Extracto de las Crónicas de Gedeon
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Si algo sé de la existencia, es que nada sucede por casualidad. La casualidad
queda reservada a los ignorantes, a quienes no han alcanzado la iluminación
que otorga la omnisciencia, el ser consciente de todos y cada uno de los
sucesos que acontecen en derredor. La casualidad no tiene cabida en la vida
de un héroe, ni de nadie que aspire a serlo, y por lo tanto tal palabra ha de
ser borrada de su vocabulario.
Dos hechos que nadie relacionaba ahora tienen un fin en común. Ahora, cuando
la vida se escapa como arena entre mis dedos, veo claramente que sus caminos
llevan a la misma condena. Antaño fue Lord Gurthang, fiel siervo del exiliado
Paris, Dios del Bien, el que no creyó en la casualidad. Un gran error. Su
desaparición fue tan poco sonada como su condición original de Caballero del
Bien -lógicamente, Oskuro se encargó de taparla convenientemente-. Gurthang
tampoco vio en los dos hechos que hoy en día vuelven a acontenter paralelamente
su condena, su fin. Subestimó el conocimiento, el hecho de que todo ocurre con
algún menester.
Hoy, veo cómo el espíritu de los demonios absorve las mentes de los guerreros
débiles con su suculenta forma de espada y sus promesas de una gloria que jamás
llegará; y cómo el señor de aquéllos regresa a los infiernos de Eirea en pos de
su cruz. Y voy más allá de donde llegó Lord Gurthang, el antaño Padre de los
Demonios. Y, como yo, en los días antiguos sólo un codicioso shamán vio que
estos hechos tampoco eran obra de la aleatoriedad. Y su visión le convirtió en
el nuevo Padre de los Demonios, porque ensambló la más pura esencia de ambos
caminos. En los días antiguos, éstos eran la misteriosa Espada Negra -clavada
en las retorcidas entrañas del Lago de Cristal- y el corazón de la bestia que
hoy azota a los fétidos orcos.
Hoy, puedo ver la nueva identidad de ambas fuerzas.
Y mi primera plegaria siempre está dedicada a que nadie vuelva a unirlas.
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