Takome estaba bulliciosa aquel amanecer. Los mercaderes terminaban los preparativos que habían llevado a cabo durante la madrugada y los primeros ciudadanos comenzaban a valorar la calidad de alguna de las verduras ofrecidas. No había una sola nube en el cielo y el sol comenzaba a bañar la blanca torre del Alcázar en su luz anaranjada.

Nardiel avanzaba, vestido modestamente con un jubón morado y unas botas de caña alta muy desgastadas sobre unos pantalones de cuero negro. La recién coronada reina le esperaba mucho más tarde, pero al caballero siempre le gustaba disfrutad de la tranquilidad de Takome cuando paseaba de incógnito.

La luz del sol, que avanzaba por los oscuros callejones, comenzó a volverse borrosa. Nardiel trató de enfocar su visión, pero pronto se descubrió a si mismo abriendo los ojos para contemplar la chimenea, que se había quedado sin brasas.

El comandante honorífico de los templarios de Poldarn tenía frio, como todas las noches que sus mayordomos se despistaban y no alimentaban su hoguera. Nardiel intentó levantarse para recoger la leña, pero la artritis se lo impidió. Se resignó y se dedicó a arrebujarse en su pequeña manta de cuadros mientras hacía sonar una campana para llamar a sus mayordomos. De uno de sus bolsillos sacó unas pequeñas sardinas fritas que colocó en su regazo. Pronto Mo vino a por ellas, subiéndose a sus piernas y transfiriendo su calor al anciano caballero.

El gato negro era la única compañía del Comandante últimamente. Hace tiempo ya que sus guardaespaldas tuvieron que partir a ayudar en la guerra demoníaca, dejándolo solo con su gato, sus mantas y una visita ocasional de los mayordomos para traerle gachas con miel y cerveza caliente. Acarició a Mo mientras escuchaba los pasos apresurados de su mayordomo subiendo por la escalera de caracol, aunque no venía solo.

La puerta de la habitación se entreabrió y Nardiel no se molestó en mirar quién venía a verle. Estaba muy concentrado en como Mo terminaba de devorar una sardinita.

– Mi señor, tiene visita -susurró un respetuoso mayordomo desde la puerta-. Se trata de Ekaia, ¿desea recibirla?

Nardiel agarraba a Mo, que forcejeaba por librarse de sus manos callosas. El gatito negro solo disfrutaba de su compañía cuando este podía comer en su regazo.

– Hazle pasar y sírvenos cerveza. Y trae leña para el fuego, me estoy helando.

El mayordomo se apresuró a encender varias velas repartidas por la habitación y acto seguido relleno la chimenea con madera bastante verde. Le prendió fuego y esta empezó a chisporrotear de forma muy sonora.

Mo consiguió escapar de las manos de Nardiel tras darle un arañazo que dejó un pequeño rastro carmesí en su palma derecha. Nardiel se resigno y le hizo un pequeño gesto con la mano a Ekaia, que se sorprendió al ver la delgadez del brazo con el que lo hizo. Sabía, por lo que se decía en castillo, que Nardiel se encontraba mal… pero esto superaba sus expectativas.

Avanzando en la penumbra, Ekaia se colocó a unos metros a la derecha de Nardiel. Quedándose callada mientras el Comandante Honorífico se dejaba hipnotizar por el fuego.

Tras unos incómodos minutos, el restallido de una rama sacó a Nardiel de su estado meditabundo y este se encaró hacia Ekaia con aire de sorpresa. Durante unos segundos parecía que el anciano se había olvidado de la presencia de la sacerdotisa en la sala.

Fue el comandante el que rompió el hielo.

– ¿Qué os trae por aquí, Ekaia?. Es muy tarde para las visitas.

Ekaia vio como el vaho del comandante desaparecía ante su rostro: realmente hacía mucho frio.

– Mi señor, la razón de mi visita es el hermano templario Kramos…

Nardiel frunció el ceño y se resignó.

– No sigas, ya se de que va esto. Pero antes de que tenga que darle esto a otro hermano… a otra hermana furiosa, permita que beba mi cerveza antes de que enfrie. Deja pasar al mayordomo…

Ekaia se apartó cuando el mismo mayordomo que la escortóhasta la habitación del señor depositaba una bandeja de madera con dos jarras de cerveza caliente.

– Puedes marcharte, Mich, por hoy estaré bien -dijo el comandante a su mayordomo antes de pegarle un gran trago a la cerveza-. Bebe, muchacha. Hace frio y la cerveza caliente es buena para combatirlo. No es tan buena como la que solíamos hacer, pero hay que reconocer que tras la muerte de Rindall esta es la mejo…

– Si me permitís la osadía, mi Comandante, creo que hay temas más apremiantes que tratar -interrumpió Ekaia-. Prefiero no beber la cerveza. Vengo para que me nombréis Cazadora de Demonios.

Nardiel acabó la cerveza que le quedaba de un trago y depositó la jarra de madera en la mesita que tenía a su izquierda con fuerza, haciendo que el pequeño recipiente girase sobre su base antes de asentarse.

– Todos los cazadores sois iguales. Creéis que os guiais por fe, pero lo hacéis por ansiedad. Creéis que lucháis por la justicia, pero es la ira lo que os embarga. Focalizáis sentimientos extremos en vuestra lucha contra los demonios. Takome se llenó de gente como vosotros y la Cruzada acabó llena de extremistas y xenófobos.

– Pero nosotros luchamos contra los demonios, no contra nuestros hermanos. La furia justa es necesaria si pretendemos, algún día, rechazar a Alchanar -respondió Ekaia, claramente alterada-.

– Sí, claro, la furia justa -Nardiel cogió la otra jarra de cerveza caliente y le dio un trago-. Veo en ti una ira peligrosa, Ekaia. Antaño te habría alejado de la orden. Sin embargo, en estos días aciagos necesitamos gente como tú para librar la lucha contra los demonios.

Ekaia iba a decir algo, pero la mano de Nardiel se lo impidió, haciendo alusión del respeto que guardaba por su comandante.

– Conocí a alguien igual que tú en el pasado. No era una mujer, claro, porque entonces no admitíamos mujeres en la orden. Se trataba de un noble caballero que fue consumido por la rabia cuando los demonios acabaron con su mujer.

– Mi Comandante, no veo como una historia puede ayudarnos ahora, como ya le dije, el tiempo apremia, necesito el ta…

Nardiel cortó abruptamente a Ekaia con una mirada fulminante.

– Tú eres una sacerdotisa y yo soy el comandante. Ya no puedo luchar, así que ahora vas a escuchar lo que tengo que decir. Llevo aquí casi medio siglo y tu no eres más que una novata más en las filas de una hermandad que se desmorona. Intenta aprender algo -Nardiel señaló a Ekaia con la mano con la que sujetaba la cerveza, salpicando a la Sacerdotisa y buena parte de la alfombra del suelo con buena parte de la bebida de cebada-.

Tras dedicar unos segundos a limpiarse la manga, Nardiel volvió a su historia, profundamente avergonzado por su arrebato. El alcohol hacía mella en él, sobre todo cuando se pasaba todo el día bebiendo.

– No te entretendré más. Toma -Nardiel tendió a Ekaia un talismán plateado-. Ahora vete y haz lo que tengas que hacer.

Ekaia tomó el talismán con su mano derecha y dedicó unos segundos a mirarlo mientras lo apretaba fuertemente. Tras asentir a su comandante, comenzó a caminar hacia la salida.

La sacerdotisa contemplaba su propio reflejo en el talismán cuando se asustó. Un juego de luz de las antorchas había distorsionado su cara en la superficie de la joya, dándole un aspecto siniestro. Tras pensarlo varias veces, se dio la vuelta y se acercó a Nardiel.

– Ibais a hablarme de Kephen, ¿verdad, comandante?

Nardiel asintió en silencio, absorto con las llamas de la chimenea.

– ¿Qué fue exactamente lo que le pasó?

El anciano se recostó en su sillón y observó como el gato se acercaba al fuego.

– La furia pudo con él. La ira por la muerte de su mujer agotó con su cordura, sus votos y su fe. Más tarde, la misma ira reclamó su vida cuando sucumbió al abrazo de los mismos demonios que había jurado matar.

Ekaia asintió. Sus estudios de erudición le habían hecho toparse con la historia de Kephen Phaller alguna vez, aunque no conocía todos los detalles.

– Cierto es que murió, mi Comandante -replicó-. Pero así lo hicieron tantos otros hermanos. Su juicio se nubló y abandonó el camino de los caballeros, pero jamás el de Poldarn. Destruyó el orbe de ceniza de Alchanar, que nos permite existir hoy en día. A nosotros y a Takome…

Nardiel miró de reojo a la sacerdotisa.

– ¿Crees que su historia ha acabado?. La ira encuentra un camino. La furia desmedida siempre encuentra una forma de llevarse mas vidas. Su muerte solo sirvió para que esta misma cólera se despertase en sus dos hijos. Dos hijos que hoy en día luchan entre ellos, pues ambos defienden puntos de vista distintos sobre la vida de su padre. Ambos defienden puntos de vista erróneos. Ambos, tarde o temprano, caerán en el abrazo demoníaco de nuevo.

Ekaia se apoyó contra la chimenea, quedándose en frente a Nardiel.

– ¿Pero que pasó, mi Comandante?, ¿como pudo la ira justa propagarse a sus hijos?, ¿quienes son ellos?, ¿cómo empezó todo esto?

Nardiel golpeó el tronco más grande de la chimenea con un atizador de hierro.

– ¿Estás interesada en saberlo?, entonces dejame hablarte de la historia de Kephen y el destructor. Déjame hablarte del demonio Rogahorttharminathar.