Como sucedió ya en otras muchas ocasiones, el bramido ahogado de mi padre me hizo abandonar el sueño prematuramente. La vívida pesadilla de su muerte regresó para reconcomerme en ésta noche aciaga, como gusano que corrompe el corazón de una fruta. Con éste, ya he perdido la cuenta del número de presagios augustos que hemos recibido este año.
Desvelado y sudoroso, consigo levantarme y abandonar mi lecho. La madera rechina bajo mi peso y las sábanas que se arrebujan en mis piernas caen al suelo, retorcidas y ajadas. Me enjugo la frente con la palma de la mano y voy a lavarme la cara con la palangana de cobre que esconde el biombo de mi habitación. No está muy fria, así que no me ayuda a espabilar.
El sopor hace que me quede absorto, contemplando como las gotas de agua resbalan con arbitrariedad por las innumerables arrugas de mi cara antes de dejarse caer sobre mi barba trenzada. Varios minutos pierdo así, perdido en la superficie brillante y nacarada del espejo que de la misma forma contemplaban mis antecesores en otra era.
Finalmente mi mente responde y me determino a salir para aplacar las preocupaciones que me reconcomen. Rebusco en mi baúl de ropa un jubón, dos botas y un pequeño pantalón con su cinturón, dejando el suelo de la habitación plagado de prendas aún limpias y arrugadas. Tras vestirme, me cubro con una capa y suspiro antes de enfrentarme a mi progenitor.
Me detengo en el umbral de la puerta de mi habitación. Ahí está él: mirándome con expresión ceñuda desde un enorme retrato. Su gran barba blanca esconde su expresión, por lo que es dificil adivinar su estado de ánimo. En el pasado lo intenté en muchas ocasiones y la conclusión siempre fue la misma: está decepcionado. Sin darle más vueltas, abandono mis estancias y me dirijo al exterior.
Las cuevas están frías, silenciosas y envueltas en penumbra. Algunas siluetas se ven a mi alrededor, danzando a la luz de las antorchas. Un gélido viento proveniente del exterior de la montaña silba al entrar en los túneles a decenas de metros sobre mi cabeza y hace que esconda mi cara en la capucha. Siempre fue mejor así.
Comienzo a caminar. El eco de mis pasos resuena en los largos y anchos túneles de Kheleb-Dum, que ahora están sumidos en la calma nocturna. El tamborileo lejano de alguna filtración acompaña mis pasos y en el techo -oscuro como el carbón- veo los ojos brillantes de los murciélagos, que a éstas horas están acechando en silencio a su próxima presa. Tras un rato andando, la luz de una lumbre se hace más intensa a medida que me acerco a la puerta de una taberna solitaria.
Ésta me recibe con un golpe de calor cuando abro la puerta y me siento en la alfombra del suelo al lado del fuego, de donde tomo una taza de estofado que vuelco en una hogaza hueca de pan moreno. Pronto, una soñolienta moza me recibe y -previo intercambio de saludos y unas cuantas monedas- sale a buscarme una buena jarra de leche fresca de cabra.
La jovencita, de no más de 80 años, me deja la leche en el suelo y se va a atender a un grupo de enanos que ha entrado siguiendo mis pasos. Por el ruido que hacen están armados y por sus gritos… completamente ebrios.
Vulgares guardias de patrulla -pensé-. Soldados que acuden a las tabernas a liberar tensiones y beber para olvidar. ¿Quién puede culparles?, las cosas últimamente no van bien. Decido olvidarme del jaleo a mis espaldas y centrarme en lo que tengo delante.
Tras un par de largos sorbos me termino el caldo de mi estofado. Estaba caliente, pesado y muy salado, como nos gusta a los enanos. La zanahoria muy blanda para mi gusto, pero la ternura de la carne de cabra me hizo perdonar tal defecto. Tras comerme el pan que antes me sirvió de cuenco me termino mi leche de un solo trago, derramando algo sobre mi barba enmarañada. Corto una fina rebanada más y la uso para limpiarme la barba y la boca antes de comérmela. Mi pequeña escapada ha de terminar, antes de que alguien me eche en falta.
Comienzo a andar hacia la salida y contemplo a los siete enanos que ahora se sientan alrededor de la única mesa larga de la taberna. Las rúbricas de sus armaduras pronto me desevelan una verdad incómoda: no son reclutas de pacotilla, ¡son Khazads!, ¿qué hacen soldados de tal renombre comportándose de forma tan vulgar?, una cosa es un grupo de jóvenes guerreros, pero éstos luchadores son nuestros adalides.
Otrora los Khazad Dum Uzbad eran un símbolo de honor y renombre entre nuestro pueblo. Combatieron mano a mano con Durin contra Drakull y se encargaron de proteger al trono desde entonces, ¿cuándo fue que estos nobles enanos se convirtieron en borrachos?, el futuro del pueblo enano dependía de guerreros como ellos.
Me adelanté hacia la mesa y golpeé la mano del que intentaba agarrar la cintura de la joven moza de taberna entre sonoras risotadas. Ésto hizo que sus carcajadas y gritos cesaran y causó que todo el grupo se levantase al unísono, como activados por un resorte.
– «¿Esto es a lo que os dedicáis los Khazads ahora?» -pregunte sin darles tiempo a que abriesen la boca- «¿a beber de noche y acosar a las mozas de taberna?» -Dije con voz grave a un enano de barba negra- «¿qué pensará el pueblo de unos defensores como vosotros?»
De un sopetón el enano se liberó de mi abrazo y me empujó hacia atrás. Cedí, puesto que no me lo esperaba, pero mi mirada permaneció clavada en sus ojos grises.
– «¿Qué es lo que quieres, viejo?» -respondió, extrañado- «¿No ves que solo estamos divirtiéndonos?».
– «¡Eso!, ¡eso!, ¿qué sabrá ese anciano de los Khazad?» -respondió la multitud al unísono.
– «¿Divertiros?» -respondí tras tomarme varios segundos para tranquilizarme- «Nuestra raza está bajo asedio por horrores de la infraoscuridad y vosotros, nuestra guardia de élite, nuestra esperanza… ¿os dedicáis a beber y a acosar a jovencitas?, ¿no deberíais estar haciendo algo más importante?, ¿no deberíais estar en los túneles?, hay jóvenes, mujeres y ancianos muriendo allí abajo… Mi madre tiene más barba y más valor que todos vosotros.»
– «¡¿Qué has dicho, viejo?!» -contestó un enano de barba roja que avanzaba decidido hacia mi- «¡¿que tu madre tiene más barba que nosotros?!» -un cuchillo acompañaba ahora sus palabras.
La cosa se pone preocupante. Estaba claro que fanfarronean. Un Khazad, ¿amenazando a un viejo?, no, no puede ser… será mejor templar los ánimos y aclarar las cosas.
– «¿Es que ahora atacáis a un viejo desarmado en lugar…»
No tuve tiempo para terminar. El cuchillo del enano se lanzó fugaz hacia mi abdomen y, a duras penas, logré apartarme de su trayectoria. La moza de la taberna chilló y escapó del recinto.
De inmediato me recompuse y reaccione, propinándole un tremendo rodillazo en la cara a mi atacante, derribándole y dejándole aturdido y boca arriba en el suelo de la taberna. Tal acción no pasó desapercibida por sus compañeros, quienes rompían los lazos de paz de sus vainas y desenfundaban sus mazas y hachas de mano.
– «Muchachos, tranquilizaos, no soy vuestro enemigo. Solo soy un anciano ¡y vuestro compañero pretendía matarme!, ¿de dónde viene toda esta rabia?»
Intento calmarlos a todos, incluso pienso en resignarme y dejarlo pasar, pero antes de que mis palabras surtiesen alguna reacción, el enano de barba roja que había derribado se incorpora y me clava su cuchillo en el ojo izquierdo.
Caigo al suelo rodando entre aullidos de dolor. El sabor cobrizo de la sangre impregna mis labios y mis fosas nasales. Intento mover el cuchillo, pero la punzada de dolor que me provoca me hace desistir.
Tras unos segundos logro procesar todo lo que ha sucedido y contemplo con mi ojo sano como mi agresor se rie de mi a carcajadas. Los tatuajes azules de sus mejillas están salpicados de sangre, no se si la suya o la mía.
De súbito, me incorporo y derribo al barba roja de una embestida, rematando la faena con varios puñetazos que le dejan completamente desorientado. Retiro el cuchillo de mi ojo con un único movimiento que me hace gritar como un chiquillo y lo uso para cortar la barba roja de mi agresor.
Con mi rival aún aturdido, me levanto y me percato del silencio sepulcral que se hace en la taberna, solo roto por el sonido de las armas del resto de enanos cuando caen al suelo y me miran con estupor. Varios de ellos están, arrodillados, en el suelo.
Entonces me doy cuenta de que me han reconocido. La lucha me ha descubierto la cara y los impresentables que están a mi alrededor ya no están tratando con un viejo, están en presencia de Darin, hijo de Durin y Rey de Kheleb-Dum.
Devuelvo la barba que sostengo a su propietario, arrojándosela a la cara y dejando una estela de pelos del color de la llama en el aire. Arranco una pieza de mi capa y la uso para detener la hemorragia de mi ojo. Entonces me decido a hablar.
– «Son tiempos aciagos, tiempos en los que nuestra raza está en peligro.» -declaré mientras observaba, uno a uno, a los Khazads que me rodeaban- «Los Khazad Dum Uzban solían ser un símbolo de nuestra resistencia estóica, de nuestra fuerza, ¡de nuestro valor!, ¡representaban los ideales de nuestra raza!»
Mi público estaba inmóvil; unos intentaban balbucear algo, otros lloraban al comprender la gravedad de lo que había sucedido.
– «¡Y ahora, haraganes, no sois más que un símbolo de nuestros peores defectos!, ¡sucios!, ¡borrachos!, ¡furiosos!» -exclamé, enfurecido- «¡Los guerreros que sirvieron a mi padre ya no están entre nosotros!, ¡y eso no lo pienso tolerar!, ¡los Khazad han de ser el orgullo de nuestro pueblo!»
Arrojo el cuchillo al suelo, clavándolo a escasos centímetros de la cara del barbarroja, quien no había intentado moverse desde nuestro último roce.
– «Desde hoy ocultaréis vuestras barbas en verguenza. Desde hoy no seréis más que despojos de nuestra sociedad; no seréis laureados por vuestro estatus, ¡solo por vuestras hazañas!»
Dejo que mis palabras hagan efecto en mis oyentes antes de despedirme.
– «Solo aquellos que pertenezcan a la Guardia de Piedra se ganarán el derecho a mostrar su barba. El resto seréis considerados chusma, un recuerdo funesto de los valores perdidos de nuestra raza.» -señalé al barbarroja antes de continuar- ¡Y tú!, preséntate en los calabozos y elige la celda que más te guste. Veré que hago contigo.».
Salí de la posada y seguí el tunel de vuelta al trono, ahora con un montón de miradas que contemplaban a su nuevo rey cíclope desde las ventanas de sus casas.
Ya era hora de actuar. Ya era hora de dejar las cosas a medias. Si íbamos a sobrevivir a lo que se nos avecinaba… tendríamos que empezar a comportarnos como enanos.
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