Habían pasado más de 20 años desde que Galuzur pisara por última vez las ardientes tierras de Golthur-Orod.
20 años dedicados a estudiar los misterios de los espíritus y los planos. Pero había válido la pena. El Dios de la Guerra estaría complacido con sus descubrimientos.

Sin embargo, algo no estaba bien. Cuando desembarcó en Juggash-Bur, no había ningún barco en el muelle. Pero pensó que habrían zarpado a vencer alguna batalla. Y luego al llegar al Bastión de Arad-Gorthor, no había ejercitos marchando. De nuevo, solo podía pensar en alguna guerra librada en tierras lejanas. Pero no lo comprendía. ¿Si había una guerra, por qué no estaban funcionando las forjas del Templo de la Metalurgia?

Siguió su camino, buscando una explicación a lo que veía. Y a lo que no veía. Al llegar a las puertas de la Fortaleza Negra, los guardias le cortaron el paso. No sabemos quien eres, dijeron. Débiles, cobardes. ¡Había miedo en sus ojos! Un Chamán de la Orden Negra, asustado. Lo único bueno que se podía decir de él es que era capaz de reconocer su poder. ¿Pero como era posible que un chamán mediocre fuera el encargado de defender las puertas de la mayor fortaleza de Dalaensar? Tenía que descubrir que estaba pasando.

-Amri Xeno Haltem.

El Gran Arcano de la Guerra que acompañaba al chamán quedó retenido. Galuzur miró fijamente al sacerdote, extendiendo su mano hacia él.

-Forgis Vondt I Sjel

El cuerpo del chamán cayó al suelo sin vida. Lord Gurthang ya se ocuparía de su espíritu.
Se volvió hacia el mago, que incluso estando retenido temblaba.

-No voy a matarte. Haz saber a todos que Galuzur ha vuelto.

¿Qué estaba pasando? ¿Como era posible que el Señor de la Guerra tolerara entre sus filas a combatientes como estos? Necesitaba saber que habia pasado durante su ausencia. Y la mejor forma de hacerlo era hablar con los que habían seguido aquí. Vivos o muertos, conocerían la historia.

Galuzur se dirigió a la Catedral de la Guerra, y se arrodilló ante el sarcófago de su Señor. Empezó a entonar un cántico, lento y grave. Poco a poco, su mente y su cuerpo se separaron. El estado necesario para escuchar a las almas de sus hermanos. Poco a poco, una cacofonía de voces llenó su cabeza. Pasaron horas, quizá días, hasta que consiguió entender lo que decían.

-Gurthang está débil.
-El Sexto Círculo ya no es suyo.
-Nadie puede controlar a Targahs
-Dicen que han visto a Oxiagon descuartizando a un chamán.

Al final, reunió los retales de la historia.
Durante su ausencia, el número de chamanes disminuyó. Y no solo había pocos, si no que satisfechos con los poderes que tenían, olvidaron al Señor que se los había concedido. Más grave aún, olvidaron por qué se les habían concedido.
Ya no había batallas. Ya no había guerras.
Sin seguidores fuertes, ningún dios es poderoso. Ni el mismísimo Lord Gurthang.
Mientras tanto, en el Sexto Círculo del Abismo, los Ancestros no eran ajenos a lo que pasaba. Gurthang ya no era el de antes. Sus palabras eran las mismas, pero ya nadie las creía. Ni las temía. Las cadenas que subyugaban a Targahs y Oxiagon se fueron debilitando, y con el tiempo ganaron tanto poder que podían resistirse a ser invocados por los chamanes, que ya no eran si no una sombra de lo que habían sido.
Despesperado, el Dios de la Guerra se materializó en el Abismo para hacer frente a los Ancestros rebelados. Pero un Gurthang al que ya nadie escuchaba, al que ya nadie creía, no tenía la fuerza suficiente. Tampoco Targahs y Oxiagon tenían la fuerza para vencerle, pero no les hizo falta.
Simplemente no hubo batalla. Los Ancestros más poderosos del Sexto Círculo se liberaron.
Ni los más sabios chamanes encontraron las palabras para describir la rabia de Gurthang. Había cometido errores que el Señor de la Guerra no puede permitirse. La desesperación no debía guiar sus actos. Alguien tendría que pagar por lo ocurrido.
Lord Gurthang fijó sus ojos en aquellos que le habían abandonado. Esas débiles y patéticas criaturas que osaban hacerse llamar sus seguidores. Esos mortales que estaban cayendo en manos de enemigos que deberían haber temblado ante la visión de un hijo del Señor de la Guerra.
Cada vez que uno de ellos sucumbía, su espíritu ya no era resucitado. Era condenado a vagar eternamente por La Infinita Llanura.
Galuzur salió de su trance, agotado. No podía creer lo que había oido. Había que hacer algo. Reuniría a todos los chamanes que pudiera encontrar, y presentarían sus respetos al Señor que no deberían haber olvidado.