Hayssz se acercó a la librería a depositar el viejo tomo, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el equilibrio. La infusión comenzaba a hacer efecto.
Tambaleándose, se acercó al gran heptágono dibujado con sangre sobre la fría piedra de la enorme sala.
Fuera, la fuerte lluvia arreciaba incesante sobre los ventanales y tejados del enorme templo.
Pero Hayssz no tenía tiempo que perder. Sentía que su consciencia le abandonaba, que se sumía en una total oscuridad. Su vista se tornaba negra, sus piernas flaqueaban, su frente perlada de sudor.
Con la determinación típica de su raza, el viejo hombre-lagarto recitó en alto los abismales versos que había estudiado de memoria, aún cuando no sabía qué era lo que iba a ocurrir.
El aire comenzó a espesarse, la sangre del heptágono empezó de pronto a hervir.
Hayssz no se había molestado ni en retirar los cadáveres de los pobres desdichados que había desangrado para dibujar los símbolos. Estaban apilados a un lado, contra una pared, y ahora se agitaban de forma macabra por culpa del temblor del suelo.
Las pocas antorchas colocadas en las ciclópeas columnas comenzaron a bailar agitadamente, hasta sumirse en un endiablado vórtice y apagarse.
El heptágono prendió fuego de pronto. Hayssz a duras penas podía respirar, pero su hechizo de fuerza de voluntad lo hacía mantenerse en pie. El fuego comenzó a subir, tomando una forma lejanamente humanoide.
El fuego siguió creciendo, hasta engullir a Hayssz. Mientras su carne se consumía, distinguió lo que parecían ser dos enormes ojos completamente rojos, a varios metros sobre él.
Aquello soltó lo que parecía ser una carcajada, y Hayssz se desplomó finalmente, muerto.
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