Un monolito se alzaba ante Shihon, obstruyendo con su desorbitante contorno a los rayos del sol, quien ya estaba demasiado haragán para hacer algo para evitarlo.
El campeón de la Dama Verde ahora seguía una senda distinta. Ya no luchaba al lado de sus compañeros para defender el Trono de Raíces, ahora seguía una senda de soledad en la que el único objetivo era conseguir que éste no se marchitase para siempre.
La amargura que le embriagaba era tan intensa que la sentía en la boca, incómoda y extraña, como el hueco que deja un diente perdido. Anodadado por el sentimiento, contemplaba taciturno como la sombra del monolito reptaba lentamente hacia él, envalentonándose aún más ahora que el astro diurno parecía languidecer.
Era la primera vez que estaba solo y, aunque estaba triste, en el fondo no le había costado acostumbrarse. En su mente aún recordaba a su prometida y a sus amigos, a su abuelo, a sus compañeros de armas, a su hijo nonato y a la alegría que pudo haber traído, pero para él su propósito siempre fue el de servir al trono. Y ahora es cuanto más era requerido su servicio.
– Eres mi última esperanza -le había dicho la reina de espinas con una voz agonizante. La exhasperación de su tono zumbaba en la cabeza del elfo como una migraña-. Toma mi semilla y entrégasela a la bestia. Él ha de ser mi nuevo receptáculo si quiero que mi existencia perdure.
– Mi señora -había dicho Shihon, arrodillado y atemorizado por el aspecto agrietado que presentaba Naphra-, ¿estáis segura de esto?, si os sacamos del trono de espinas… ¡os marchitaréis!
Una sonrisa se había dibujado en el rostro de Naphra antes de extender una vid ante Shihon. El tallo de la planta creció, enroscándosele sinuosamente alrededor de una pierna, para finalmente abrirse para florecer y morir al momento, no sin antes dejar caer una semilla: la última bendición de la dama verde, el fruto de su esencia y también su esperanza final.
Shihon se la había tragado, claro. Lo hizo con suma delicadeza para no atragantarse o dañar la cáscara con los dientes. Su sabor recordaba al de la miel que encontraban en otoño, esa oscura que tenía un sutil aroma a romero.
Esto había sido hace dos noches y lo había hecho porque no podía negarle su deseo a la diosa. No sabía si ella estaba ya con él, pero una extraña fuerza le obligaba a seguir adelante con el plan que tan meticulosamente le habían descrito. Comenzó a andar, despreocupado, hacia la enorme bestia semi enterrada que yacía bajo el gran monolito.
Pocos pasos fueron necesarios para que un Ralder malherido se girase y entornase todos sus ojos hacia el elfo. Estaba dolido, tanto físicamente como en el orgullo y no parecía dispuesto a tolerar ninguna intromisión.
– Mortal -rugió Ralder con una voz que podía recordar a la de un cachorro de diez metros que hubiese sido apaleado-. En el pasado te salvé porque vi en ti cualidades que aprecio: valor y tesón ante la defensa de tu territorio. Pero no te equivoques, ¡no estamos asociados!, ¡y este bosque es ahora mío!
Shihon se detuvo en seco y clavó la mirada en el suelo, para no provocar al gargante.
– No es mi intención la de buscar tu ira, bestia. En el pasado me salvaste a mi y a mi tropa cuando nos metiste en tu boca. Hoy vengo a ti a ofrecerte mi servidumbre y la de mi reina.
– Sí, ya he visto que no vienes solo -comentó Ralder, que parecía ver en Shihon algo más de lo que se observaba a simple vista-. Dile a tu maestra que se muestre.
El elfo comenzó a convulsionar y su cuello giró en ángulos imposibles hasta que se detuvo arqueado hacia atrás con los ojos en blanco. De su boca brotaba una vid que parecía serpentear remolonamente hacia el sol.
Al emerger de su interior, el tallo creció un capullo que comenzó a florecer rápidamente, abriendo sus pétalos y mostrando el rostro de Naphra.
– ¿Qué es lo que quieres? -rugió un Ralder para nada impresionado-. Sabes que este bosque es mío. Tu presencia ya no es lo suficientemente fuerte como para protegerlo.
– Lo sé -asintió Naphra de forma telepática-. No es eso por lo que he venido. Creo que deberíamos unir nuestras fuerzas.
El rostro impávido de Ralder no mostraba ninguna mueca y se limitó a negar, tajantemente, el ofrecimiento de Naphra.
– Estás demasiado débil como para serme de utilidad. Tu tiempo en esta dimensión ha pasado. El mio también, así que recabaré fuerzas y atravesaré de nuevo el sol.
El cuerpo de Shihon continuaba en tensión mientras su maestra hablaba a través de él.
– Jamás te recuperarás de esas heridas a tiempo. Los mortales te olvidarán y, sin su devoción, tus poderes decrecerán más y más. Pronto te encontrarás acorralado en uno de tus territorios hasta que el último mortal que te adore fenezca… entonces no habrá marcha atrás.
– ¿Es él el último? -dijo Ralder, contemplando al elfo arqueado-.
– Sí. El guardián del trono de raíces. Si nos unimos, te servirá a ti y a tu voluntad. Tanto tu presencia como la mía crecerán. Mi ambición no es otra que la de mantener a los bosques con vida. No me importa quién los domine. Si los quieres para ti, que así sea, mientras te asegures de que éstos están defendidos.
– ¡¡Yo siempre defiendo mi territorio!! -rugió Ralder en un arrebato de cólera-. Pero aún si nuestros intereses se alineasen, ¿es un simple mortal el sacrificio que me ofreces?, ¿crees que eso bastaría para ganarte mi favor?
– No, Gargante -dijo la flor de Naphra-. Me ofrezco a mi misma. Me tomarás y viviré en tu interior. Me nutriré de tu poder para mantenerme viva y, a cambio, te entregaré a ti control sobre mis dominios. Manipularás la tierra y las plantas, ganarás influencia sobre el dominio de la vida y del agua una vez recupere mis poderes.
– ¿Y quién me dice que no me traicionarás?, ¿que no te convertirás en un tumor que acabará conmigo?
– Conozco tus habilidades para cambiar de piel. Conoces cada escama de piel de tu cuerpo, cada célula, cada uña y cada diente. Serías capaz de reorganizar tu cuerpo a voluntad, dejándo lo que quede de mi en el suelo, a merced de que el tiempo terminase por reclamarme.
Un silencio de varios minutos cayó fuertemente en el área, como una inesperada tormenta de verano.
– Que así sea entonces -dijo Ralder, tras sopesar sus opciones- Entrégame tu semilla y acabemos con esto.
La flor de vid comenzó a pudrirse rápidamente, no sin antes generar un fruto verde completamente redondo que cayó al suelo. Al desaparecer el tallo Shihon se derrumbó.
Antes de que el fruto tocase tierra, Ralder abrió las fauces, mostrando una hilera de extrañas glándulas rosáceas repletas de saliva. En un instante, éstas convulsionaron y lanzaron una maraña de brillantes tentáculos que agarraron la esencia de Naphra y se la llevaron a la boca del Gargante.
Con la misma velocidad, tragó y dejó que la esencia de la reina comenzase a crecer en su interior, extendiendo sus raíces tentativamente por su cuerpo, nutriéndose de la esencia del Gargante para emerger al exterior por las heridas, aún abiertas, que había sufrido en el combate contra Izghraull.
Horas después, un Shihon recuperado yacía postrado ante Ralder. Sus heridas se habían curado completamente, recubriéndose de un extraño musgo sanador de un verde tan brillante como el nuevo color de algunos de sus ojos.
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