El día 4 de Taran, a primera hora de madrugada, se abrieron las puertas de la gran corte nobiliar Imperial. A la luz de los relámpagos y acogidos por la lluvia, los pretorianos imperiales custodiaban la entrada de todos los miembros del consejo, así como de sus asistentes y escoltaban a la decena de asistentes legales del principal acusado de esta jornada: el propio Canciller.

Sin embargo el Canciller no se presentó a la sesión. Nada extraño en el mundo legal Dendrita, puesto que los procesos a nobles en una sociedad donde la principal guerra es la política son tan comunes que hacen que hasta los propios acusados deleguen en sus defensores y sus sobornos la tarea de defenderlos. Y hasta hoy ha demostrado ser bastante eficiente.

Tras ser juzgado por un miembro de la orden Inquisitorial de interrogatorios, los nobles involucrados, así como el juez y los defensores, tomaron asiento en sus respectivos puestos mientras se intercambiaban miradas y sonrisas repletas de intriga.

Para los nuevos ricos que asistían por primera vez a un juicio nobiliar no hubo gran espectáculo. Esperaban ver elaborados argumentos y acaloradas discusiones entre los involucrados mientras el emperador, sentado en su trono vociferaba órdenes y mandaba callar a los involucrados y lo único que tuvieron fue una sesión aburrida en la que cada parte exponía su situación ordenadamente y el emperador los escuchaba con los ojos cerrados, asintiendo mecánicamente y frotándose la sien para intentar rebajar el intenso malestar que le causaban las irritantes voces de los nobles.

Sin embargo, para aquellos que ya habían pasado por varios juicios, la cosa fue muy diferente. La cámara era un campo de batalla donde las armas eran la retórica, las sonrisas y las buenas maneras. Cada movimiento jugaba un papel crucial y era muy importante saber elegir las palabras adecuadas, puesto que con esta técnica se puede hacer pasar a un genocida por un simple mandado.

La demagogia de los acusadores (que cumplen la función que llevan a cabo los fiscales en otras culturas) no fue lo suficientemente buena para desbaratar la intrincada red de mentiras, sobornos e intrigas de la defensa y la sesión pronto se levantó siendo el Canciller exculpado sin ningún cargo gracias a su inmunidad diplomática y a la habilidad de su defensor.

Los nobles que iban a practicar su afición favorita, las apuestas sobre que cabeza de turco sería culpado en la sesión, no se llenaron hoy los bolsillos, pues el condenado en lugar del Canciller fue un modesto dependiente de una pequeña joyería.

En la sesión, todo fue bastante regular y hasta los siempre atentos inquisidores bostezaron al ver una cámara tan desprovista de trabajo.
El veredicto se dejó bien claro:

«La inmunidad del canciller es inviolable y ha de ser puesto en libertad inmediatamente bajo pena de ejecución sumaria a todo aquel que obstruya el proceso.»