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    • Nherzog
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      Recordó con nostalgia su joven figura viendo la gran montaña por primera vez, con un pequeño asentamiento comercial, sin apenas orden aparente, y que ahora se tornaba en un enclave comercial de vital importancia para el reino y primera defensa de la Alianza a la que el Rey bajo la montaña da nombre. Pequeños puestos allá donde tenía ocasión de mirar, así como amplios solares a medio edificar, una gran cúpula del edificio de gobierno de la ciudad –que servía de sede militar y administrativa de la Alianza- y las modestas escalinatas del templo, en la parte occidental de la ciudad, pasado el jaleo de los comerciantes, justo tras la venida a menos mansión de los Alamant.

      Franqueó la fuertemente custodiada salida oeste de la muralla y puso rumbo a los pies de la gran montaña, siguiendo un intrincado sendero entre rocas, con una ligera pendiente, poblado por pequeños mamíferos y algún que otro malhechor que busca el descuido de algún joven e inexperto forastero para tratar de apoderarse de su zurrón.

      En apenas un par de horas se encontraba en un enclave peculiar, al pie de la montaña, donde parecía fenecer el camino, en una especie de descampado, carente de vegetación en el que una amalgama de luces se juntaban formando curiosos juegos de sombras que se proyectaban sobre la pared, en forma de animada sucesión de figuras difícilmente reconocibles. Esperó pacientemente hasta que la noche comenzó a cubrir con su manto la zona y decidió acercarse a la pared de la montaña, un lugar que recordaba bien, comprobó que nadie estuviera observando y, tras toser fuertemente para enjugar su garganta, comenzó a vocalizar –como quien trata de hilar vagos recuerdos antes de pronunciar una frase- extraños vocablos. Tras uno de ellos, un fuerte estruendo dejó paso a un acceso en la pared, de pequeño tamaño, por el que Thairanur accedió a la gran cueva de entrada de la ciudad. Ante sí, un corredor de piedra gigantesco donde a lo lejos esperaba un gran portón de madera de abedul. Si no fuera porque conocía a sus moradores, habría pensado que los gigantes se habían vuelto maestros de la minería, puesto que las dimensiones de tan grandes estatuas, ornamentos, columnas, sus dinteles y la gran cantidad de gemas que adornaban algunos de los detalles en la roca, parecían una reproducción a tamaño real, propia de tan voluminosas criaturas.

      Dejando atrás el gran dintel de piedra y pasando los corredores de acceso a la mina, no fue difícil dar con la senda hacia el trono, adornada, como si un sendero de baldosas resplandecientes fuera, por un gran número de bidones de cerveza puestos en una especie de fila que no daban ocasión de perderse. Llegó junto a uno de los miembros de la guarda de piedra, que al verlo se acercó y le hizo saber que Darin se encontraba esperando su visita en la sala del trono. Sus compañeros se retiraron ante un ligero gesto de su mano, dejando paso a la curiosa pareja, que se acercaba con paso acelerado al encuentro del monarca.

      Una vez en la sala, Darin movió la cabeza con gesto de aprobación y el corpulento Khazad se retiró al fondo de la estancia, dejando más intimidad al resto. Darin se acercó malencarado hacia el viejo paladín y justo cuando lo tuvo a menos de un metro de distancia le espetó un cordial abrazo.

      • Viejo amigo, empezaba a creer que tus obligaciones para con los tuyos nos privarían de una nueva visita, tiempo hace que no nos entretienes con tus historias de ese mundo exterior del que tanto te gusta alardear.
      • Es un largo camino, que recorro gustoso, para ver a tu siempre hospitalario pueblo, pero cada vez encuentro menos tiempo para estos impases en mis quehaceres.
      • Ya serán menos… -comentó con tono socarrón-
      • Hablando de quehaceres e inesperadas apariciones, he conocido de la existencia de unos indeseados que se han abierto paso en el subsuelo, perturbando la paz de tu pueblo, ¿son las noticias que llegan a mi lejana fortaleza veraces?
      • Desgraciadamente me temo que cuentan con bastante exactitud lo acontecido, un grupo de pestilentos duergars han conseguido abrirse paso a los niveles inferiores, fuertemente armados, y han establecido un asentamiento que está ocasionando problemas a nuestros equipos de expedición, siempre prestos a detectar nuevas zonas por donde extraer riquezas de las “raíces” de nuestra morada.
      • Entiendo –respondió asintiendo-. ¿tendrías a bien que un viejo paladín formara junto al siguiente equipo? No es necesario que me presten soporte militar digamos, solamente necesitaré cierta ayuda para localizar con la menor dilación posible el asentamiento.
      • Sobra decir que tu escudo siempre es bien recibido entre mis súbditos, que estarán honrados con tu presencia.

      Al día siguiente, poco después de un ligero almuerzo aderezado con cerveza –como prácticamente todo en el reino-, pusieron rumbo a las entrañas de la montaña. Un pequeño grupo de tres mineros, 2 khazad dum uzbad como escolta habitual desde la aparición de los duergar y Thairanur se adentraron por una gran grieta que daba paso a los niveles inferiores. Repelieron la habitual población de la zona, con gran facilidad hasta llegar a unas grandes rocas, tras las que se apreciaba claridad y algún que otro ruido, entre golpeteo metálico y discusión de barra de bar. El viejo templario indicó al resto que conocía el camino y les pidió que le dejaran solo, no sin la reticencia de los bravos khazad, siempre prestos a una buena refriega. Tomó de su mochila su espada, realizó una breve plegaria a Eralie, como venía siendo costumbre en sus días de batalla y atravesó con alguna dificultad las grandes piedras que quedaban hasta llegar a la luz. Dos enrabietados duergars se lanzaron al ataque, uno de ellos trató de embestirlo directamente con un insensato y potente golpe con su cabeza a la altura de su tercio inferior, que logró sortear sin dificultad, dejando a éste en mal lugar para continuar la batalla, mientras que el otro trató de saltar con ahínco portando su hacha hacia el torso del bravo paladín. Un limpio tajo de su espada en la desprotegida nuca del primero y un rápidamente acompasado movimiento de escudo, secundado por una acometida con su espada bajo el brazo derecho, dieron cuenta del segundo.

      Sin muchas dificultades se abrió paso diezmando las filas de los rebeldes que habían tomado por la fuerza y para si aquellas tierras bajo la protección de Eralie, hasta llegar a una especie de tienda de gran tamaño, donde unas grandes antorchas indicaban la entrada principal y un gran número de hachas se encontraban apiladas al costado, a forma de repositorio para las ya inexistentes defensas del asentamiento. En su interior, se topó con un fornido duergar, portador de una gran hacha, oscura como la obsidiana, y un enorme casco, que cubría su cabeza además de emerger entre sus hombros con dos grandes cuernos –o quizá colmillos de grandes dimensiones- que servían de arma adicional en determinadas ocasiones. Arkum levantó la mirada hacia Thairanur, haciéndole saber que lo estaba esperando y no rehusaría el duelo. Fue este último quien paciente, a la altura de lo que podría considerarse como el centro de la estancia, esperó la primera acometida de un tremendamente enfurecido duergar, que se acercaba a gran velocidad con su hacha como tarjeta de bienvenida. No sin esfuerzo consiguió el templario desviar con escudo el primer ataque, siendo repelida también su ofensiva con el largo mango del arma de su oponente.  Tras un primer escarceo, que pareció saldarse en tablas, la refriega continuó con diferentes acometida de infructuoso sino, hasta que un certero movimiento de Arkum consiguió franquear las defensas de Thairanur, provocándole una fea herida en su antebrazo izquierdo. Al siguiente ataque, una arriesgada maniobra del duergar consiguió clavar uno de los cuernos de su yelmo en una parte ligeramente protegida de las grebas de su oponente, de donde comenzó a brotar sangre. Thairanur, alzó la mirada buscando la respuesta de su señor, y una especie de aura comenzó a recubrir su figura, se irguió como si la sangre que salpicaba el polvoriento suelo no fuera la misma que corría por sus venas y miró con desprecio a su oponente, que se encontraba a una distancia prudencial preparando su siguiente maniobra, mientras se dirigió a el:

      • El camino del hombre recto está por todos lados rodeado por las injusticias de los egoístas y la tiranía de los hombres malos. Bendito sea aquel pastor que en nombre de la caridad y de la buena voluntad saque a los débiles del Valle de la Oscuridad porque es el auténtico guardián de su hermano y el descubridor de los niños perdidos. Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos, ¡y tú sabrás que mi nombre es Eralie cuando caiga mi venganza sobre ti!

      Sin mediar otro gesto, alzó su espada, completamente perpendicular al suelo, y corriendo hacia su oponente, dejó caer su brazo en un fugaz tajo que seccionó el cuello de un atónito Arkum, que creía tener la contienda de su lado. Éste se desplomó sobre el suelo, dejando por un lado un torso ensangrientado y por otro una descompuesta expresión en su ahora solitaria cabeza, que apenas se podía distinguir entre sus cabellos, que ahora si se abrían paso tras ser desprovistos del yelmo que los ocultaba. Thairanur invocó los poderes sanadores de su deidad, cicatrizando así todas sus heridas, sacó una cuerda de sus pertenencias y tras realizar unos pequeños nudos, tomó la cabeza de Arkum, para colgarla de su cinturón, antes de volver al nivel principal.

      Esta vez sin compañía, pues los guardias contemplaban atónitos la estama de un viejo caballero caminando impertérrito con una ensangrentada cabeza al cinto, se adentró en la estancia dedicada al gobernante, que se encontraba meditando junto a la zona reservada para el trono. Darin levantó la cabeza y, a diferencia de su guardia, sonrió satisfecho.

      • No dudaba de tus capacidades camarada. No habría sido honorable por tu parte despedirte de este mundo sin compartir unas frías cervezas con todo un rey enano.
      • Sabes que mis mejores años han pasado y cualquier cerveza puede ser la última, pero hoy –dijo tomando de su mochila un polvoriento casco con 2 grandes cuernos- pongo yo los vasos.

      Ambos amigos carcajearon mientras se alejaban, camino a los aposentos reales, dejando atrás un enorme trono de piedra que ahora tenía un nuevo adorno en su base… una pequeña cabeza ensangrentada, a modo de recordatorio: Solo hay un Rey bajo la montaña.

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