Los habitantes de Takome, contemplaban con una mezcla de pavor y estupefacción como un relámpago carmesí deflagraba la plaza de la justicia, dejando un rastro de azufre en el aire allí donde su nuevo visitante había aterrizado.
La figura en llamas, con la forma de un medallón, levitaba alrededor del bastión de plata golpeando a todos sus habitantes con largos apéndices ígneos que les segaban como si fuesen trigo maduro, reduciéndolos a ascuas languidecientes escasos segundos después de su caricia.
Los escolares, que reconocieron a la figura como uno de los avatares de Seldar más infames, contemplaban con pavor como la férrea guardia de la cruzada de Eralie fallecía ante las acometidas de la entidad, la cual después se abrió paso hacia el alcázar real, apartando tanto a ciudadanos como a los más insignes héroes de Takome con los latigazos descuidados de sus extremidades. Entre aquellos que fueron reducidos a cenizas se encontraba el mismo bardo que con su locuaces provocaciones fue culpable de atraer a la entidad.
La reina, la primera en hacerle cara junto a su guardia real, retuvo a la entidad el tiempo suficiente para que las fervientes plegarias que se entonaban al unísono en la catedral de Eralie surtiesen efecto, trayendo consigo una explosión de luz que dejó tras de si una forma amorfa de energía benigna.
La nube de luz comenzó a fustigar a la criatura del Señor del Mal con descargas de energía divina que hacían que las paredes del alcázar comenzasen a agrietarse y quebrarse. Semejante poder denotaba que otro avatar, éste de Eralie, había decidido enfrentarse a su sempiterno antagonista.
Las dos figuras inmortales comenzaron a intercambiarse golpes de forma tentativa e inmediata, casi conteniéndose, en lo que parecían los movimientos calculados de un baile entre dos amantes tímidos. Pronto la energía del avatar de Seldar parpadeó hasta hacerse más tenue, desapareciendo cuando un último fogonazo de luz destruyó el medallón flotante en mil pedazos, que se consumieron hasta convertirse en ceniza.
Una mano paso por el orbe, que dejó de transmitir imágenes para volver a su característica opacidad que reflejaba la preocupada cara del Augur en su superficie.
En otra era, semejante evento sería considerado como un indicio del fin de los tiempos, pero en este ciclo ya se estaban viendo demasiadas manifestaciones, lo que lo había convertido en un evento demasiado frecuente. Gedeón lo sabía. No era el primer duelo de avatares que se dio en esta Era, pues aún años atrás el hijo de Paris se había alzado para librarse del yugo de Seldar. Ahora, el Usurpador se manifestaba… ¿por las provocaciones de un bardo?… No. No podía ser. El ingenio del dios del Mal ocultaba algo más y Gedeón también lo sabía.
El plan de Khaol comenzaba a surtir sus efectos. Los fragmentos del arma de Rutseg habían enfrentado a los dioses y estos comenzaban a medirse las fuerzas con estas manifestaciones. Pronto las cosas comenzarían acelerarse y vendría la guerra.
El vigía cruzó los brazos, resguardando las manos bajo las amplias mangas de su túnica, y comenzó a caminar en el medio del inmenso vacío blanco en el que se encontraba.
– Uno cree que es la hora de reunirse con el antiguo discípulo -dijo Gedeón, dirigiéndose a nadie en particular-. Uno no sabe dónde se esconde ahora su antiguo compañero y puede que necesite un tiempo para encontrar la biblioteca, así que ahora será tu responsabilidad el encargarte de la estación de sacrificios y del adoctrinamiento.
Un gran minotauro de pelo cobrizo emergió de la sombra que proyectaba Gedeón y asintió, taciturno.
– Me encargaré de los sacrificios y prepararé al siguiente peregrinaje -contestó con voz grave- ¿Ha llegado la hora?
– No -Gedeón negó con la cabeza-. Uno tiene que intentar volver a la biblioteca y convencer al discípulo. Si uno no lo consigue… entonces sí. Entonces será la hora de que uno reforje la cruz de hierro.
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