La luz plateada de la luna blanca bañaba la roca del nacimiento. En breves momentos la luna verde aparecería de entre las nubes y su fiero resplandor ocultaría la palidez de aquella quién los hombres-lagarto consideraban su esposa. Era el momento de la elección, del nacimiento; de elegir aquello que tiene oportunidad de traer nuevos genes, nueva fuerza, nuevo poder al ejército de Ozomatli.
Los más puros prosperarían, aquellos que no diesen la talla serían arrojados a los tiburones. Así fue siempre; así será por siempre.
El escuálido y anciano chamán-consejero se metió en la boca una oronda rana morada, entera y recién cazada de un cenagal. Su hocico triangular se movió mientras sus ancianos dientes luchaban por partir los huesos de la rana y triturar sus glándulas venenosas. Cuando estas fuesen digeridas, el veneno que contendrían ayudarían al hombre-lagarto a entrar en un trance más alucinógeno que religioso que le ayudaría a comunicarse con Ozomatli.
Sus pupilas se dilataron, abandonando su forma reptiliana para convertirse en dos esferas negras que convertían el otrora habitual amarillo de sus ojos en un pozo de oscuridad rodeado por una pequeña línea continua amarilla. El chaman subió a la roca del nacimiento, que se estiraba a una decena de metros sobre el mar embravecido. Aquella noche se acercaba una tempestad. Aquella noche el mar era feroz y lo demostraba chocando contra el acantilado con una fuerza descomunal.
El aire a salitre y el viento gélido afectaba a los huesos del anciano chaman, pero cuando las alucinaciones llegaron a su punto álgido ya no sintió los achaques de la edad.
El chaman se enfundó su casco de huesos, que perteneció en otra vida a un gran guerrero hombre-lagarto muy vivo cuyo cuerpo ahora se había convertido en escudos, armaduras, cascos, brazaletes y multitud de herramientas usadas por los chamanes lo suficientemente influyentes como para conseguir alguno de sus pedazos.
Su rostro arrugado y decrepito se convirtió en una calavera de hombre-lagarto que reflejaba en sus cuencas oculares vacías la mortecina luz de las dos lunas, que ahora comenzaban a entremezclar sus luces.
Velian estaba a punto de eclipsar a Argan. El resto de chamanes empezaron a llevarle los utensilios del ritual: un cuchillo, varios cuencos con pigmentos de colores y un rosario hecho de huesecillos sacados de la columna vertebral de varios caimanes jóvenes.
Pronto empezó el desfile. Los ayudantes del chamán-consejero comenzaron a entregarle a su maestro las crías de la nueva ovada, una por una. Todas esas crías habían nacido bajo el doble auspicio de las lunas, lo que era un signo excelente que auguraba un futuro repleto de gloria y sangre para todas las crías.
El chaman consejero tomaba cada cría; examinaba bien sus dientes, su complexión, sus gónadas y su estructura ósea. Las crías no se inmutaban ni cuando el anciano introducía un dedo en su cloaca para comprobar su temperatura. Si valían, el chaman las marcaba en la frente con el pigmento rojo y grababa una runa con su cuchillo en el pecho de las crías para marcar su destino en vida. Aquellos destinados a ser gloriosos incursores recibirían la runa Oxyatl, los chamanes eran benditos con la runa de Ozomatli, los bárbaros y soldados -despojos de la sociedad- eran estigmatizados con la runa de Xapatek -que los marcaba como poco más que esclavos-, por último, los hombres-lagarto que podían ser ladrones eran marcados con el pigmento negro y no se marcaban; se entregaban al general del Ala Negra, que seguiría sus propios rituales,
Sin embargo no todas las crías pasaban esta escrupulosa prueba. Aunque los chamanes-consejero encargados de seleccionar los mejores genes de los hombres-lagarto de Grimoszk sabían muy bien lo que hacían, en ocasiones las crías no obtenían los resultados esperados (o el chaman-seleccionador pensaba que no lo obtenía). Estas crías eran marcadas con el pigmento rojo y estigmatizadas con la runa de Trinitario en su estómago. Los movimientos requeridos para crear esa runa, por si mismos, infringían una herida casi mortal en la cría. Después, estas eran arrojadas al mar embravecido donde las olas las aplastarían contra la costa o las decenas de tiburones o sajuaguines reunidos allí darían cuenta de su cuerpo.
Muchas criás fueron descartadas. Mucha sangre lagarta se derramó en el mar. Al día siguiente, el amanecer trajo un centenar más de esqueletos de hombre-lagarto a la costa para apilar en la cámara de evolución. Otro día de selección había pasado. Como siempre había pasado hasta hoy. Como siempre pasaría desde hoy.
Sin embargo, algunos hijos de Trixarioryx eran lo suficientemente tenaces como para resistir la acometida del mar, los sanguinarios ataques de los tiburones y las abducciones de los sajuaguines. Estos renegados escapaban a las costas cercanas donde podían regenerar sus heridas y comenzar a alimentarse de la fauna cercana.
Las costas de Eirea están repletas de animales peligrosos, pero ninguno de ellos está por encima de la escala alimenticia cuando hay un hombre-lagarto por el medio. Estos hombres-lagarto exiliados son los depredadores ápex de las costas de Eirea. Sus instintos asesinos, armas naturales y rabia animal los convierten en criaturas que son capaces de medrar a un tamaño descomunal en poco menos de 6 meses.
En su juventud uno de estos renegados ya pudo haber devorado a más de un aventurero y cuando crecen solo conocen una furia inmensa contra sus antiguos padres de Grimoszk. La marca de Trixarioryx les infunde odio y rabia, convirtiéndolos en criaturas muy peligrosas.
Su instinto de supervivencia y el espíritu animal innato de los hombres-lagarto los ha convertido en una criatura que ha despertado la atención de Ralder: no deben pleitesía a nadie, sea del bando que sea. Hacen lo que quieren y como quieren y aquellos que han decidido seguir el camino de la bestia no se pararán ante nada, sea el claro Nyathor, sea la fortaleza de Grimoszk o el sino maldito que le augura la cicatriz de su estómago.
Deja tu comentario
Debe iniciar sesión para escribir un comentario.