– Sabes perfectamente que ninguno quiere esto. -explicó Filverel, que detuvo su discurso de sopetón para tomar aire- Pero la reina está en su lecho de muerte, ya no hay nada aquí para nosotros.
Cuando la renqueante voz del druida se detuvo, un pesado silencio atenazó a los elfos allí presentes con sus pesadas cadenas, haciendo que no pudiesen moverse ni un ápice y que las miradas de la mayoría recayesen sobre Shihon, que se encontraba acuclillado en una roca. El tiempo se detuvo para todos durante unos instantes, mientras las miradas ceñudas volaban en todas direcciones como puñales malintencionados.
El ulular de la brisa del atardecer hizo añicos las cadenas, devolviendo el trinar a los pájaros, el zumbido a las abejas que revoloteaban en una colmena cercana y el renquear a los pulmones dañados de Filverel. Sin embargo, se cobró un precio muy alto por ello, pues esta sería la última vez que los miembros de la cuadrilla se mirasen unos a otros como iguales.
Shihon, que era el centro de las miradas y conversaciones, contempló los muñones triturados que le colgaban de sus brazos antes de pronunciar las palabras que sabía que le separarían de aquellos con los que luchó durante tanto tiempo.
– Jamás aceptaré la rendición -sentenció Shihon, con una voz acongojada-. Todos hemos jurado proteger estos bosques y rendir honor a la reina. Durante centurias hemos mantenido esta colonia viva y a salvo de los Imperiales.
Las palabras del cabecilla no surtieron ningún efecto en sus compañeros. Filverel parecía muy concentrado en respirar, Cheyrth permanecía sentada en una rama alejada, sin prestar mucha atención y Arlen, su prometida, lo miraba con los brazos cruzados y una expresión de desaprobación.
– La reina está débil, sí -reconoció Shihon-. He bebido de la sangre verde y yo siento el dolor de nuestra señora, sin embargo, ninguno de vosotros es ajeno a sus planes. La bestia que nos salvó servirá como nuevo huésped para su esencia.
Cheyrth se dejó caer de entre las ramas y cayó con toda la gracia que le permitía la humeante herida de flecha negra que había sufrido.
Tras erguirse lentamente, y ya que ninguno de sus compañeros parecía dispuesto a hablar, ésta contestó a su cabecilla.
– Se acabó, Shihon. La reina está muerta, aunque te aferres a negarlo. La bestia nos salvó con sus lengüetazos, pero no va a volver… Ya has visto lo que ha pasado con el titán de hielo, todos creemos que debemos unirnos a sus esfuerzos…
– ¡Blasfemia! -interrumpió un encolerizado Shihon- ¡ese titán no es más que un demonio!, ¡un Raug que sigue sus propios intereses!, ¿cómo podéis estar ávidos de seguir a una criatura como esa?
– Lleva en este mundo menos de un día y ya ha creado un bosque mucho mayor que todo Zylwynnör No Wareth -intervino Arlen, enfurecida por tener que explicar algo que consideraba obvio-. ¿Qué hemos conseguido durante todo este tiempo que hemos servido a la reina?, ¡nada!, ¡hemos adorado a un recuerdo marchito del pasado!
Shihon había temido enfrentarse verbalmente contra su prometida. Él había perdido sus brazos en el combate, pero cuando la bestia lo masticó y escupió, sus heridas sanaron y ahora sus brazos se regeneraban lentamente. Su aspecto ahora recordaba al de dos latiguillos de carne que giraban alrededor de un frágil hueso aún no formado del todo.
– Arlen -dijo Shihon, con tristeza en sus ojos color esmeralda-. Nuestros ancestros no dejaron sus bosques para venir aquí y marcharse. Tenemos un legado que proteger…
– No, Shihon. No le debemos nada a nuestros ancestros, ya difuntos – respondió Arlen, con lágrimas en los ojos. Nos lo debemos a nosotros, a ti y a mí.
– Arlen, no seríamos nadie sin…
– ¡Para, Shihon!, ¡por favor!, ¡te lo imploro! -chilló Arlen, cuyo rostro aparecía ya surcado por dos lágrimas brillantes- hemos perdido a un hijo en la última batalla para defender el trono de una diosa marchita. Nuestro deber es para con el orden natural, no hacia las intrigas de alguien que ya no nos conoce.
«Tienes razón», le habría gustado decir a Shihon, seguido de «recojamos nuestras cosas y vayámonos a donde quieras», «construyámonos una nueva vida» y «busquemos refugio en los Nyathor, como hizo Naiad hace siglos».
Sin embargo, el vengador de la reina obedecía a algo mayor que él. Obedecía los designios del trono de raíces, aún por encima de sus deseos, de sus seres queridos y… de sus hijos nonatos fallecidos.
– Huid, entonces -ordenó Shihon, que se incorporó en la piedra en la que estaba-. Escapad y adorad a este nuevo y oscuro Raug que os helará los huesos antes de devorar vuestra carne. Ni la reina ni yo apoyaremos a aquellos que renuncian al trono de raíces.
Shihon titubeó cuando vio que Arlen comenzaba a llorar, su corazón se hizo añicos de pronto, pero un súbito estallido de adrenalina le hizo continuar.
– Que Zylwynnör No Wareth oiga vuestros nombres por última vez. Arlen, prometida y madre de mi hijo difunto, última sacerdotisa del trono de espinas, que dejó sus deberes por defender la voluntad de un Raug.
– No tienes que oír esto -susurró Cheyrth al oído de Arlen mientras la tomaba y la guiaba lejos del claro, dándole la espalda a Shihon.
– Cheyrth, última de los corvix, que ahora das la espalda a tu líder. La que dejó atrás el círculo que le vio nacer, crecer y convertirse en una fiera guerrera.
Shihon señaló a Filverel con uno de sus muñones tambaleantes antes de continuar con su arenga de calumnias.
– Y, por último, que el bosque oiga tu nombre, Filverel. Primer defensor del trono. Mi mejor amigo y compatriota, que luchó conmigo y con mis padres en innumerables conflictos. La última persona a la que pensé que llamaría cobarde a lo largo de mi vida.
Filverel asintió con gravedad, antes de dar la espalda a Shihon para alcanzar a Arlen y Cheyrth.
A medio camino miró atrás, solo para encontrarse con el furibundo rostro de su nieto. Pensó en gritar un «adiós», pero sus pulmones no se lo permitirían. Alzó la mano como último signo de despedida y siguió su camino que le llevaría lejos del bosque que, creía, había nacido para proteger.
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