todos, Larks, conocido como el Loco. La cruel tutela estaba a punto de comenzar. Desde ese mismo día en que había salido de las profundidades y durante los cinco años siguientes dediqué todo mi tiempo, mi sangre y mi energía al entrenamiento con el acero. Marchas diarias de sol a sol chapoteando penosamente por los pantanos, combates rabiosos contra lagartos rebeldes condenados a muerte, guardias a menudo de varios turnos vigilando los movimientos del ejército takomita, y latigazos, insultos y golpes a modo de desayuno. Tales eran las condiciones de la vida diaria del soldado. A menudo pensaba en mi catre, después de la dura jornada de ejercicios y una frugal cena de mosquitos y si había suerte alguna rana, que ese estilo de vida era demasiado cruel y que quizá los altos mandos ordenaban aquel régimen de continuo castigo porque ellos vivían de forma acomodada y nos consideraban a mí y los demás jóvenes un simple entretenimiento. No tardaría en cambiar de idea de forma radical. Ocurrió una fría mañana de invierno cuando la bruma aún estaba asentada sobre los pantanos. Aparecieron de la nada, similares a los espíritus de la niebla de los que hablan nuestros ancianos. Un leve rumor en las aguas calmas de la ciénaga al principio, luego el sonido de algún que otro chapoteo lejano, y por último un gran estruendo de cientos de botas de guerra. Venían del norte, de aquella ciudad de blancas murallas, pálidos guerreros de ojos claros y armaduras de plata. Pero también había entre ellos enanos y elfos, de los que yo aún sólo había oído contar historias a la luz de las fogatas. Eran muy numerosos, y al punto cercaron nuestra ciudad sometiéndola a asedio. Pero aquél que crea que nos cogieron por sorpresa o que el miedo se enseñoreaba de nuestro ánimo no puede estar más equivocado. Un soldado de Grimoszk jamás está desprevenido, y su admirable disciplina se contagia a todos sus compañeros de unidad formando un bloque perfecto donde todos son uno. Estábamos pues formados antes las puertas deseando salir a enterrar a aquellos pálidos bajo toneladas de barro cuando los grandes generales y el mismo Patriarca hicieron acto de presencia. Aunque ya de edad avanzada, mi padre seguía siendo una feroz criatura digna de respeto. Poniéndose al frente de nuestra motivada soldadesca gritó con voz clara dirigiendo su voz hacia las murallas: » ¡ No sabéis el lío en que os habéis metido! «. Las puertas se abrieron, blandió su tridente perlado, y cargó contra nuestros enemigos. Esa mañana aprendí para qué sirve la ferocidad cuando se combina con la disciplina. La mezcla resultante es imparable y letal. Mi padre avanzaba sin esfuerzo empalando humanos como si su tridente estuviera hundiendo el aire. Arriba y abajo, con calma, administrando muerte sin errar un sólo golpe. Yo trataba de imitarlo con mi pesada espada, pero aunque yo no podía ensartarlos, sí podía partirlos en dos. Y a eso me dediqué durante toda la mañana. Sin pensar, sin prisas, disfrutando cada tajo. Me obligué a mi mismo a no dejar a ninguno de una sola pieza, y sólo pasaría al siguiente si el anterior estaba en dos mitades. Los soldados que venían detrás vitoreaban mi nombre y trataban de seguirme el paso a través de la brecha que yo sólo había abierto en las líneas enemigas. Continuamos así, masacrando enemigos con crueldad, cada vez más furiosos y enloquecidos, combatiendo el cansancio con canciones obscenas dedicadas a las mujeres de nuestros enemigos. Y al fin, cuando derribé al último de ellos, me di cuenta de que detrás de él no había ya nadie más. Caí de rodillas abatido por el esfuerzo intentando recuperar el aliento, y cuando volví la vista atrás mis ojos se abrieron de par en par. No podía dar crédito a lo que estaba contemplando. Empecé a contar mis víctimas, reconocibles por los tajos limpios que habían separado el tronco de las extremidades. Decenas al principio, cientos después. Allí, de pie sobre el campo de batalla, mis compañeros me miraban profundamente impresionados, y superada la sorpresa inicial, comenzaron a aclamarme con toda la fuerza que sus voces ya afónicas podían entonar. «¡ Ulver Rompe Huesos!». Fue así como me gané mi apodo. Una mano se posó en mi hombro y una voz me dijo: » Ahora comprendes soldado. Ahora sabes para qué te has entrenado «. Asentí en silencio al oír la voz de mi padre, y por primera vez sentí el orgullo del guerrero corriendo por mis venas. En verdad aquel fue un momento glorioso para mí. La primera hazaña de las muchas que me llevarían a ganarme el puesto de General del que ahora disfruto. Desde entonces, siempre alerta y espada en mano, defiendo a mi ciudad y honro a mi familia con mi valor en el combate.
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