En un abrir y cerrar de ojos el bosque reemplazó el silencio nocturno por el ajetreo de una reyerta abierta.
La lucha empezó con el atronador sonido de los cascos de Filverel, quién marchaba a la carga con sus cuernos por delante hacia el frontal de la columna.
Lejos de asustarse, los disciplinados soldados convirtieron su columna de dos filas en una formación en la que cuatro escudos de Mithril servían como barrera para que los tres pretorianos se aposentaran tras ellos, extendiendo sus alabardas entre los resquicios del muro que los protegía.
Pero eso no significaba nada para Filverel. La furia se había apoderado de él y el cuerpo de media tonelada que estaba controlando se movía con un ímpetu que ya no podía controlar.
Impactó ruidosamente contra el muro de Mithril, que se quebró como un montón de ramitas secas, y lanzó los cuerpos rotos de dos soldados por los aires, no sin antes sentir como dos alabardas le mordían en el pecho y el flanco, partiéndose una de ellas bajo la fuerza del impacto.
Con un movimiento de su poderoso cuello, corneó a un tercer soldado que salió despedido por los aires, terminando su trayectoria al impactar contra uno de los árboles que había jurado proteger. El rocío de los arbustos del suelo se tiñó de rojo cuando la estela de sangre regó el suelo.
Cheyrth volaba en círculos sobre el combate, observando como el pretoriano cuya arma no se había clavado en Filverel comenzaba a flanquear a su hermano para ejecutarlo.
La elfa, con la fiereza propia de los de su estirpe, obligó a su cuerpo de Roc a descender en un vertiginoso y veloz picado que terminó cuando sus poderosas garras se hundieron en los hombros y axilas del cuerpo del pretoriano.
El boom sónico ocasionado por volar a tal velocidad pronto alcanzó a sus movimientos, restallando al tiempo que los ojos del imperial le eran arrancados con dos fuertes picotazos. Dispuesta a repetir la maniobra, Cheyrth dejó de lado el cuerpo quebrado de su víctima y comenzó a alzar el vuelo.
Pero Ryogar Daranth no estaba dispuesto a permitirle salirse con la suya. Aposentado en el medio de la formación, el arquero arcano de la orden de Ébano disparó una humeante flecha negra que se hundió en el cuerpo de la aberración que había caído de los cielos, haciendo que su despegue se detuviese.
Cheyrth cayó de bruces justo en el medio de los cuatro leñadores, que, amedrentados pero decididos, empuñaron firmemente sus herramientas de trabajo dispuestos a hacer con el Roc lo mismo que venían haciendo con los árboles.
Daranth conjuró una flecha mágica que colocó en su arco antes de tensarlo, decidido a atravesar la cabeza del ave gigante que agonizaba a sus pies. Con esa flecha vengaría la vida de todos los habitantes de Ysalonna que habían muerto injustamente a manos de estos engendros. Pero su flecha nunca llegó a volar.
Arlen, que acechaba entre las sombras, se abalanzó sobre él antes de que pudiese reaccionar y lo derribó bajo el inmenso peso de su cuerpo de leona.
El cuerpo de su víctima se resintió y crujió, pero éste continuó resistiéndose en un nada desdeñable ejercicio de tesón. Dos brutales zarpazos terminaron con sus esfuerzos al destrozarle la cara y los huesos frontales del cráneo.
Llevada en parte por la rabia y en parte por la intensa angustia de lo que había perdido a manos de los Dendritas, Arlen rugió, causando que los profanadores que la rodeaban aflojasen el agarre de sus hachas y comenzasen a retroceder.
Pero entonces llegó el Raug dä, que alcanzó a los profanadores, vociferando órdenes en un idioma maldito y empujando a sus lacayos con el astil de su hacha, quienes parecían tener más miedo de su superior que de la impresionante bestia con la que habían vuelto a encararse.
Apenas llevaban unos segundos de emboscada y Shihon ya sabía que el plan se había ido al garete, pues Cheryth, la piedra angular de su táctica, ya había sido herida de gravedad.
Confiando en la fuerza de su prometida Arlen, el cabecilla saltó entre las copas para dirigirse al frontal de la reyerta, donde Filverel forcejeaba con una alabarda que le retenía mientras el único de los soldados rasos que había sobrevivido a su impacto se preparaba para flanquearle, protegido por el avance de un pretoriano que sostenía una alabarda quebrada.
Shihon se dejó caer sobre ellos, aprovechando su tiempo en el aire para polimorfar su brazo derecho, que chasqueó cuando los huesos se rompían, los tendones se entrelazaban de nuevo y los músculos se fortalecían.
Al caer, una poderosa garra de oso había hundido y partido el cráneo del soldado con espada, pero el pretoriano que lo acompañaba no se dejó intimidar ni por la transformación parcial del elfo ni por el estado de su arma, y se abalanzó sobre él con un silencio solemne.
Shihon dejó que su inercia le ayudase a rodear al alabardero, esquivando así su acometida y situándose a su espalda. Para hacer hincapié en su ventaja, convirtió su cara en un rostro de lobo que emergió de su nariz como un horripilante pilar repleto de dientes que se hundió en la yugular desprotegida de su víctima.
Lamard du Gall sostenía con fuerza su alabarda, canalizando sobre su astil todo el poder arcano del que podía hacer acopio para mantener a la bestia-toro apartada. Escasos segundos ha, había presenciado como el segundo mutante había acabado con la vida de sus hermanos de forma repugnante.
Horrorizado ante la blasfemia de estos indígenas que se negaban a aceptar al credo imperial y a respetar la vida de sus ciudadanos, Lamard retiró el arma del cuerpo del toro y canalizó el poder de su voluntad en su hoja, haciendo que ésta se pusiese al rojo blanco. El gran bóvido no le dio tiempo a reaccionar y, libre del mordisco de su alabarda, cargó contra él.
Con un sublime salto giratorio, el pretoriano imperial descargó la hoja de su alabarda sobre el cuerpo del toro, abriéndole una grave herida que hizo que el cuerpo del horror del bosque estallase en llamas. Sin embargo, semejante demostración de su arte no fue suficiente para detener el ímpetu de la bestia y su cuerpo magullado le pasó por encima, haciendo que su caja torácica cediese como si fuese una rama seca.
Bigard no quería estar allí, ante aquella horripilante leona, pero sabía que era su deber. Su deber como padre, como hermano y como ciudadano. Ya había perdido a muchos a manos de los sucios elfos que tenía delante y… ¿qué sería él si no luchase por su familia y por su país?
Cercó a la bestia junto al resto de leñadores y sujetó, titubeante, el hacha de talar que tenía. Sabía que no podía dudar en su deber, pues estaba rodeado por dos bestias. Delante de él, una horrible felina de pelaje azulado le observaba con ansias asesinas y la espalda erizada. A sus espaldas, la Inquisidora observaba sus movimientos con escrúpulo y detenimiento, dispuesta a ejecutarle si no actuaba con la diligencia que se esperaba de él.
El más joven de los leñadores del grupo se abalanzó sobre la bestia y fue recibido con un brutal zarpazo que le hizo parar de golpe. Sus otros dos conciudadanos, a espaldas de la leona, parecieron titubear por un momento.
Bigard sabía que no saldría vivo de aquella, pero si podía ofrecer algo a la causa, era su devoción. Su afán de demostrar que no estaba dispuesto a entregar a su familia y país a esos… salvajes.
Cargó, gritando y con el hacha sobre la cabeza, sobre la gran felina, quién se abalanzó sobre él con el cuerpo por delante y le desgarró el cuello antes de derribarlo y ensañarse con su cara.
Pero Arlen se confió demasiado. El resto de profanadores no se amedrentó y la atacaron por la retaguardia mientras se enzarzaba con el anciano que había cargado, gritando, contra su destino.
Una de las hachas se le hundió en el lomo y la otra le hirió de gravedad varias veces en un cuarto trasero, haciendo que ésta rugiese de dolor y comenzase a tener serios problemas para moverse.
Shihon saltó sobre el cuerpo del ahora moribundo Filverel, al que no podía atender en este momento, y se dirigió raudo a la retaguardia en aras de defender a Arlen.
En el medio de la carrera, convirtió su brazo izquierdo en un largo y temible aguijón de escorpión gigante que lanzó para atravesar a uno de los profanadores que cercaba a su compañera. Su otro compañero, horrorizado por el aspecto del vengador de la reina, dejó caer su hacha y salió corriendo.
Elianna contempló furiosa como el último de los campesinos escapaba ante el horror que se alzaba delante de ella. Un blasfemo mutante de cuerpo de humano, cabeza de cánido y que presentaba como brazos la pata delantera de un oso y un horripilante apéndice quitinoso rematado en un afilado aguijón supurante.
Sus subordinados yacían muertos o atemorizados a su alrededor. Otra misión imperial fallida. Otro grupo de inocentes asesinados por las aberraciones del bosque de Wareth.
Pero hoy ella estaba allí. Hoy no habría más muertes.
Se encaró hacia el horror de brazos mutantes, quién obviamente era el líder de la banda, y comenzó a recitar las lúgubres estrofas de su loa a Seldar para no flaquear. Al instante, las aceitosas sombras del bosque reptaron y convergieron a sus pies, envolviéndola en una coraza de fe.
– ¡Soy Elianna Bar Rigall! -exclamó la campeona de Seldar, henchida de orgullo-, ¡conoced mi nombre antes de morir!
La Inquisidora se lanzó sobre el líder de la banda, cuyas facciones de lobo estaban adornadas con una pintura roja tribal, y su arma demoníaca se inflamó a medida que las fervorosas letanías que gritaba ganaban volumen.
Arlen, con grandes dolores, consiguió encararse contra el Raug dä, que ahora cargaba contra Shihon de forma imparable mientras su voz de ultratumba lanzaba horrendas maldiciones en su lenguaje blasfemo.
Ignoró el dolor y se lanzó contra el Raug con sus garras por delante, dispuesta a hacer trizas tanto de sus ropas de acero como de su cuerpo maldito.
Pero su ataque nunca llegó a fruición. El sudario de sombras que rodeaba al Raug se convirtió en tres punzones que salieron disparados contra ella y le atravesaron limpiamente la caja torácica, hiriendo gravemente sus pulmones y acabando con su acometida de bruces.
Shihon contempló con horror el destino de Arlen, que había sufrido graves heridas sin siquiera desviar la atención del Raug. Quería gritar de rabia, pero la necesidad de apartarse del camino de la carga le obligó a no llorar la suerte de su amiga.
Se echó a un lado en el último momento, rodando por el suelo para apartarse del camino de la carga asoladora, y lanzó un golpe con su aguijón venenoso que atravesó la armadura del engendro sombrío e hizo que su sangre oscura se derramase sobre el suelo.
Lejos de detenerse, el Raug rectificó su dirección y se lanzó contra Shihon, que aún tenía su aguijón en el interior de la Inquisidora. El filo llameante que blandía por encima de su cabeza comenzó a descender con fuerza y Shihon preparó el que, pensó, sería su último ataque.
Pero la savia se volvió negra y Shihon no tuvo oportunidad de atacar.
Las raíces del bosque atravesaron el suelo barroso y golpearon al Raug con fiereza y decisión, atravesando su abyecto sudario de oscuridad y haciendo que cayese al suelo sangrante, magullada y lanzando maldiciones.
Tras semejante demostración, los zarcillos comenzaron a pudrirse, secarse y deshacerse al momento. Shihon sabía que eso era todo lo que la reina podría hacer por ellos esta noche y, posiblemente, lo último que haría en vida.
Elianna rodó por el suelo y bramó, enfurecida, al contemplar la herética magia élfica. Se incorporó lentamente mientras el mutante aún en pie se aprovechaba de su posición y lanzaba un nuevo ataque. Musitando una oración a su oscuro Señor, se preparó para el impacto inminente y canalizó la fuerza de su fe en el arma que empuñaba.
Shihon se dejó llevar por su rabia y lanzó dos golpes brutales contra su enemigo. La zarpa de oso no fue capaz de impactar a su enemigo, pues un tentáculo de oscuridad se enroscó en él y lo inmovilizó. El aguijón tuvo más suerte y penetró de nuevo al Raug, que aulló de dolor, pero siguió incorporándose a pesar de los terribles daños que había sufrido.
Con un esfuerzo hercúleo la imperial finalmente se irguió completamente, temblando ligeramente por la gravedad de las heridas sufridas. Haciendo un gran esfuerzo, dejó caer su hacha y cercenó limpiamente los dos brazos del horror infame que tenía ante sí de un solo golpe. Su enemigo cayó al suelo entre chillidos agonizantes y su sangre sirvió para que la oscura magia de Seldar estabilizase parte de las heridas de su campeona.
Extasiada y excitada, Elianna parecía incapaz de respirar de otra forma que no fuese mediante sonoros jadeos.
– ¡Hoy termina vuestra rebelión! -bramó la Inquisidora entre carcajadas incontroladas- ¡Por fin, el brazo del Imperio aplasta vuestra patética resistencia con toda su fuerza!
El guantelete izquierdo de la Lady de los Caballeros del Mal se alzó mientras ésta conjuraba las sombrías fuerzas de su señor.
– Pero no seré yo la que os dé el golpe de gracia, si no los espíritus de aquellos inocentes a los que habéis masacrado con vuestras constantes emboscadas -sentenció, con una voz llena de celosía.
Esas palabras bastaron para que los cadáveres desfigurados de los tres leñadores que rodeaban a la leona moribunda comenzasen a alzarse entre aullidos babeantes y movimientos titubeantes.
– ¡Justicia! -exclamó Elianna-, ¡justicia para las familias de los difuntos!
Los cadáveres obedecieron a la siniestra orden implícita de su maestra, que continuaba dominada por un frenesí que la hacía carcajear sin parar, y comenzaron a acercarse a los elfos moribundos…
Entonces llegó el gargante.
Como un cometa traído desde lo más profundo del espacio por una fuerza irresistible, Ralder aterrizó en Zylwynnör No Wareth tras dar uno de sus saltos, haciendo que varios metros de árboles se derrumbasen, que el suelo cediese y que todos los presentes -salvo los ya caídos- perdiesen el equilibrio. Una inmensa nube de polvo se levantó en todas direcciones, sumiendo la oscuridad nocturna en un nuevo nivel de negrura impenetrable.
Cuando el polvo se retiró, mecido por la brisa nocturna, las fosas nasales de Ralder se dilataron al percibir el hedor de la sangre. Sus seis ojos contemplaron frenéticamente el entorno e identificaron el campo de batalla. Ante él, una desafiante humana parecía erguirse y bramar desafíos en un lenguaje abyecto. Ralder aceptó todos ellos y se incorporó, dispuesto a luchar por el territorio.
Elianna, en un acto lleno de heroicidad, fanatismo y fervor religioso, cargó contra la hercúlea figura del dios en una clara demostración de su fe inquebrantable.
Sin embargo, ningún juglar cantaría su historia, pues el gargante apartó a la imperial de un manotazo que convirtió su cuerpo en una decena de fragmentos sanguinolentos que salieron disparados en todas direcciones, causando una lluvia de pedazos de carne que caían alrededor de Shihon.
Éste contempló con incredulidad como la inmensa bestia arrancaba, de forma casual, una piedra del subsuelo del bosque y la clavaba, verticalmente, en el centro del cráter que había generado con su caída. La misma piedra, posteriormente, sufrió un zarpazo de la criatura que la marcó como suya.
Con este inesperado evento terminaba la resistencia, la reina y el ciclo de sus allegados. El bosque finalmente claudicaría cuando el trono de raíces se pudriese… a Shihon solo le quedaba contemplar las estrellas, aquellas que le vieron nacer y marcaron el destino de los suyos y sus antecesores, mudos testigos de los eventos acaecidos esa noche.
El ulular de Cheryth ya no marcaba el compás del ritmo del bosque. Para Shihon ya solo existían las estrellas y los latidos languidecientes de su corazón, que derramaban su vida a chorros sobre el suelo del bosque que había jurado proteger.
Cuando el abrazo de Söele ya se acercaba y la visión del elfo se desvanecía, el rostro del gargante obstruyó su visión del cielo nocturno y sumió al primer nacido en una completa oscuridad cuando abrió sus fauces al completo sobre él.
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