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    • Anónimo
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      Atrás quedaron las montañas azules que Gilius fue dejando a sus espaldas. Cientos de kilómetros de curso vertical y casi siempre solitario, varios desfiladeros, una hoz cortada en roca viva por sus aguas, un sinfín de arroyuelos y cascadas y diez o doce valles sucesivos, unos más escondidos y otros más grandes, en los que asientan sus piedras aldeas y alguna posada acogedora de chimenea humeante que se reparten desde hace siglos la fantástica belleza y sencillez de aquellos páramos.

      Se paró a la sombra de un abeto. Apoyó el peso de su viaje sobre aquel pico de madera ahora usado como bastón, llenó sus pulmones de aire fresco matinal y mirando al horizonte, sin prisa, observó detenidamente el paisaje. Allí no encontraría nada para el hombre ni hecho por el hombre.

      Caminó prudente hacia el río. Observó detenidamente las piedras y codos de roca a través del agua helada que ahora empapaba sus botas y se dijo a sí mismo: ¿Por qué no?

      Descargó su polvorienta y remachada mochila, cogió una bandeja circular de hojalata y pala en mano cavó un pequeño hoyo al lado derecho del río. Llenó de tierra la palangana, la sumergió en el agua y con movimientos de vaivén empezó a escudriñar entre los restos de roca, fango y polvo.

      Repitió el proceso varias veces. En algunas ocasiones observaba alguna minúscula pepita de oro, casi imperceptible. Las contaba, almacenaba el número en su mente y continuaba haciendo agujeros a lo largo de la orilla del río.

      “Bien, debe haber una veta cerca… pero donde…”

      Observó el prado y murmuró para si mismo…. Derecha… centro… o izquierda…

      Trazó varias líneas rectas mentalmente a través de los orificios que había estando cavando en la orilla y en una segunda línea. Observó el terreno durante unos instantes, avanzó paso a paso y a los pocos metros se plantó, miró hacia abajo y dijo…

      “en el centro, sí, pero… a qué profundidad…”

      Depositó allí unas cuantas rocas de considerable tamaño. Se alejó unos buenos metros y con el sol ya a sus espaldas, plantó su pequeña tienda de acampada, encendió una hoguera, cenó restos de carne seca con algo de pan y dejó que fuera la iluminada noche y los mochuelos los que tomaran la vigilancia en aquella velada cristalina nocturna.

      “Sí, yo soy viejo, pequeña veta… pero tú lo eres más. Mañana daré contigo”. La última chispa humeante de la hoguera murió Y con esas últimas palabras de consuelo quedó completamente dormido.

      ****

       

      El crujir de ramas secas alertó a aquel ciervo joven que merodeaba en busca de alimentos. El sonido de la pala y los gritos de esfuerzo acabaron de ahuyentarlo.

      Gilius clavaba su pala en la húmeda yerba, la golpeaba con sus botas y con un grito primitivo apilaba un buen montón de tierra a un lado. De tanto en tanto se secaba el sudor de la frente con su pañuelo improvisado de vendas.  Estuvo cavando y cavando, viendo como ese pequeño orificio crecía junto con sus esperanzas de encontrar algo mejor.

      Luego de unas buenas horas de duro trabajo paró a comer algo. Reposó oyendo el canto de los jilgueros y el tintineo de las rocas chocando riera abajo.

      Continuó su labor. La fatiga no parecía hacer mella en él.

      Finalmente golpeó lo que aparentemente era roca calcárea. Dejó la pala y con sus sucias manos ventó el polvo de aquella roca. Agarró un pequeño trozo de reluciente oro. Una sonrisa, como la de un niño se dibujó en su rostro. Lo giró sobre sus gruesos dedos y el brillo de aquel metal precioso relució en sus ojos. Lo volvió a girar y entonces su sonrisa se desdibujó y su mirada se tornó fría. Había algo en aquel trozo brillante de metal… una figura reflejada en él.

      “No…”

      No tuvo tiempo a girarse, una flecha se le clavó en la espalda, justo debajo del pulmón derecho. Gilius cayó desplomado y poco a poco se fue formando un charco de sangre en su capa.

       

      Eran 2 medio-orcos armados con puñal y ballesta de mano. Sus pequeños ojos eran como dos clavos ardiendo y babeaban bilis negra por sus mandíbulas desencajadas.

      Esperaron pacientes a que el charco de sangre de su capa fuera lo suficiente grande como para asegurar que estaba muerto. Enfundaron sus ballestas y uno de ellos se acercó al cadáver.

      Agarró la cabeza de Gillius por su cabellera y justo en ese preciso instante, sacando fuerzas de no se sabe dónde, el enano se giró y le propinó un tremendo palazo al primer villano, arrancándole la mandíbula de cuajo, dejándole solo algunos pequeños dientes incisivos y la lengua colgando en un reguero de sangre negra. Cayó de rodillas y murió poco después.

      Gillius se levantó apoyándose en la pala que sostenía en sus manos y dijo: “¿Me habéis rastreado… habéis dejado que haga el trabajo sucio y ahora queréis arrebatarme también la vida…? ¡Sucios bastardos cobardes!”

      Al otro medio-orco le temblaba el pulso. Se le encasquilló la ballesta con el cuero del cinto y no atinaba a desenfundar por el temblor de sus manos. El enano, con una mirada enfurecida, se acercó lentamente hacia él y antes de que el humanoide pudiera llegar a entender qué estaba ocurriendo, le clavó la pala en un tajo vertical en pleno cráneo, abriéndole la cabeza en dos. Sus ojos salieron disparados por la presión del impacto, muriendo en el acto.

      Le habían herido, pero su armadura de cuero curtido frenó parte del impacto. Igualmente, le hirieron, pero en ningún órgano vital.

      Se sentó, herido y cansado. Se extrajo la punta de flecha en un grito de dolor ahogado. Aplicó un ungüento de yerbas medicinales sobre la herida y se la vendó con suma cautela.

      Ese mismo día acabó de extraer parte de la veta de oro. Arrojó los dos cadáveres en el foso y dijo: “Ahí está vuestra parte”.

       

      Herido no se atrevió a continuar su viaje, pero si pudo retroceder hasta el poblado más cercano. Desde lo alto de aquel valle se giró y observó el panorama. Puro, virgen, un terreno verdoso sin mancillar. Como si nunca hubiera habido hombre alguno allí. No había nada del hombre ni para el hombre.

    • Anónimo
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      Si las miras…

      Thunderhead estaba otra vez en la misma silla de roble, idéntica mesa de la misma esquina situada en la semejante posada de la idéntica calle que solía visitar, con su hacha limpia sobre la mesa, mientras el letrero marrón de la posada se balanceaba en la entrada a impulsos de la brisa marina.

      Dos extranjeros discutían en una mesa vecina sobre temas lo suficiente vanales para no causar interés de nadie, pero con una voz suficiente fuerte como para alertar a cualquier visitante incauto y de paso, darse aires de grandeza sobre gestas que nunca ocurrieron.

      Uno de ellos, de barba rojiza y considerable estómago sobresaliendo por encima del cinto de su pantalón de indigente soltó junto con algunas gotas de cerveza y saliva:

      • ¿¡2 Garras?! ¡Menuda estupidez!, ¡Yo he visto esos bichos, he lidiado con ellos… y te aseguro que no tienen 2 garras, tienen cuatro!

      A su vez, y sin dejar de terminar la frase, su interlocutor respondía de mismo modo:

      • ¡Te he dicho que son dos garras!, ¡yo mismo he matado cientos, se lo que me digo!

      Gilius observaba de reojo la escena sin ponerle demasiada atención. Pero cuando el alboroto era demasiado como para no dejarle ensimismarse en sus pensamientos, apartó la jarra a un lado, se giró completamente y apoyó sendos brazos sobre a mesa, mirando a sus interlocutores.

      Uno de ellos, que percibió el gesto, observó al enano y dijo…

      • Quizá el enano pueda “ilustrarnos” sobre Amygdalas del inframundo, él que se ha pasado tanto tiempo en esas minas oscuras lidiando con todo tipo de… “seres” ….

      Barba-Roja se giró y observando al enano por encima de su hombro continuó:

      • Sí… quizá él sepa más que nadie… a ver, enano, quien tiene razón… ¿él o yo?

      Gilius agarró su hacha y la envainó en su cinto (gesto que no fue del agrado de nadie), acabó su cerveza y dejó la jarra golpeando fuertemente la mesa. Se acercó a ambos individuos, se ajustó el cinturón y dijo…

      • Ninguno de los dos.

      Ambos se miraron entre sí y se giraron completamente, situándose enfrente del enano. Pero éste no cedió ni un centímetro, ni tan siquiera agachó la cabeza. Los miraba con mirada desafiante y boca en gesto de desaprobación.

      • ¡Pss eh! ¡Gillius, ven a sentarte aquí! – murmuró una voz de una mesa lejana.

      El enano se giró, dio la espalda a sus dos interlocutores con plena confianza y se sentó en una mesa del otro lado de la posada, dando por finalizada la discusión. Se sentó en una mesa junto a 4 personas más, las cuales estaban en medio de una partida de cartas.

      Avendrok era un humanoide de piel pálida, enclenque y fauces marcadas. La enclenque figura del cuerpo de Avendrok únicamente podía ser superada por su decrépito rostro, sobre el cual destacaba un conjunto de runas indescifrables tatuadas en su frente.

      Sonriendo como un maníaco homicida, miraba a Gilius como si se conocieran de toda la vida.

       

      Avendrok: ¿Qué haces discutiendo con esos idiotas? ¿Es que a caso tu tiempo no vale más que el que ya has perdido cambiando de una mesa a otra?

      Gilius: ¡Nah!… hacían demasiado ruido….

      Gilius observó las cartas delante de él. Miró al resto y dijo… ¿Debo jugar?

      Avendrok: Solo si tú quieres.

      Gilius levantó las cartas, las miró…. Y las devolvió en la misma posición que las encontró.

      Gilius: Paso.

      Avendrok: Si las miras, las juegas.

      Gillius: ¿Qué? Oh vamos, si ni siquiera he apostado nada….

      Jugador: Tú no, pero la persona que abandonó la silla antes que tú sí lo hizo. Si las miras, las juegas.

      Gilius: ¿Y si acabo de decidir que no me da la gana, vas a obligarme tú pedazo de estiércol? -Dijo el enano con mirada colérica, hacial el segundo jugador… el cual miró a Avendrok en un intento de auxilio ante aquella situación –

      Avendrok: ¡Eh, vamos vamos… es tan solo un juego, no hay que ponerse así! Pasas, lo entiendo. Únete a la siguiente ronda.

      Frunciendo el ceño y con mirada de poca aprobación Gilius pidió otra cerveza. Se quedó en aquella silla y así pasaron las horas, jugando cartas y charlando de temas tan banales y de poca importancia como la historia aquí contada. Eso sí, suficientes como para llenar su ego sobre gestas y historias que posiblemente… nunca ocurrieron.

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