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Tras días de vagabundear por los caminos y de su rápida visita a Takome, Leiriel volvió sobre sus pasos, de nuevo sin introducirse en aquel bosque que la llamaba poderosamente. La ciudad le había resultado casi insoportable, con su gentío yendo y viniendo por las calles, los gritos, los empujones. Se sentía fuera de lugar entre ciudadanos bien ataviados, y solo en los arrabales, como siempre, mezclada entre personas humildes, atisbó una cierta sensación de pertenencia. Jugó con niños harapientos y tristes e incluso espantó a maleantes que pretendían arrebatar lo poco que aquellas gentes poseyeran, dejándolas en la más absoluta miseria.
El olor a basura de los arrabales era tan intenso que cuando abandonó la ciudad, Leiriel, por primera vez, se dio cuenta de que otro aroma surcaba el aire, un olor a salitre que rápidamente atrajo recuerdos del mar a su memoria. Empujada por aquel efluvio que parecía provenir directamente de su pasado, se encaminó hacia la población que podía divisar a lo lejos. Supo que se llamaba Aldara, pero apenas se adentró en ella, la visión de las fortificaciones provistas de aquel armamento que veía por primera vez le provocó un rechazo que no pudo soslayar. Le hablaban en un idioma del que apenas comprendía algunas palabras y debido a ello, el sentimiento de aislamiento se acrecentaba. Ella solo quería estar cerca del mar, pero ni siquiera le permitían utilizar el elevador que la depositaría en los muelles.
De aquello habían transcurrido ya varios días, y ahora, atendiendo a la llamada del océano que no se veía capaz de eludir, tal como le ocurría con los bosques, se encontraba en Alandaen, un pueblo de pescadores al sur de Anduar donde nadie parecía fijarse demasiado en ella.
El mar, inmenso, infinito. De pie largas horas en el muelle, lo contemplaba con embeleso, preguntándose de dónde le nacía aquella necesidad de sentirlo cerca. Compró un catalejo y empleó muchos momentos oteando el horizonte, los barcos que lo surcaban, las criaturas que de vez en cuando aparecían para sumergirse al poco. Incluso se metió en el agua, al principio indecisa, pegada al muelle, aunque pronto descubrió que flotaba, que sabía moverse, como si en algún momento de su infancia hubiera aprendido y su cuerpo lo recordara.
Encontró un viejo bote que alguien terminó por venderle, pero ignorante todavía de los manejos más básicos y las ordenanzas del puerto, cuando quiso recuperarlo al día siguiente se dio cuenta de que solo quedaban restos esparcidos por el agua. Leiriel se dijo que algo así no volvería a pasarle y dedicó todos los ratos posibles a conversar con los pescadores que le hablaron de piratas, de corrientes, de islas lejanas, e incluso la enseñaron a hacer nudos y le desvelaron cómo fabricar pinturas. Se dio cuenta de que los conocimientos se entrecruzaban, de que para conseguir esas pinturas necesitaba plantas y grasa animal, elementos que sabía obtener de sus andanzas por los bosques.
Sentada en un rincón del muelle, observando, absorbiendo cuanto pudiera aprender, Leiriel estudiaba el cielo, leía las nubes y trataba de comprender los vientos. Quizás algún día podría tener su propio barco, tal vez encontrara respuestas más allá de la tierra que le prestaba los caminos.
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