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    • Anónimo
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      Nadie había presente que pudiese oírla murmurar, quejarse y maldecir entre dientes. El sonido de la pluma sobre el papel, su respiración agitada en el escritorio, el titilar de las velas que colgaban de un techo asfixiante; todo aquello pertenecía a Aesiria, a ella y a nadie más, pues nadie tenía con quien compartir su entusiasmo, salvo el silencio.

      Aesiria era una apasionada del engaño, enamorada de la mentira por interés y casada con la duda. Aquello, de alguna extravagante forma, la había llevado a distanciarse del mundo, recluida en su cuarto a la luz del candelabro o perdida en la tiniebla de alguna mazmorra oscura.

      En aquel momento bien podría estar escribiendo sobre sí misma, <<Aesiria y los piratas de Keel>> o <<Aesiria y el viaje a Nalaghar>>, pero ella, ay… ella no era como los demás: no destacaba demasiado en la magia. No. Lo suyo eran las dagas y las palabras, punzantes, mordaces; aquellas que podían herir, o sanar, aquellas que buceaban en lo insondable del mundo y reflotaban con respuestas. No era la heroína de nadie, tan solo una entrometida, una fisgona como la habían llamado, y en las historias que escribía su nombre tan solo figuraba a pie de página, y se limitaba a desplegar lo que había observado.

      Cierto día, descubrió un secreto oscuro. Una aldea cercana a Dendra estaba siendo sometida a la voluntad de un culto pagano. Maniobraban en las sombras, en la oscuridad al margen de las leyes. Algunos habitantes del pueblo lo sabían. Sus intenciones aparentaban ser buenas, recoger refugiados, proscritos, exiliados y darles cobijo.

      Fue entonces que se apareció en el umbral de la puerta un demonio, alto, esbelto y corpulento, voluptuoso en las curvas de su cuerpo expuesto. Un emisario de Khaol, atado a la voluntad de un dios traicionero. Servía a un propósito mayor y en aquel lugar.

      Soltó la pluma y clavó los ojos en las líneas de caligrafía perfecta. Recordó el momento y reprimió una sonrisa. Aquella había sido una de sus grandes victorias. Había destapado el culto de la aldea, desenmascarado a sus líderes. Sus pensamientos habían llegado hasta los oídos de Khaol. Las pruebas eran irrefutables.

      Arrastró la silla sin que le importase arañar el suelo y se incorporó presta. Tomó el gorro del perchero, vistió el abrigo deshilachado por tanto uso y se calzó las botas de cuero. Miró por la ventana, y salió por la puerta sin mediar palabra con el emisario, el cual envió un mensaje sin decir una sola palabra.

      “ Dos días más tarde me reencontré con el que había sido mi amigo. El miedo plagaba sus facciones, el terror había secuestrado la amabilidad de sus ojos. Dijo: Esta gente es feliz viviendo así…, sin saber que una organización ayuda a desvalidos, exiliados y forajidos. ¿Por qué no les das lo que quieren? ¿Por qué no miras a otro lado y te desentiendes de tanta penuria?

      Asentí, prometiendo no decir ni una sola palabra a cambio de una suma de dinero.

      A los pocos días llevé la información a un alto inquisidor a través de una carta y no dejé de preguntarme si hacía correcto; al fin y al cabo, aquella aldea prosperaba poco a poco, aunque tuviesen al enemigo durmiendo en su propia cama. Pero hoy, hoy creo que sí tengo la respuesta.

      Todo el mundo siente que tiene un destino impuesto sobre sus hombros. No creo que el mío sea contentar a la gente con lo que la gente quiere, si no con lo que merece.

      La aldea fue asaltada poco después por el ejército de la inquisición y ardió completamente por sus crímenes y su engaño al resguardar a exiliados, traidores y paganos a Seldar.

    • Anónimo
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      Hacía frío, el sol moría tras las montañas.

      El poblado seguía con su típico ir y venir, algo más pausado que siempre, pues era invierno y se notaba tanto en el ambiente como en los habitantes del lugar. Esa había sido una jornada soleada, tranquila, sin aparentes novedades, hasta que pasado el mediodía apareció una pequeña comitiva frente al poblado. Abriéndose paso entre las nieves de Keel avanzaban, lentos, un grupo de Renegados.

      Lesfora junto a varios corsarios, estaban en la entrada oeste dispuestos a recibirlos. Lo que parecía ser el líder intercambió unas pocas palabras y señas con esta. Las palabras fueron pocas, los sentimientos muchos. Los renegados empezaron a alejarse de la vista de los corsarios de las puertas. Poco a poco los centinelas volvieron a sus turnos habituales, quedando los guardias habituales en soledad de la entrada a la ciudad. Los Renegados se movían lentamente, sus pasos eran pesados, algunos cojeaban. Ni el frío ni la nieve los detuvo.

      Aesiria sabía que la curiosidad mató al gato, pero este no pudo haber dicho que no tuvo una vida emocionante. Valiéndose de su máscara de las mentiras adoptó la imagen de un corsario y disimuladamente se incorporó al grupo que seguía a Lesfora. Poco a poco, fue acercándose a ella hasta intentar obtener algún tipo de información.

      Lo único que pudo escuchar desde cierta distancia prudencial fue: cadáveres, alcantarillas y problemas. Cuando la mandamás abandonó el lugar y se dirigió hacia sus aposentos, Aesiria hizo lo propio. Bajó hasta las alcantarillas de Keel. El olor nauseabundo de aquel lugar impedía de percibir cualquier otro, así que haciendo uso de su instinto se dirigió al foso central. Una vez allí, observó el vació oscuro y aterrador de aquel pozo. Era más profundo y oscuro que el secreto de un Khaol, y la antorcha no iluminaba lo suficiente como para poder observar su final.

      De súbito unos pasos la alarmaron. Se escondió entre las sombras de aquel lugar y vió aparecer a 2 hombres con un saco del tamaño de un tercero. Lo depositaron bruscamente en el suelo y del impacto, el saco se entreabrió. Moscas revoloteaban en zigzag hasta depositarse en la cara del cadáver, correteando por su nariz y por encima de sus ojos abiertos con la mirada perdida.

      El cuerpo inerte fue arrojado por el desagüe, golpeando las paredes y finalizando con un terrible golpe que resonó por toda la galería. Los otros dos, se marcharon. Al parecer, Lesfora estaba haciendo desaparecer a ciertos “sujetos” que no eran de su interés. La pregunta era, ¿Lo sería yo? Y… en caso de no serlo, ¿cuánto tardaría en ocupar el lugar del siguiente saco?…

      Todo tenía mala espina. Así que decidí ir a visitar al “Rabioso”, en un almacén improvisado al noreste de la ciudad. Quizá él podría decirme algo.

      Hacía frío y el sol ya había muerto tras las montañas nevadas.

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